Cecilia figaredo, bailarina
La primera figura del Ballet Argentino habla del presente y el futuro de su profesión.
Por Jorge Belaunzarán
Es, a los 35 años, la primera bailarina del Ballet Argentino y la mimada de Julio Bocca. Hizo Felicitas: amor, crimen y misterio con un éxito rotundo y hace apenas un mes llenó el Nuevo Apolo de Madrid, con Eleonora Cassano, presentando un espectáculo de obras clásicas y una fusión de tangos, valses y el bolero "Bésame" de la coreógrafa Ana María Stekelman. Es Cecilia Figaredo y aún no piensa en el retiro aunque siente en su cuerpo el paso del tiempo y el esfuerzo acumulado.
Ante ella, la mirada del que mira no es la misma que la del mirado. No deja de llamar la atención que el público, siempre proclive a vanagloriar y admirar a los artistas, no vea lo que pierde en el camino por alcanzar ese lugar que la otra parte cree privilegiado. El público no ve, por ejemplo, la cantidad de veces que el artista se acuesta temprano cuando los otros siguen de largo, las dietas, el cuerpo como herramienta con la que se gana la vida, las limitaciones que le impone, La férrea disciplina de vida. Todo eso es Cecilia Figaredo.
–Es muy disciplinada y estricta en su entrenamiento. ¿Eso quiere decir que "deja" la vida de lado?
–Pude tener una vida lo más normal posible dentro de lo que esta carrera tiene en el ballet argentino. Sucede que tenemos muchos viajes. Trato de tener una vida tranquila. Pero la danza requiere mucha disciplina: nunca se puede dejar de estudiar. Es necesaria esa disciplina para no sufrir lastimaduras. Por más que tengas una fiesta y te acuestes tarde, te vas a tener que levantar y hacer la clase y ensayar. Es lo que tiene de malo este asunto de la danza. O, mejor dicho, no de malo, sino de sacrificado.
–¿Podría contar una rutina de un día de función?
–Sí. A la mañana hacemos una clase de hora y media, después un pequeño ensayo, según lo que haya que ajustar. Una hora y cuarto para calentar, ir preparando el cuerpo, ablandándolo. Después del pequeño ensayo nos vamos a descansar. Si la función es a las nueve volvemos al teatro a las seis de la tarde para maquillarnos, hacer una clase de precalentamiento y la función. Y el día que no hay función es más o menos lo mismo, nada más que hay una clase de once a doce y media y se ensaya hasta las cinco de la tarde.
–Hay un momento en que el ser humano se acostumbra a todo. O a casi todo. Pero hay que llegar a esa adaptación. ¿Le costó mucho ir a contramano?
–Trabajo desde los dieciséis años. Tuve la suerte de poder empezar a trabajar en la danza desde muy chica. Y me acostumbré así, no conozco otro trabajo como para decir que estoy a contramano, para mí es lo normal. Por ahí, lo que más cuesta es durante las vacaciones. Nunca tenemos vacaciones en enero o febrero, que es cuando la familia y los amigos las tienen. Allí sí me siento a contramano. Después, en el año, no, estoy acostumbrada.
–Se dice que la competencia entre bailarinas es feroz. ¿Es así? ¿Cómo podría describirlo?
–Creo que es como en cualquier profesión. Nunca puse energías en pelear, y no sentí que intentaran competir conmigo. Lo que pasa es que la danza es muy individual. Cada bailarín o bailarina tiene una forma de moverse y siempre van a ser diferentes. No va a haber dos bailarinas que hagan lo mismo porque los cuerpos no son los mismos, la gestualidad no es la misma. Me parece un poco absurda la competencia entre nosotros o en el arte en general. No me parece que sea nada positivo, más bien es una pérdida de tiempo para el trabajo con uno mismo, que es superarse. Es imposible que sea lo mismo incluso si tenés que bailar la misma obra con los mismos pasos, la misma coreografía y todo.
–En algunas escuelas dicen que los chicos están más preocupados en lucirse en el pas de deux, en la que el varón maneja y las miradas están sobre la mujer, que en hacer lucir a la mujer.
