sábado, 26 de diciembre de 2009

Las princesas se ponen a trabajar

Pocahontas era india, Mulan, china; Tiana, la última princesa de Disney, es afroamericana.-

El feminismo ha hecho cambiar los cuentos - Disney ofrece ahora historias de igualdad

DAVID ALANDETE

Las princesas vuelven a estar de moda. Regresan los palacios y los trajes de ensueño, las coronas y las brujas. Pero los nuevos cuentos de hadas muestran una diferencia: las princesas ya no son damiselas en apuros. Sometidas al revisionismo del feminismo y de los padres preocupados por los valores que les inculcan a sus hijas, las nuevas princesas son distintas. No esperan a que el príncipe las salve. Ellas mismas se embarcan en sus propias aventuras y se preocupan por su sustento.

Es el caso de la nueva película de la factoría Disney, Tiana y el sapo, estrenada en Estados Unidos el pasado 11 de diciembre y que llegará a las pantallas españolas el 5 de febrero.

Habían pasado 11 años desde que Disney estrenara su ya penúltima película con una princesa como protagonista, Mulan. Después de más de una década, la gran factoría decidió producir el cuento de Tiana, una joven sobre cuyos hombros descansa ahora el pasado, el presente y el futuro del imperio Disney.

El pasado, porque es un largometraje animado a la antigua usanza, dibujado a mano, con interludios musicales, y que ignora intencionadamente las nuevas tecnologías que ha perfeccionado la animación por ordenador. El presente, porque Tiana es una joven de hoy en día, perteneciente a una minoría racial, valiente y con los pies en el suelo. Y el futuro porque Tiana es la primera en el advenimiento de una legión de princesas modernas.

La siguiente película animada de Disney, producida en 3D, será una adaptación del cuento de Rapunzel, en el que los hermanos Grimm contaron la historia de una joven de pelo larguísimo secuestrada en una torre por una bruja. Se estrenará en las Navidades de 2010. Incluso Pixar, la exitosa factoría de películas en 3D, se ha apuntado a esta moda. Su próximo estreno, previsto para 2011, ya tiene título provisional. El oso y el arco será una versión moderna de un cuento de princesas, la historia de una joven que pone en riesgo su corona por perseguir su sueño: ser arquera.

Sin embargo, Tiana, se ha mostrado como alguien doblemente especial. Primero: la princesa es negra. Y no negra sólo en el color de su piel. A Disney le hubiera sido muy fácil crear una historia romántica decimonónica, calcada del cuento de los hermanos Grimm El príncipe y la rana, y darle un color de piel nuevo a su nueva princesa. Tiana podía haber sido una princesa de apariencia negra con ademanes blancos. Por el contrario, la negritud de esa princesa no es sólo racial. Es también social y cultural. Nace y vive en una ciudad de profundas raíces afroamericanas. Su Nueva Orleans es la Nueva Orleans del vudú, del bayou, del carnaval y el Mardi Gras.

Pero eso no es todo.

[Los lectores que no quieran pistas sobre cómo acaba la película, deberían parar de leer aquí] Tiana no acaba como sus ilustres predecesoras. Rompe con la tradición del cuento de princesas, del castillo, el trono y el abrazo protector del macho heredero.

Blancanieves, cuya película se estrenó en 1937, estaba literalmente muerta hasta que un príncipe la besó y se la llevó a su castillo. Cenicienta limpiaba la casa de su madrastra hasta que el hijo del rey la retiró para siempre. Ariel, la sirenita, llegó más lejos: renunció a ser quien era, una sirena, para casarse con un heredero. Incluso Mulan, la valiente heroína china que arriesga su vida por salvar a su padre, se tiene que travestir y hacerse pasar por un varón para poder luchar en el campo de batalla.

La de Tiana es otra historia. La princesa se casa con el príncipe, sí. Pero no deja que nadie la retire. Con los ahorros de toda su vida, almacenados en latas de café, monta un pequeño negocio, un bar, que regenta junto a su marido. Es la sociedad de la igualdad de oportunidades. La conciliación llevada a la pantalla. Por fin, las niñas pueden seguir soñando con ser princesas, sin que sus madres queden horrorizadas por la imagen que esos sueños proyectan.

Un alivio para muchas madres. Entre ellas, la escritora Peggy Orenstein, cuya hija, Daisy, tiene seis años y medio. Hace un par de años, a Orenstein le preocupaba lo que un personaje como Ariel, la sirenita, le pudiera enseñar a su niña.

"Como madre, siempre me ha gustado más una historia como la de Mulán. La hemos visto como 30 millones de veces. Pero claro, Mulán no es la princesa más exitosa de la saga Disney. Ni siquiera es una princesa, si lo piensas bien. Lo mismo sucede con Pocahontas. Son las princesas marginadas", explica. Con la historia de Tiana, sin embargo, ha percibido un cambio.

