En el que fue un gran año para el género teatral, LNR se movió tras bambalinas para mostrar lo que nadio vio de Piaf , El fantasma de la Opera y El Joven Frankenstein , tres grandes éxitos de una cartelera que canta y baila como pocas.
Saltan como un resorte. Se habían mantenido estáticos y en silencio durante horas, pero ahora se paran ampulosamente. Aplauden. Gritan. Pagaron su entrada y se sentaron en una butaca confiando en lo que un grupo de desconocidos les podía ofrecer. Vieron a una mujer desgarrarse de dolor y soledad. Vieron a un científico loco crear un monstruo verde que baila tap. Vieron crecer a un amor febril y fantasmal. Ahora, la función terminó y ellos festejan haber vivido una experiencia trascendental. Así, con las palmas enrojecidas de tanto aplaudir, celebran haber sido parte de la magia del teatro. La magia que muestra, pero también la que oculta.
La escena se repite en varias salas porteñas y es parte de un fenómeno en la Argentina: la pasión del público por los musicales. Sin embargo, hay otro espectáculo al que el público no tiene acceso. Lo que ocurre en camarines y "entre patas" (en las salidas a escena de los actores) es otro tipo de show. Una verdadera coreografía de coordinación extrema que es tan vertiginosa como la ficción que se representa en escena. O más.
Este es el relato de lo que ocurre tras bambalinas en tres de los musicales más exitosos del año: Piaf , El joven Frankestein y El fantasma de la Opera , combinados en una única noche imaginaria. Instantáneas de un espectáculo hecho para no ser visto por nadie.
Son las 18.30 de una tarde cualquiera en la ciudad de Buenos Aires. La noche expulsa del centro porteño a miles de personas que huyen de sus lugares de trabajo.
Ajeno a la ruidosa estampida de afuera, el escenario del teatro Liceo está despojado y en penumbras. En un rincón de dos metros por uno, iluminado por una luz lánguida, Diego Lipsky le hace balbucear unos sonidos tristes a su acordeón. Al rato, Néstor Ballesteros se le suma con su teclado. Sin querer, musicalizan la llegada de una pequeña procesión de personas que entra arrastrando trastos viejos. Cuatro hombres se mueven respetuosos y extienden una escalera de cinco metros. Toquetean los focos de la parrilla de luces mientras tres asistentes hacen el preseteo de la utilería: acomodan estratégicamente en las fauces más oscuras de la trastienda botellas de whisky, cigarrillos, valijas viejas, sillas de madera y algún arma de fuego. Elementos torpes que se llenarán de plasticidad para contar, en casi dos horas, vida y obra del Gorrión de París. Piaf es el fenómeno teatral del que hace meses todos hablan. Una vez que la música de este espectáculo exquisito empiece a sonar no habrá espacio alguno para disonancias.
Elena Roger, la inesperada Piaf de Barracas, ya está en su camarín. Lleva puesta una poco glamorosa red que le sirve para domar su cabello bajo las pelucas y sostener la batería de uno de los dos micrófonos que tiene que usar (uno principal, en la cabeza, y el de emergencia, entre la ropa). Frente a ella, las cuatro pelucas que usará. En el espejo, además del reflejo de una Piaf a medio construir, algunas cartas con buenos deseos.
Las paredes de los pasillos están tapizadas por fotos en blanco y negro. Desde allí, Edith Piaf, en diferentes etapas de su corta vida, ve pasar a las asistentes que hacen equilibrio con pilas de ropa y a los actores que salen y entran de los camarines a medio vestir.
Unas sesenta pilas se recargan en quince cargadores. Llegan flores para Roger.
A cinco cuadras, Guillermo Francella protagoniza El joven Frankestein . Está encerrado en su camarín del teatro Astral. Adentro hay, por lo menos, seis personas. Francella es uno de los pocos que tiene camarín individual. Despojado. Los camarines de los teatros no tienen el glamour que la gente supone. Son, ante todo, lugares de trabajo.
