Fue una de las figuras más destacadas del folklore y de la música contemporánea. Santafesino, hijo de un director de escuela y discípulo de Atahualpa Yupanqui, compuso obras que se convirtieron en melodías universales, como La misa criolla, “Alfonsina y el mar” y Mujeres argentinas.
A los 88 años falleció anoche el pianista Ariel Ramírez, autor de obras que se convirtieron en melodías universales, como La misa criolla, Mujeres Argentinas y “Alfonsina y el mar”.
Su padre, el director de la escuela de Gálvez, provincia de Santa Fe, en donde vivían, había sido claro: al patio de la escuela sólo podían ir a jugar los días domingos. Ariel tenía cuatro años, y aprovechó un domingo para entrar a uno de los salones del colegio. Había allí mapas, animales embalsamados y... un piano. Fue mágico.
El chico puso las manos sobre las teclas y todo se aclaró para siempre: sería músico. Lo que nadie podía saber aún es que se convertiría en uno de los compositores fundamentales de la Argentina, y que su arte trascendería las fronteras nacionales.
Dos años después de aquel encuentro mágico, regresó con su familia a la capital provincial y a los 8 comenzó a estudiar piano con la señorita Angélica Velárdez. Estaba claro para él que sería músico, pero la consigna familiar era inflexible. Primero había que ser docente, como el padre, la madre, los abuelos, los tíos. Todos maestros. Ariel cumplió. Se recibió de maestro a los 18 años. Y ejerció como docente. Dos días. Le tocó cuarto grado, todos varones.
El primer día, aprovechando la inexperiencia del maestro, los chicos se la pasaron pidiendo permiso para ir al baño. Les dijo que sí a todos. La directora le dijo que no fuera tan inocente, que los alumnos sólo querían zafar. Por eso, en el segundo día, cuando uno de los chicos le pidió ir al baño, se lo negó terminantemente. El chico, claro, se hizo encima. Allí se dio cuenta Ariel Ramírez de que eso no era para él.
Salido de la adolescencia se fue a vivir a Córdoba, a la casa de unos franceses de apellido Mothe, que estudiaban Medicina. Había un piano allí. La felicidad era completa.
Aparecería entonces en la vida de Ariel Ramírez algo más que un benefactor, casi un hermano mayor: Atahualpa Yupanqui, quien casi de casualidad lo escuchó tocar chamamés y milongas al piano pero le pidió una zamba.
“Zamba no sé, para eso debería ir al norte a aprender”, dicen que dijo Ariel. Y para Atahualpa el deseo fue una orden: al día siguiente le envió un pasaje en segunda a Jujuy, diez pesos y el contacto con la familia de Justiniano Torres Aparicio, quien no tuvo problemas en acogerlo el tiempo que durase el aprendizaje: el año entero que pasó en Humahuaca, donde conoció no sólo los secretos de la zamba y el carnavalito, sino también sobre erkes, erkenchos, quenas y sikus. Ahí comenzó un recorrido vital para la música de Ramírez. Siempre ayudado por distintas familias, pasó y vivió en Tucumán, Santiago del Estero, Salta, La Rioja, Catamarca, Mendoza. Un mapa musical que lo configuraría para siempre. Era 1942.
Al año siguiente, otra vez, Atahualpa aparecería en la vida de Ariel Ramírez en un momento fundamental. El viaje a Buenos Aires.
Es que Atahualpa se había asociado con Pascual Carcavallo, por entonces dueño del Teatro Alvear para un ciclo de músicos del interior. Y no se olvidó del santafesino que conoció en Córdoba y había ayudado a que aprendiera los secretos del folclore en Jujuy.
El ciclo, aunque era con entrada gratuita, fue un fracaso pero se convirtió en el semillero más fructífero del folclore argentino. Como muestra, baste decir que además de Ramírez salieron de allí Los Chalchaleros y Eduardo Falú, con quien el pianista forjaría una amistad duradera, que comenzó en ese mismo 1943.
En 1950 se fue a vivir a Europa, a un edificio del siglo XIX en el por entonces barrio bohemio de Roma, el Trastevere, junto con otros casi veinte argentinos de diferentes disciplinas artísticas. Por supuesto, había un piano. Y viajes a ciudades de Alemania, de Austria.
La misa criolla. Desde la ventana del convento, a cien kilómetros de Fráncfort, donde vivía en 1952, veía un paisaje que lo llenaba de paz. Hasta que supo, por boca de las protagonistas, la verdadera historia del lugar.