–No me gusta generalizar. Antes se hacía mucho hincapié en el manejo del partenaire, que le hace dar vueltitas a la mujer, la levanta, se preocupa porque las líneas y los pasos que ejecuta se vean lo mejor posible. Cuando hice la escuela del Colón, por ejemplo, teníamos clases de partenaire y era muy importante que un bailarín lo fuera. Hoy también, pero quizás ya no se le da tanta importancia y se deja a que el que naturalmente es bueno lo haga, y el que no, no. No hay una profundización de estudio, está en cada bailarín buscar a alguien que te enseñe. Con los años se le fue quitando importancia. Sin embargo es importantísimo, no hay nada más lindo que un partenaire porque cuando saben manejar es más fácil plantarse y que se luzcan ellos también.
–¿Había más idea de equipo?
–No. En la danza clásica había más disciplina para el estudio. Todos los días ir a hacer una clase con un maestro, con otro, practicar lo máximo posible. Se estudia, pero se tiene que practicar mucho: con la repetición y el error vas aprendiendo.
–Prácticamente forma parte de la generación que le sigue a Maximiliano Guerra, Julio Bocca y Eleonora Cassano. ¿Cómo ve a la generación que viene detrás suyo?
–La generación de Julio y de Maxi tenía un plan de estudio muy ajustado y muy fuerte, con unos maestros que exigían muchísimo y no había manera de engañarlos. Era practicar, hacer la cantidad de clases que se pudiera y, una vez que llegaban al profesionalismo, buscar la perfección y seguir estudiando. Con Julio lo viví. Cuando ya era un bailarín consagrado mundialmente seguía ajustando, limpiando y superando sus técnicas. Eso es un poquito lo que falta hoy, que creo que debe tener que ver con el mundo, con Internet y la velocidad y la play station y las respuestas rápidas. En la danza no es así, la respuesta viene con años de estudio, con ver la evolución y probar. No es una profesión que te dé una respuesta inmediata. Y por ahí a los chicos, o sea a la generación nueva, le es más difícil hacerle entender eso. A una chica le gusta y quiere bailar con un mes de clases. Es imposible. Son años de clases los que se necesitan. Me parece que los adolescentes buscan más lo inmediato, o rubros menos exigentes que el clásico.
–¿Extraña algo del clásico?
–No, porque nuestro entrenamiento tiene todos los días una clase de danza clásica. A mí me gusta. Con Julio bailé muchísimo contemporáneo. Y se extraña: es mi base, y disfruto muchísimo hacer un pas de deux clásico, es mucho más exigente. Cuándo estoy mucho tiempo sin hacer nada clásico, extraño.
–¿Qué le aportó la danza contemporánea?
–Muchísimo. Me ayudó a disfrutar más, por ejemplo. Todo te aporta. El contemporáneo me ayudó a relajarme más en el escenario, no estar tan armada y tan dura como en el clásico, que exige tener que estar muy en eje; si te caés se nota que te caíste, en la danza contemporánea podés arreglarla. Aprendí a expresar mucho más y eso empiezo a llevarlo después al ballet clásico. Cuanta más información tenés es mejor, aunque no la uses. Que tu cuerpo haya pasado por bailar hasta una salsa te aporta al momento de estar en el escenario.
–Dicen que cuesta mucho cambiar los hábitos. ¿El cuerpo se acostumbra tanto a un tipo de danza que luego es complicado adaptarlo a otra?
–No. Cuando del clásico pasás a otra danza sí hay que cambiar un chip, no sirve bailar moderno, bailar contemporáneo con el pecho arriba, estiradita como en el clásico, que exige estar con los abdominales muy fuertes. Te va a costar mucho, porque el peso en la técnica moderna es mucho más abajo, se trabajan muchísimo las contracciones, cosa que en el clásico, no. Tenés que tener un control del cuerpo muy grande para saber hacer ese cambio, y para poder aprender las técnicas que te sirven. Lo más divertido, lo que me encanta hacer es una clase de moderno para probar cosas nuevas. Y sin embargo después, cuando vuelvo a agarrarme de la barra en una clase de clásico, compruebo que no me olvidé de nada.
–¿La sensibilidad se modifica?