Laura Oliva también tiene camarín propio. Pero mide un cuarto del tamaño de aquél. Rodeada de flores y con una concentración pasmosa, la actriz sopla una pestaña postiza y se la pone. "Con cuidado, porque si está mal puesta parecés bizca", explica.
A metros, Omar Calicchio se sienta frente al espejo para transformarse en un monstruo verde. Tardará cuarenta minutos en ponerse una cabeza de látex y desparramarse por la cara el maquillaje de dos tipos de verde, blanco y negro. Le gusta hacerlo. Es terapéutico, dice.
Con la llegada del resto del elenco los camarines se van poblando. Un ruido alegre se impone y las facturas y los mates empiezan a circular.
Francella camina los pasillos gritándole a su teléfono celular. No hay qué hacer: en esas arterias subterráneas que son los pasillos de los teatros puede haber tanta buena energía como mala señal.
En el taller de peluquería una mujer peina, a fuerza de secador y cepillo, una cabellera con ruleros apoyada en un maniquí de telgopor.
Ya hay algunas bailarinas haciendo movimientos impensados en el Opera. Llegaron tres horas antes de la función. Les gusta estar ahí, en ese pequeño rincón, con tres barras para danza, amplificado por seis espejos gigantes. Son parte de las 150 personas (40 actores, 20 músicos y 90 técnicos) que hacen cada noche El fantasma de la Opera .
Parte de ese ejército son las siete mujeres que se desviven peinando algunas de las 160 pelucas hechas de pelo natural traído de la India. Los postizos son acicalados y acomodados con cuidado de cirujano en una estantería que cubre toda una pared. Una verdadera biblioteca de pelucas, de piso a techo.
En el taller del vestuario, dos modistas revisan unas grandes carpetas que llaman "biblias". Ahí tienen el paso-a-paso para que el musical sea exactamente igual en cada rincón del planeta. Estas guías obsesivas indican desde el tipo de aplique que debe tener tal o cual vestido hasta cómo debe actuar el coordinador de producción frente a la posible impuntualidad del elenco.
Cerca del foso de la orquesta, un asistente de sonido pone a punto los 26 micrófonos inalámbricos que se van a usar en la función.
Son las 19, y en el escenario del teatro Liceo 15 personas sufren. Las piernas abiertas en una A exagerada, la cabeza para abajo y los brazos extendidos. Una coach marca el ritmo. Sin dar respiro.
-Uno, dos, tres... vamos... piso... relevé...
-Aggggggg -actúa dolor Elena Roger.
-... y al otro lado y balanceo...
-¡Vamos, no sean maricones...! -grita un bailarín. Todos se ríen. Hasta que, autoritaria y marcial, llega la voz de Edgardo Millán, el director residente.
-¿De quién es este café arriba del escenario?
-¡Ay, mío! -exagera torpeza una actriz.
La humorada no merece las carcajadas que la suceden. Pero hay que reír a cuenta. En minutos estarán poniéndole el cuerpo y el alma a un drama intenso.
En su camarín del Astral, Omar Calicchio ya le puso el cuerpo a su monstruo y lo tiene pintado de verde. Ya no está solo: lo acompañan Pablo Sultani (Igor) y Jorge Priano (Inspector Kemp y Ermitaño). Forman un trío particular. Tres tipos con problemas, dice Calicchio. "Yo soy un monstruo verde; éste (por Sultani) es un jorobado y este otro (por Priano) tiene una pata de palo." El trío se ríe.
Mientras Calicchio se calza el caluroso cuerpo de gomaespuma de su monstruo, un hombre cepilla la cola de un caballo de utilería. Y en la sala de al lado, un sonidista cubre las fuentes de los micrófonos con preservativos para que no los afecte la humedad.
Vestido con una bata con símbolos orientales, y de verde, Calicchio sale a recorrer los camarines. Está chocho. Le arreglaron su peluca de monstruo y puede lucir una cabellera inmaculada. Le dicen que se parece a Zulma Lobato. Y se parece.
