La pipa de la paz, de Alicia Muñoz. Dirección: Guillermo Ghio. Intérpretes: Mabel Manzotti y Carlos Portaluppi. Escenografía: Sergio Carnevalli. Ambientación: Mercedes Gumbold. Vestuario: Verónica Latorre. Producción: Gabriel Krivitzky y Diego Berman. Asistente de dirección: Gustavo Comini. En el Maipo Club. Duración: 75 minutos.
Nuestra opinión: muy buena
"¡Es mi mamá, te lo juro!", dijo alguien en la platea antes de finalizar la primera escena de la obra, en referencia al personaje de Mabel Manzotti. Es que hay tipologías que se repiten, vicios que son comunes y temperamentos pétreos muy reconocibles.
La obra de Alicia Muñoz es una comedia simple, en la que una madre de avanzada edad llama por teléfono a su hijo, que vive en Nueva York, y lo preocupa adrede para que viaje en forma urgente a verla. Todo lo que ocurre después es el reencuentro de estos dos seres que se aman, alejados por la vida.
Alicia Muñoz teje una trama sencilla, construida por los conflictos naturales de la vejez; y lo que les ocurre a los hijos cuando sus padres están mayores. Esta mujer ya no puede sola con su vida. Desde lo físico y desde lo afectivo. Ahí sobreviene el asunto de la casa familiar, tan impregnada de historias y vidas. Y de ese hálito saludable y tibio se ve envuelto este hijo sensible y piadoso.
Más que una historia, La pipa de la paz es una larga situación, escrita para presentar conflictos mundialmente comunes. A través de poco más de una hora circulan los rituales familiares, la muerte, las mañas y los egoísmos. Hay algunas reiteraciones y muchos lugares comunes, previsibles, sí, pero la obra es efectiva. Y esa es una virtud de la hábil dirección de Guillermo Ghio, que saca lo mejor de sus intérpretes para un buen resultado.
Tanto Mabel Manzotti como Carlos Portaluppi hacen deliciosos estos textos a través de dos criaturas hermosas. Manzotti encarna a una vieja tan egoísta como adorable. Es cascarrabias, caprichosa, manipula a sus hijos y se pelea con todo su entorno. Pero aunque los desafía permanentemente, sabe cuáles son sus límites. Portaluppi le pone el alma a este hijo que también necesita a su madre más de lo que él cree. Tiene que afrontar algo para lo que nadie está preparado: la vejez de los padres, y sabe reflejar bien ese debate, entre el hartazgo, el amor y la obligación. El vínculo es excelente. Se emocionan, se exaltan, son hábiles para pasar de un estado a otro y logran momentos de gran ternura. El afán por querer cambiar al otro y tener la razón se vuelve un tour de force tan entretenido como emotivo.
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