–Sí. Más que nada, con la danza contemporánea lo que experimenté fue cómo bailar más humanamente, más como una mujer de hoy, usando el cuerpo para expresar sentimientos. También creo que tiene que ver con la edad. Después de los veinte empecé a hacer un poquito más cosas contemporáneas, pero estaba madura, más segura de mí misma. Entonces cuando tenés la técnica más segura y estás más canchera te liberas más, empezás a encontrar otras cosas. Me sentí más mujer bailando. Y si bailo clásico trato de sentir eso. Si bien es etérea, la clásica tiene sentimientos, tiene sensibilidad: bailar en todo el cuerpo, en los brazos, en los gestos. Eso lo descubrí con el contemporáneo.
–¿Le pasó de descubrirse cambiando algo casi sin darse cuenta?
–Para mí, el bailarín inteligente es el que puede aprovechar más los conocimientos que tiene. Soy como una esponjita, voy acumulando. Esa información la podés aplicar según lo que vayas a bailar. No es nada más salir y bailar. Mientras estás bailando, en la cabeza suceden cosas, y es todo al mismo tiempo. Lo experimentado te va a servir para elegir qué es lo que te hace sentir mejor, más cómodo. Por eso hay que ser inteligente.
–¿Empieza a extrañar algo de su cuerpo en cuanto a posibilidades respecto de cuando era más joven?
–Y, con la edad se van perdiendo cosas. ¿Si lo extraño? Cuando era más chica no me cansaba nunca, tenía (y por suerte tengo) mucha resistencia física, no sabía lo que era un dolor y podía estar todo el día haciendo clases y saliendo de gira y viajando en aviones. Hoy viajo en micro de doce horas y me la paso diciendo "ay la espalda, ay las rodillas".
–Hacia su futuro, ¿empieza a manejar la idea de que algún día dejará de bailar?
–A partir de los treinta una empieza a sentir que esta carrera es corta. Podés estirarla más o menos, según como te hayas mantenido. Pero no me refiero a los años, sino a los daños que lleva todo bailarín. Debe ser difícil ese momento, decidir dejar de bailar cuando bailamos desde muy chicos. Llevo una vida bailando, haciendo clases, saliendo al escenario, recibiendo aplausos. Decir basta a todo esto no debe ser fácil. Creo que hay que ir preparándose de a poco.
Fuente: Asterisco
La primera figura del Ballet Argentino habla del presente y el futuro de su profesión.
Por Jorge Belaunzarán
Es, a los 35 años, la primera bailarina del Ballet Argentino y la mimada de Julio Bocca. Hizo Felicitas: amor, crimen y misterio con un éxito rotundo y hace apenas un mes llenó el Nuevo Apolo de Madrid, con Eleonora Cassano, presentando un espectáculo de obras clásicas y una fusión de tangos, valses y el bolero "Bésame" de la coreógrafa Ana María Stekelman. Es Cecilia Figaredo y aún no piensa en el retiro aunque siente en su cuerpo el paso del tiempo y el esfuerzo acumulado.
Ante ella, la mirada del que mira no es la misma que la del mirado. No deja de llamar la atención que el público, siempre proclive a vanagloriar y admirar a los artistas, no vea lo que pierde en el camino por alcanzar ese lugar que la otra parte cree privilegiado. El público no ve, por ejemplo, la cantidad de veces que el artista se acuesta temprano cuando los otros siguen de largo, las dietas, el cuerpo como herramienta con la que se gana la vida, las limitaciones que le impone, La férrea disciplina de vida. Todo eso es Cecilia Figaredo.
–Es muy disciplinada y estricta en su entrenamiento. ¿Eso quiere decir que "deja" la vida de lado?
–Pude tener una vida lo más normal posible dentro de lo que esta carrera tiene en el ballet argentino. Sucede que tenemos muchos viajes. Trato de tener una vida tranquila. Pero la danza requiere mucha disciplina: nunca se puede dejar de estudiar. Es necesaria esa disciplina para no sufrir lastimaduras. Por más que tengas una fiesta y te acuestes tarde, te vas a tener que levantar y hacer la clase y ensayar. Es lo que tiene de malo este asunto de la danza. O, mejor dicho, no de malo, sino de sacrificado.
–¿Podría contar una rutina de un día de función?
