El músico argentino Enrique Noviello se radicó en Amberes tras la crisis de 2001 y gestó allí una agrupación murguera con características locales propias. Ahora ya existe una docena, cada una con una personalidad diferente.
A menudo, y con más énfasis en esta época, los tambores entregan a las calles de Buenos Aires parte de la herencia que los esclavos africanos dejaron por estas tierras. El calor es parte de ese paisaje, también el color y el barrio: elementos que condensan la esencia de la murga porteña. Cuesta creerlo, pero en este mismo mes, el año pasado, en Bélgica hubo sólo treinta y tres horas de sol, y eso no hizo que las murgas se callaran (bueno, el calor tampoco es condición sine qua non). ¿Las qué? Con esa desorientación les responden los belgas a Enrique Noviello, argentino residente en ese país y director de Los Murginales, cuando los invita a acercarse a sus talleres. Podría decirse, también, que es uno de los culpables de que la Argentina y Bélgica tengan en común más que el gusto por la cerveza y los chocolates.
Esa murga que se gestó, con sus particularidades, muy lejos del Río de La Plata, vuelve a su punto de origen para los festejos del Carnaval. Noviello y representantes de otras agrupaciones de Amberes actuarán esta noche a las 21 en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 1543) y la semana próxima en el Espacio Cultural Nuestros Hijos (Av. del Libertador 8465). En ambas oportunidades, los visitantes se presentarán en compañía del coro La Matraca, con Coco Romero a la cabeza, para recrear “una pequeña historia musical con algunos guiños de comicidad, algo así como un River-Boca de las murgas”, adelanta Noviello en la charla con Página/12. Resulta gracioso ver cómo una joven belga pispea un texto en castellano incrustado entre sus pies, para demostrar a los porteños que ella también puede hacer murga y de la buena. El encuentro se propone, también, como un intercambio. Romero ya viajó a Bélgica, por ejemplo, para participar de un foro internacional. Y ahora el objetivo es que los murgueros de ese país conozcan de cerca el carnaval porteño.
En Bélgica las murgas son un fenómeno en crecimiento: desde 2006 hasta hoy, ya aparecieron doce agrupaciones. La primera fue Los Murginales, con un debut que signaría un poco su historia y su cauce. Porque la calle es “la de las ollas militantes”, diría Ignacio Copani, y eso aunque ellos hayan sido los que salieron con cacerolas de teflon. “Estábamos planeando por dónde arrancar y justo sucedió que un neofascista salió a la calle a matar gente. Se organizó un festival en repudio de este tipo de situaciones, porque había un trasfondo de reacciones de intolerancia de la extrema derecha. Salimos con las cacerolas a cantar temas de Los Fabulosos Cadillacs en la cara a la ministra de Cultura. Eso fue como el gen del proyecto”, recuerda Noviello, quien arrancó por sugerencia de su amigo Gerardo Salinas, gestor cultural.
La idea surgió luego del éxito que tuvo en Bélgica un festival de tango. “Nos largamos con el criterio de reproducir la murga como espacio de interacción social, sin caer en el cliché del género.” Claro. Para entender lo que allá significa una murga hay que detenerse en varias cuestiones. “No se puede hacer una orquesta de tango en Japón si los pibes no van a un café o no saben lo que es un conventillo. Pueden tocar muy bien, pero es el formato sin el contenido. El propósito no era una murga, sino la murga como concepto de comunión y de reunión social”, explica Noviello.
Por otro lado, la variedad de nacionalidades también influye sobre el resultado, bien distinto al porteño. Hay un diálogo intercultural. “Al principio éramos cincuenta personas de trece países: marroquíes, franceses, venezolanos, belgas, argentinos... Era un quilombo. Como la propuesta está ligada a la identidad, cada murga busca la propia.” L’amour Gaga es teatro itinerante, Fata Murgana mezcla música gitana con danza del vientre, Sentimiento Verde une elementos africanos y brasileños. “Hasta se pueden ver murgas con raperos que bailan breakdance en la calle. Y también hay una deformidad en cuanto a instrumentos: bombo con platillo, banjo, percusión y vientos”, concluye. Aunque cada una con sus particularidades, las murgas belgas tienen un marco común de creación: baile, música, poesía e indumentaria que identifique al grupo. Al igual que sus hermanas rioplatenses, se reúnen todos los años en un corso, pero en junio.
En plena crisis de 2001, Noviello viajó a Bélgica y vivió durante un tiempo en una casa ocupada con gente de distintas procedencias. “Me invitaron a vivir con ellos cuando vieron que tocaba el saxo. Eran del palo del punk. La murga salió con un grupo más abierto, porque hay personas más papistas que el Papa: maquillarse y disfrazarse no les gustaba. Tienen otro perfil, más combativo.” En Buenos Aires, había participado de una murga por un breve período, suficiente como para darse cuenta de lo que buscaba artísticamente. “Cuando soñaba con ser un buen instrumentista, atormentado con Miles Davis y John Coltrane, pasaba ocho horas en mi casa estudiando para dominar la técnica del instrumento. Ahora comparto todo con gente de carne y hueso. Lo que nos haga bien, va a hacernos bien a todos.” Su mujer, y codirectora de Los Murginales, Joana Rossi, comparte esa visión: “La esencia de lo que hacemos es participar. Cada vez le damos más bola a lo artístico, pero no descuidamos el aspecto social. La gente viene con un bagaje, nosotros intentamos descubrirla”.
“La murga tiene que tratar de satisfacer necesidades de diferentes pueblos”, concluye Noviello. Y pone como ejemplo a una agrupación en Rotterdam que busca la integración de drogadictos. También un viaje de Los Murginales a Soweto (Sudáfrica) que culminó en la conformación de una murga allá, llamada Nathi. “Fue como estar laburando en la Villa 31. Veías tribus enemigas enseñándose bailes. No es que los chicos van a salir de la miseria... uno no es político. Pero podemos ser actores sociales desde lugares mucho más simples”, reflexiona.
En Bélgica, la ola murguera nacida en Amberes ya reunió a más de 800 personas y comienza a expandirse por el norte. Tampoco es casual que haya pegado allí primero. “Amberes tiene muchas caras. Hay gente con muchísima guita, pero también hay una contracultura muy fuerte, como la conformada por okupas y hippies viejos, que vio y vivió otra cosa. Para todo ese público un proyecto como éste es súper interesante”, explica Noviello. Hay un contraste, entonces, de cosas que brillan: los diamantes que se exhiben en las vidrieras y las caras maquilladas que piden que, en este febrero, el sol salga un poco más.
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