
De la Redacción de LA NACION
Si alguien con pelo pajizo, mirada desganada, cierta angustia interior y un pulóver impresentable avanza hacia usted, no lo dude: es Diego Capusotto, sobreviviente de una raza acabada que habitaba el territorio ahora ausente de los programas de sketchs.
En medio de una TV que se ríe de todo pero que ha sofocado hasta el último vestigio del noble género de los ciclos humorísticos, tal como los conocimos en la época en que los capocómicos vivían entre nosotros y no eran sólo un recuerdo como ahora, Capusotto hace lo suyo con economía de recursos y apariciones inversamente proporcionales a su imparable repercusión.
Los bloopers idiotas; ciertas malignas cámaras ocultas; los noticieros estupidizados; el escándalo chimentero parodiado hasta el hartazgo en Tinelli y en los toscos programas de farándula y archivo; el sexo aberretado; los movileros tontos, que se hacen los vivos, de los ciclos livianos y el incurable cinismo de CQC mataron de un tiro en la nunca el humor televisivo que defendían tanto mejor Pepe Biondi, Tato Bores, Alberto Olmedo y unos pocos más.
Es curioso cómo en medio de ese lodazal, repleto de risas de hienas y neuronas exhaustas, Capusotto pudo abrirse paso con su humor incorrecto y ligeramente intelectualizado desde un camino bastante colateral (primero el cable, después Canal 7) y, encima, imponer sus restrictivas condiciones de producción: nada de temporada anual y apenas ocho programas que se repiten incansablemente, sumados a las temporadas anteriores, en las ondas que solía frecuentar y en Internet.
Cómo llegó hasta aquí es un verdadero milagro, porque a él le tocó transitar por un camino demasiado cascoteado, donde toda aquella generación renovada de actores cómicos que surgieron en De la cabeza (América, 1992) se malogró en infinitas diásporas ocasionadas por prematuros delirios de grandeza de la mayoría de sus integrantes y por la TV vandalizada que arrasó con todo después. Muchos de ellos desaparecieron o declinaron y otros se reciclaron, pero el único que sigue firme, lúcido y consecuente con lo suyo es Capusotto.
Se ha propuesto una misión verdaderamente imposible que sólo él consigue de a ratos: volver a unir a dos hermanas separadas por un hondo malentendido: la angustia y la risa. Decidido a probar el estrecho parentesco entre humor y locura, transita lo absurdo, lo paradójico y hasta lo monstruoso en bocadillos, gestualidades y movimientos dictados por un delirio bien calculado, por un ojo que disecciona sin piedad pero que a la vez es ingenuo y escatológico, con sutilezas ideológicas para entendidos, que algunos nunca querrán entender.
Pero lo más prodigioso que ha conseguido Capusotto hasta ahora es lograr unir el humor con el peronismo, dos materias que parecían incompatibles y difíciles de fusionar, menos todavía utilizando como pegatina el disparate surrealista. Con Bombita Rodríguez, Pomelo, Violencia Rivas, Artaud, Micky Vainilla, Latino Solanas, el Emo y otros muñecos raros de su inagotable galería, Capusotto vuelve a poner las cosquillas en su lugar.
Fuente: La Nación
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