–Sí. A la mañana hacemos una clase de hora y media, después un pequeño ensayo, según lo que haya que ajustar. Una hora y cuarto para calentar, ir preparando el cuerpo, ablandándolo. Después del pequeño ensayo nos vamos a descansar. Si la función es a las nueve volvemos al teatro a las seis de la tarde para maquillarnos, hacer una clase de precalentamiento y la función. Y el día que no hay función es más o menos lo mismo, nada más que hay una clase de once a doce y media y se ensaya hasta las cinco de la tarde.
–Hay un momento en que el ser humano se acostumbra a todo. O a casi todo. Pero hay que llegar a esa adaptación. ¿Le costó mucho ir a contramano?
–Trabajo desde los dieciséis años. Tuve la suerte de poder empezar a trabajar en la danza desde muy chica. Y me acostumbré así, no conozco otro trabajo como para decir que estoy a contramano, para mí es lo normal. Por ahí, lo que más cuesta es durante las vacaciones. Nunca tenemos vacaciones en enero o febrero, que es cuando la familia y los amigos las tienen. Allí sí me siento a contramano. Después, en el año, no, estoy acostumbrada.
–Se dice que la competencia entre bailarinas es feroz. ¿Es así? ¿Cómo podría describirlo?
–Creo que es como en cualquier profesión. Nunca puse energías en pelear, y no sentí que intentaran competir conmigo. Lo que pasa es que la danza es muy individual. Cada bailarín o bailarina tiene una forma de moverse y siempre van a ser diferentes. No va a haber dos bailarinas que hagan lo mismo porque los cuerpos no son los mismos, la gestualidad no es la misma. Me parece un poco absurda la competencia entre nosotros o en el arte en general. No me parece que sea nada positivo, más bien es una pérdida de tiempo para el trabajo con uno mismo, que es superarse. Es imposible que sea lo mismo incluso si tenés que bailar la misma obra con los mismos pasos, la misma coreografía y todo.
–En algunas escuelas dicen que los chicos están más preocupados en lucirse en el pas de deux, en la que el varón maneja y las miradas están sobre la mujer, que en hacer lucir a la mujer.
–No me gusta generalizar. Antes se hacía mucho hincapié en el manejo del partenaire, que le hace dar vueltitas a la mujer, la levanta, se preocupa porque las líneas y los pasos que ejecuta se vean lo mejor posible. Cuando hice la escuela del Colón, por ejemplo, teníamos clases de partenaire y era muy importante que un bailarín lo fuera. Hoy también, pero quizás ya no se le da tanta importancia y se deja a que el que naturalmente es bueno lo haga, y el que no, no. No hay una profundización de estudio, está en cada bailarín buscar a alguien que te enseñe. Con los años se le fue quitando importancia. Sin embargo es importantísimo, no hay nada más lindo que un partenaire porque cuando saben manejar es más fácil plantarse y que se luzcan ellos también.
–¿Había más idea de equipo?
–No. En la danza clásica había más disciplina para el estudio. Todos los días ir a hacer una clase con un maestro, con otro, practicar lo máximo posible. Se estudia, pero se tiene que practicar mucho: con la repetición y el error vas aprendiendo.
–Prácticamente forma parte de la generación que le sigue a Maximiliano Guerra, Julio Bocca y Eleonora Cassano. ¿Cómo ve a la generación que viene detrás suyo?
–La generación de Julio y de Maxi tenía un plan de estudio muy ajustado y muy fuerte, con unos maestros que exigían muchísimo y no había manera de engañarlos. Era practicar, hacer la cantidad de clases que se pudiera y, una vez que llegaban al profesionalismo, buscar la perfección y seguir estudiando. Con Julio lo viví. Cuando ya era un bailarín consagrado mundialmente seguía ajustando, limpiando y superando sus técnicas. Eso es un poquito lo que falta hoy, que creo que debe tener que ver con el mundo, con Internet y la velocidad y la play station y las respuestas rápidas. En la danza no es así, la respuesta viene con años de estudio, con ver la evolución y probar. No es una profesión que te dé una respuesta inmediata. Y por ahí a los chicos, o sea a la generación nueva, le es más difícil hacerle entender eso. A una chica le gusta y quiere bailar con un mes de clases. Es imposible. Son años de clases los que se necesitan. Me parece que los adolescentes buscan más lo inmediato, o rubros menos exigentes que el clásico.
–¿Extraña algo del clásico?