Las hermanas Elizabeth y Regina Brückner le contaron que ese prado bucólico que veía había sido lugar de confinamiento de cientos de judíos. Y le contaron también lo que ellas hicieron en aquel momento. Ayudar a los prisioneros se penaba con la horca; sin embargo, ellas consiguieron noche a noche dejar un paquete con comida en un hueco debajo de un árbol.
Durante ocho meses repitieron la rutina hasta que un día el paquete no fue retirado. Ni el siguiente, ni el siguiente. Cuando las hermanas terminaron de contarle la historia, Ariel Ramírez ya había tomado la determinación de escribir una obra que hablase de los sentimientos más profundos y universales. Estaba naciendo nada más y nada menos que La misa criolla, obra cumbre de la cultura nacional que lleva vendidos más de quince millones de ejemplares en todo el mundo.
Entre las obras más importantes del compositor figura el trabajo Mujeres argentinas, “Alfonsina y el mar”, “La tristecita”, “Navidad nuestra”, Los caudillos, Cantata sudamericana, “La hermanita perdida”, el “Tríptico mocoví” y “Antiguo dueño de las flechas”.
Ramírez, maestro de Alfonsina
Alfonsina Storni fue maestra, pero el maestro de Alfonsina Storni fue Zenón Ramírez, el padre de Ariel. Fue don Zenón el que le contó a Ariel, a la muerte de Alfonsina, la vida de la poeta.
En el momento en que Ramírez estaba componiendo “Mujeres argentinas”, decidieron con Félix Luna que no había manera de eludir a Alfonsina Storni. Vieron los poemas, recorrieron los diarios del día de su muerte, en el año 1938, cuando recogieron el cadáver en Mar del Plata y lo metieron en un tren que llegó a Constitución. Comprobaron ahí, Ramírez y Luna, que en la estación de tren se juntaron más de 2.000 personas para recibir sus restos. Todo ese amor de los estudiantes –la mayoría de los presentes eran desde chicos de 10 años a jóvenes de 20– los conmovió.
Ariel escribió primero la música, después Luna hizo la letra. “Alfonsina y el mar” se convertiría en una de las canciones argentinas con más versiones en todo el mundo, ya que fue traducida a los idiomas locales en Israel, Grecia, Holanda, entre otros países.
Fuente: Crítica
A los 88 años falleció anoche el pianista Ariel Ramírez, autor de obras que se convirtieron en melodías universales, como La misa criolla, Mujeres Argentinas y “Alfonsina y el mar”.
Su padre, el director de la escuela de Gálvez, provincia de Santa Fe, en donde vivían, había sido claro: al patio de la escuela sólo podían ir a jugar los días domingos. Ariel tenía cuatro años, y aprovechó un domingo para entrar a uno de los salones del colegio. Había allí mapas, animales embalsamados y... un piano. Fue mágico.
El chico puso las manos sobre las teclas y todo se aclaró para siempre: sería músico. Lo que nadie podía saber aún es que se convertiría en uno de los compositores fundamentales de la Argentina, y que su arte trascendería las fronteras nacionales.
Dos años después de aquel encuentro mágico, regresó con su familia a la capital provincial y a los 8 comenzó a estudiar piano con la señorita Angélica Velárdez. Estaba claro para él que sería músico, pero la consigna familiar era inflexible. Primero había que ser docente, como el padre, la madre, los abuelos, los tíos. Todos maestros. Ariel cumplió. Se recibió de maestro a los 18 años. Y ejerció como docente. Dos días. Le tocó cuarto grado, todos varones.
El primer día, aprovechando la inexperiencia del maestro, los chicos se la pasaron pidiendo permiso para ir al baño. Les dijo que sí a todos. La directora le dijo que no fuera tan inocente, que los alumnos sólo querían zafar. Por eso, en el segundo día, cuando uno de los chicos le pidió ir al baño, se lo negó terminantemente. El chico, claro, se hizo encima. Allí se dio cuenta Ariel Ramírez de que eso no era para él.
Salido de la adolescencia se fue a vivir a Córdoba, a la casa de unos franceses de apellido Mothe, que estudiaban Medicina. Había un piano allí. La felicidad era completa.
Aparecería entonces en la vida de Ariel Ramírez algo más que un benefactor, casi un hermano mayor: Atahualpa Yupanqui, quien casi de casualidad lo escuchó tocar chamamés y milongas al piano pero le pidió una zamba.