"Cada historia de princesas de Disney refleja el tiempo en que se hizo. También las opiniones y, en cierto modo, los prejuicios de la época. Es una suerte ver ahora cómo una princesa protagonista, afroamericana, puede vender y ser número uno en la cartelera", añade. "Y además, acaba trabajando. Eso es un gran avance para una princesa. Además, las niñas tienen más opciones de juego, ya que a esta princesa, a pesar de ser independiente, se la puede vestir. Estéticamente entra más en la tradición clásica. Ideológicamente está más cerca de Mulán o Pocahontas".

Orenstein, que normalmente colabora con el diario The New York Times, está trabajando en un libro sobre la educación de los niños en la gran cultura de consumo que nos rodea, llamado provisionalmente Cenicienta se comió a mi hija, sobre lo difícil que es criar a una niña en una cultura de mercado en la que la distinción de lo femenino y lo masculino se ha llevado al paroxismo. "Es imposible acudir a unos grandes almacenes y no darse cuenta", explica.

"Hay pasillos de color rosa plagados de vestidos, muñecas, juegos de mesa diseñados para chicas. Los pasillos de los chicos son todos de color azul, más sobrios, con sus propios juguetes. Con semejante división, con esa aniquilación de la neutralidad en el juego, es difícil educar a un hijo en los valores de género. Arroja mucha luz sobre lo mal que definimos la feminidad en la sociedad de consumo. Se nos enseña que la feminidad la define, casi exclusivamente, la apariencia, la moda, los complementos. Es preocupante".

Disney tiene mucho que ver en ello. En 2001 creó la franquicia Princesas Disney, en una coyuntura muy complicada. Aquel año se cerró con unos resultados de cerca de 41 millones de dólares en pérdidas (28,72 millones de euros), los peores de la década. "Estos son tiempos muy duros", dijo el entonces consejero delegado de la compañía, Michael Eisner, en un comunicado. "Pero este entorno y su efecto en nuestros resultados no mermarán el valor de los activos de Disney".

Lo cierto es que Disney encadenaba modestos éxitos, como Dinosaurio, con fracasos estrepitosos, como Fantasia 2000, El Emperador y sus locuras o Atlantis: el imperio perdido. En aquel mismo año, Dreamworks lanzó Shrek, un cuento en el que una princesa renunciaba a su esbelta figura y su pálida piel para convertirse en un ogro verde y carnoso. Disney languidecía, pálido como la tez de Blancanieves. La empresa, sin embargo, decidió darle un empujón a la división Disney Consumer Products, y aunó a ocho princesas en un mismo paquete comercial. Algunas eran protagonistas de su propio cuento de hadas. Otras eran simples comparsas, como Jasmine, de Aladín.

Fue un éxito. Desde entonces se han comercializado más de 250.000 productos bajo esa submarca. En 2001, las ventas de juguetes Disney suponían 300 millones de dólares (209 millones de euros). En cinco años se multiplicaron por diez. Este año, el de la llegada de la princesa Tiana, se colocarán en 4.000 millones de dólares (2.800 millones de euros), a pesar de la crisis. Según fuentes de Disney, el efecto de la nueva princesa es más que patente: 45.000 nuevas muñecas vendidas desde noviembre sólo en EE UU.

"Fue un éxito, sin duda", explica Dan Cook, profesor de estudios infantiles en la Universidad de Rutgers y experto en la mercadotecnia centrada en los más pequeños. "Disney encontró el modo para unir a las protagonistas de sus películas, aunarlas de forma que cada una fuera individual. Pero además tenían un rasgo común: el hecho de ser princesas. Eso a las niñas les sirve como elemento de inclusión, es como un club, un nexo para el juego".

Disney, con los años, ha ido exacerbando esa feminidad comercial. Los productos de Princesas Disney se venden en grandes envoltorios de color rosa, azul pastel o dorado. Son juegos en que las niñas pueden disfrazarse o disfrazar a sus muñecas. "Con esos productos juegan a la transformación, pasan de no ser especiales a serlo. Rememoran el hechizo". En las películas, para que ese hechizo tenga efecto, la princesa depende, ineludiblemente, de un príncipe azul montado a lomos de un caballo blanco.

"Eso es lo que se le critica a la narrativa inherente en los cuentos de princesas", explica Cook. "Pero si nos centramos en los productos, más que en esa narrativa, vemos que normalmente, el juego de princesas es un juego de niñas. Los niños no juegan al cuento de hadas. No se disfrazan de príncipes para tomar el té con ellas. Las niñas juegan entre ellas y pocas veces se preocupan por el príncipe. El juego de princesas puede considerarse, en cierto modo, como un lugar seguro, no sexualizado, inocente".

