viernes, 28 de agosto de 2009

Fina concreción musical para Gluck

Virginia Tola, acostada, es llorada por Franco Fagioli, en el rol de Orfeo
Foto: LA NACION / Fernanda Corban

Se lucieron Fagioli, Tola y Almerares en la puesta de Orfeo y Eurídice del Teatro Colón

Orfeo y Eurídice
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Opera de Gluck, con Franco Fagioli (Orfeo), Virginia Tola (Eurídice) y Paula Almerares (Amor). Régie: escenografía e iluminación: Roberto Oswald. Vestuario: Aníbal Lápiz. Coreografía: Lidia Segni. Ballet, Orquesta y Coro estables del Teatro Colón. Dirección: Arnold Östman. Teatro Coliseo.

Nuestra opinión: muy bueno

Orfeo y Eurídice es, vaya novedad, una obra maestra. Sin embargo, el nombre de la ópera no se ajusta con exactitud a sus contenidos. El libreto de Raniero Calzabigi está lejos de narrar los pormenores de la vida de la pareja para detenerse, casi obsesivamente, en las tribulaciones del pobre Orfeo. Un título más acorde a esta situación hubiera sido "Orfeo con Euridice". Y esto viene a cuento para tomar cabal noticia de que el papel de la pobre esposa fenecida es realmente secundario, algo a lamentar si quien la representa es Virginia Tola, una cantante superior, una soprano maravillosa a quien, lamentablemente, sólo se la puede escuchar en el tercer acto. Y para que quede claro, tal afirmación no debe ser entendida en menoscabo de Franco Fagioli, un Orfeo dignísimo que paseó, con musicalidad, sus angustias de principio a fin.

En realidad, la concreción musical fue lo mejor que pudo apreciarse en esta puesta de Orfeo y Eurídice . Östman, con pericia y conocimiento de estilo, aligeró las densidades de la orquesta y escogió tempi muy acertados para que el canto pudiera fluir cómodo. El Coro, del mismo modo, no atronó ni se regodeó en sonoridades extemporáneas, ya sea que estuviera ubicado sobre el escenario o en el mismo foso, junto a la orquesta. Y sobre esta base, los tres cantantes lucieron a pleno. Fagioli, cuya presencia escénica es permanente, fue capaz de sostener su personaje a pleno canto, sin denotar ninguna complicación en alcanzar los dos extremos del registro. Salvo algunos mínimos y ocasionales deslices de afinación que tuvieron lugar en esas cadencias en las que se debe florear en soledad, el contratenor se dedicó a causar placer sonoro al público a partir de sus dolores. Paula Almerares estuvo sumamente correcta en sus únicas dos intervenciones, en el primero y en el último acto. Y Virginia Tola, definitivamente, sonó a poco. Su voz lució magnífica, plena, potente, muy bien manejada y absolutamente exquisita, musical y cambiante. En su único parlamento de mujer que exige atención, Virginia demostró toda su capacidad artística y la plenitud de una voz que, se insiste, fue una pena que sólo hubiera estado al servicio de un papel casi secundario.

La puesta en escena de Roberto Oswald fue, como siempre, impecable y eficiente. Pero cuesta entender su estética y los elementos con los cuales escogió recrear este argumento. Como en las superproducciones cinematográfica de hace varias décadas, Oswald recrea a la antigüedad como un ámbito lujoso, majestuoso y apabullante. Todos, salvo Orfeo, lucen vestidos de fiesta lujosa, con abundancia de velos, tules, sedas, guirnaldas y la lira del cantor de Tracia reluce a puro oro. El escenario es majestuoso, con una escalinata por la que todos los que suben y bajan lo hacen con pasos de gran gala, un recurso repetido hasta la obsesión. En el mismo sentido, puede también inscribirse la reiteración en el uso de dos larguísimos velos, uno blanco, el otro negro, de simbolismo casi pueril, y el cuadro final, un lugar común de grandilocuencia, con Amor, arriba de todo, en un pedestal, con sus brazos extendidos, y la pareja, ya felizmente reencontrada, en el centro del escenario, los tres, rodeados por una multitud de bailarines, mimos y cantantes prolijamente ubicados en cuanto lugar hubiera, todos vestidos de gran fiesta, con un blanco general inmaculado. También es necesario señalar que la construcción, el cuidado y el desarrollo técnico no admiten reparos. Sólo que, tal vez, en contra de lo que el mismo Oswald escribe en el programa de mano, esta parafernalia visual sí puede interferir en el devenir de la música y el canto.

Pablo Kohan

Fuente: La Nación

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