–No, porque nuestro entrenamiento tiene todos los días una clase de danza clásica. A mí me gusta. Con Julio bailé muchísimo contemporáneo. Y se extraña: es mi base, y disfruto muchísimo hacer un pas de deux clásico, es mucho más exigente. Cuándo estoy mucho tiempo sin hacer nada clásico, extraño.
–¿Qué le aportó la danza contemporánea?
–Muchísimo. Me ayudó a disfrutar más, por ejemplo. Todo te aporta. El contemporáneo me ayudó a relajarme más en el escenario, no estar tan armada y tan dura como en el clásico, que exige tener que estar muy en eje; si te caés se nota que te caíste, en la danza contemporánea podés arreglarla. Aprendí a expresar mucho más y eso empiezo a llevarlo después al ballet clásico. Cuanta más información tenés es mejor, aunque no la uses. Que tu cuerpo haya pasado por bailar hasta una salsa te aporta al momento de estar en el escenario.
–Dicen que cuesta mucho cambiar los hábitos. ¿El cuerpo se acostumbra tanto a un tipo de danza que luego es complicado adaptarlo a otra?
–No. Cuando del clásico pasás a otra danza sí hay que cambiar un chip, no sirve bailar moderno, bailar contemporáneo con el pecho arriba, estiradita como en el clásico, que exige estar con los abdominales muy fuertes. Te va a costar mucho, porque el peso en la técnica moderna es mucho más abajo, se trabajan muchísimo las contracciones, cosa que en el clásico, no. Tenés que tener un control del cuerpo muy grande para saber hacer ese cambio, y para poder aprender las técnicas que te sirven. Lo más divertido, lo que me encanta hacer es una clase de moderno para probar cosas nuevas. Y sin embargo después, cuando vuelvo a agarrarme de la barra en una clase de clásico, compruebo que no me olvidé de nada.
–¿La sensibilidad se modifica?
–Sí. Más que nada, con la danza contemporánea lo que experimenté fue cómo bailar más humanamente, más como una mujer de hoy, usando el cuerpo para expresar sentimientos. También creo que tiene que ver con la edad. Después de los veinte empecé a hacer un poquito más cosas contemporáneas, pero estaba madura, más segura de mí misma. Entonces cuando tenés la técnica más segura y estás más canchera te liberas más, empezás a encontrar otras cosas. Me sentí más mujer bailando. Y si bailo clásico trato de sentir eso. Si bien es etérea, la clásica tiene sentimientos, tiene sensibilidad: bailar en todo el cuerpo, en los brazos, en los gestos. Eso lo descubrí con el contemporáneo.
–¿Le pasó de descubrirse cambiando algo casi sin darse cuenta?
–Para mí, el bailarín inteligente es el que puede aprovechar más los conocimientos que tiene. Soy como una esponjita, voy acumulando. Esa información la podés aplicar según lo que vayas a bailar. No es nada más salir y bailar. Mientras estás bailando, en la cabeza suceden cosas, y es todo al mismo tiempo. Lo experimentado te va a servir para elegir qué es lo que te hace sentir mejor, más cómodo. Por eso hay que ser inteligente.
–¿Empieza a extrañar algo de su cuerpo en cuanto a posibilidades respecto de cuando era más joven?
–Y, con la edad se van perdiendo cosas. ¿Si lo extraño? Cuando era más chica no me cansaba nunca, tenía (y por suerte tengo) mucha resistencia física, no sabía lo que era un dolor y podía estar todo el día haciendo clases y saliendo de gira y viajando en aviones. Hoy viajo en micro de doce horas y me la paso diciendo "ay la espalda, ay las rodillas".
–Hacia su futuro, ¿empieza a manejar la idea de que algún día dejará de bailar?
–A partir de los treinta una empieza a sentir que esta carrera es corta. Podés estirarla más o menos, según como te hayas mantenido. Pero no me refiero a los años, sino a los daños que lleva todo bailarín. Debe ser difícil ese momento, decidir dejar de bailar cuando bailamos desde muy chicos. Llevo una vida bailando, haciendo clases, saliendo al escenario, recibiendo aplausos. Decir basta a todo esto no debe ser fácil. Creo que hay que ir preparándose de a poco.
Fuente: Asterisco
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