Recelos ha habido, y muchos, contra el cuento de hadas. Y no sólo desde el feminismo. En el pasado, se ha definido el miedo a la independencia en las mujeres como el complejo de Cenicienta. En palabras de la primera mujer que definió esa supuesta condición en un libro pionero de 1981, la psicoterapeuta Colette Dowling, "la dependencia personal y psicológica -el profundo deseo de ser cuidadas por otros- es la gran fuerza que lastra a las mujeres hoy en día".

Aquello eran los ochenta. Y muchas feministas manifestaron su desprecio por Dowling, que se atrevía a proclamar que las mujeres, todas, padecían miedo a la libertad. El daño al género femenino, decía la psicoterapeuta, no lo infligía el patriarcado, sino las mujeres y sus propios temores.

"Se nos crió para depender de los hombres y sentirnos desnudas y atemorizadas sin un hombre. Se nos enseñó que como mujeres no podemos estar solas, que somos demasiado frágiles, demasiado delicadas, necesitadas de protección. De ese modo ahora, en estos días ilustrados, cuando nuestro intelecto nos aconseja erigirnos sobre nuestros dos pies, diversos problemas emocionales nos lastran. Al mismo tiempo, anhelamos librarnos de nuestras cadenas y sentirnos libres, pero también anhelamos que alguien se ocupe de nosotras", escribió.

Exista o no ese mal, Tiana no corre el riesgo de padecerlo. Es dura, independiente, valiente. La película ha llegado a ser la más vista en su primer fin de semana en cartelera. La comunidad afroamericana aplaude, por primera vez, a Disney. Según DeNeen L. Brown, una columnista de The Washington Post, el largometraje recoge las enseñanzas no escritas de las sufridas madres negras de EE UU a sus hijas.

"Parecía que cada madre negra en la manzana le hubiera dicho lo mismo a su hija: 'Hazte con una educación; no te centres en esos chavales que se reúnen calle arriba; y, si te casas, asegúrate de que te abres tu propia cuenta bancaria. No llegará ningún príncipe a lomos de un caballo, blanco o negro, que te vaya a salvar'. Ésa era la narrativa de nuestros cuentos de princesas. Nunca aprendimos a ser damiselas en apuros", escribe.

Desde ese punto de vista, tanto la historia de Tiana como las de las otras princesas esconden mucho más que un miedo a la independencia o una sumisión total al macho dominante. Desde el punto de vista de la narrativa y el folclore, diversos expertos apoyan esa noción de que, tras las aventuras de una princesa puede haber un viaje de superación y triunfo personal.

"Estas historias fueron escritas hace siglos. Se encuentran presentes en todas las culturas, tanto en Occidente como en África o Asia. No siempre con el grado de elaboración que vemos en las películas modernas. Pero tienen la misma base", explica Maria Tatar, toda una eminencia en cuentos de hadas, profesora de lengua y literatura germánicas en la Universidad de Harvard y directora del programa en folclore y mitología de la mencionada institución.

"Por supuesto, en ellas se ve muy claro qué valores y que contexto social imperaba en la época en que se crearon. En esos cuentos, escritos por Charles Perrault o los hermanos Grimm, siempre tiene un papel preponderante la monarquía. Siempre aparece un príncipe o un rey. Desde un punto de vista actual, poniendo esas narrativas en perspectiva y en su contexto histórico, deberíamos considerar a la monarquía como una representación del éxito social".

Tatar considera que la llegada de un príncipe, o el ascenso a un trono, puede leerse simbólicamente como la gratificación de un esfuerzo, el éxito de una aventura, la recompensa tras un intenso viaje personal. "Parece paradójico que en una sociedad democrática, fundamentada sobre los valores de una república, como es la norteamericana, los más pequeños vean como estas princesas aspiran a formar parte de la realeza. Pero es algo simbólico. Los niños no ven a la monarquía como algo histórico. Deberíamos ver ese ascenso al trono como algo similar a la consecución del éxito profesional o al ascenso social, al alcance de cualquiera. El esfuerzo se recompensa. En ese sentido, las historias de princesas reflejan los valores de la sociedad actual. Se inspiran en cuentos muy antiguos pero contienen historias vigentes".

A las princesas Disney, como a muchos otros productos infantiles, hay que verlas desde el punto de vista de los niños. Por lo tanto, hay que dar más importancia al simbolismo y a la narrativa inherente que al contexto histórico. En ese sentido, Cenicienta pudo ser, en realidad, una triunfadora. De limpiar escaleras pasó a heredar un trono. Tiana, es cierto, se queda en un éxito más modesto y más tranquilo: abre un bar con su marido. Dados los tiempos que corren para las monarquías, puede que su final sea mucho más feliz que el de Cenicienta y que el de cualquier otra princesa.

Fuente: El País

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