“Zamba no sé, para eso debería ir al norte a aprender”, dicen que dijo Ariel. Y para Atahualpa el deseo fue una orden: al día siguiente le envió un pasaje en segunda a Jujuy, diez pesos y el contacto con la familia de Justiniano Torres Aparicio, quien no tuvo problemas en acogerlo el tiempo que durase el aprendizaje: el año entero que pasó en Humahuaca, donde conoció no sólo los secretos de la zamba y el carnavalito, sino también sobre erkes, erkenchos, quenas y sikus. Ahí comenzó un recorrido vital para la música de Ramírez. Siempre ayudado por distintas familias, pasó y vivió en Tucumán, Santiago del Estero, Salta, La Rioja, Catamarca, Mendoza. Un mapa musical que lo configuraría para siempre. Era 1942.
Al año siguiente, otra vez, Atahualpa aparecería en la vida de Ariel Ramírez en un momento fundamental. El viaje a Buenos Aires.
Es que Atahualpa se había asociado con Pascual Carcavallo, por entonces dueño del Teatro Alvear para un ciclo de músicos del interior. Y no se olvidó del santafesino que conoció en Córdoba y había ayudado a que aprendiera los secretos del folclore en Jujuy.
El ciclo, aunque era con entrada gratuita, fue un fracaso pero se convirtió en el semillero más fructífero del folclore argentino. Como muestra, baste decir que además de Ramírez salieron de allí Los Chalchaleros y Eduardo Falú, con quien el pianista forjaría una amistad duradera, que comenzó en ese mismo 1943.
En 1950 se fue a vivir a Europa, a un edificio del siglo XIX en el por entonces barrio bohemio de Roma, el Trastevere, junto con otros casi veinte argentinos de diferentes disciplinas artísticas. Por supuesto, había un piano. Y viajes a ciudades de Alemania, de Austria.
La misa criolla. Desde la ventana del convento, a cien kilómetros de Fráncfort, donde vivía en 1952, veía un paisaje que lo llenaba de paz. Hasta que supo, por boca de las protagonistas, la verdadera historia del lugar.
Las hermanas Elizabeth y Regina Brückner le contaron que ese prado bucólico que veía había sido lugar de confinamiento de cientos de judíos. Y le contaron también lo que ellas hicieron en aquel momento. Ayudar a los prisioneros se penaba con la horca; sin embargo, ellas consiguieron noche a noche dejar un paquete con comida en un hueco debajo de un árbol.
Durante ocho meses repitieron la rutina hasta que un día el paquete no fue retirado. Ni el siguiente, ni el siguiente. Cuando las hermanas terminaron de contarle la historia, Ariel Ramírez ya había tomado la determinación de escribir una obra que hablase de los sentimientos más profundos y universales. Estaba naciendo nada más y nada menos que La misa criolla, obra cumbre de la cultura nacional que lleva vendidos más de quince millones de ejemplares en todo el mundo.
Entre las obras más importantes del compositor figura el trabajo Mujeres argentinas, “Alfonsina y el mar”, “La tristecita”, “Navidad nuestra”, Los caudillos, Cantata sudamericana, “La hermanita perdida”, el “Tríptico mocoví” y “Antiguo dueño de las flechas”.
Ramírez, maestro de Alfonsina
Alfonsina Storni fue maestra, pero el maestro de Alfonsina Storni fue Zenón Ramírez, el padre de Ariel. Fue don Zenón el que le contó a Ariel, a la muerte de Alfonsina, la vida de la poeta.
En el momento en que Ramírez estaba componiendo “Mujeres argentinas”, decidieron con Félix Luna que no había manera de eludir a Alfonsina Storni. Vieron los poemas, recorrieron los diarios del día de su muerte, en el año 1938, cuando recogieron el cadáver en Mar del Plata y lo metieron en un tren que llegó a Constitución. Comprobaron ahí, Ramírez y Luna, que en la estación de tren se juntaron más de 2.000 personas para recibir sus restos. Todo ese amor de los estudiantes –la mayoría de los presentes eran desde chicos de 10 años a jóvenes de 20– los conmovió.
Ariel escribió primero la música, después Luna hizo la letra. “Alfonsina y el mar” se convertiría en una de las canciones argentinas con más versiones en todo el mundo, ya que fue traducida a los idiomas locales en Israel, Grecia, Holanda, entre otros países.
Fuente: Crítica
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