Laura Oliva es la primera que enfila hacia el escenario para la prueba de sonido. Le sigue ordenadamente el resto del elenco. Todos desfilan por el pasillo acomodando el micrófono que llevan en la frente (para resaltar los agudos) o detrás de las orejas (para los graves).
Frente a una sala vacía, unas 19 personas vocalizan acompañadas por un teclado.
En el Opera todos saben cuál es el camarín más divertido y van pasando, con excusas o sin ellas, por ahí. Walter Canella (Monsieur André), Ricardo Bangueses (Monsieur Firmin) y Santiago Sirur (Piangi) ofician de anfitriones mientras ensayan su canto. Un mozo toma el pedido de delivery para la cena (los sábados, los actores comen en los camarines entre una función y otra) y una jefa de maquillaje se asegura de que nadie se haya hecho ni una línea de más de lo que marca "la biblia".
En el camarín de Carlos Vittori (el fantasma) todo es silencio. El hombre, vestido con una bata azul de entre casa y con las botas de cuero que usa su criatura, está ensimismado. No es para menos. Tiene muchas cosas en su cabeza: una calva artificial, una prótesis con una deformación, una peluca de pocos pelos y otra estilo Valentino. Le toma dos horas y media ponerse todo eso correctamente. Ahora es el momento en que Vittori baja las luces y vocaliza solo en su camarín. Para él, los nervios quedaron en el ensayo. Ahora es todo concentración, respeto y cuidado.
En un pasillo, los 25 kilos de pollera del personaje de Carlotta aguardan a que empiece la función para lucirse. Mirta Arrúa Lichi es la que tiene que soportar ese peso mientras baila, canta y actúa. Dice, con todo el convencimiento, que la pollera tiene vida propia: "Tardé tres días en domarla".
Treinta minutos. Un asistente recorre los pasillos del Liceo vociferando cuánto falta para salir a escena. Nadie le presta demasiada atención. Se oye un coro espasmódico, desordenado. Cada actor canta su propia melodía.
Quince minutos. En el Astral los altoparlantes anuncian que faltan quince minutos. El público ya está ubicado. Mientras todo el elenco está entre patas, Francella se queda solo en el pasillo. Firme, con su peluca rubia y su guardapolvo de científico loco. Toma envión y avanza hacia el escenario. "Uhhhhhhhhh", grita y sarandea de un lado al otro la cabeza.
"Actores, por favor a escena", gritan los parlantes de camarines del teatro Opera. El bajo escenario se llena de gente vestida con ropa del 1800 y desde la sala se oye el anuncio para que el público apague sus teléfonos celulares. La orquesta dispara la obertura.
Piaf , El joven Frankestein y El fantasma de la Opera salen a escena.
Piaf se cae. Se acaba de desmayar. Un cortinado rojo se derrumba furiosamente. Los actores corren. Gritan. Actúan una angustia que uno cree aun viendo los hilos de la marioneta. De repente, teatralmente, mágicamente, todo se calma.
En el escenario del Astral el pueblo de Transilvania canta feliz. Detrás, los utileros se apelotonan cuando arrastran paredes de madera para sacarlas de la vista del público.
El Fantasma atenta contra la vida de Carlotta en el Opera. Tras bambalinas, un actor con traje de luchador romano y bata azul ensaya pasos de ballet.
Sumergida en un haz de luz, Elena Roger (¿o es Piaf?) canta mirando al público. A unos metros, separada por una pared que simula solidez, pero que en realidad es de madera, una asistente ayuda a un actor a cambiarse. Lo hace casi a oscuras, bajo la lechosa iluminación de una lamparita azul. La chica tiene un sombrero de militar nazi en la cabeza, unos pantalones colgando de un brazo y una chaqueta del otro. Con destreza suprema, la ropa que el actor llevaba puesta termina en manos de la asistente y la que la chica llevaba en brazos va siendo impecablemente vestida por el actor. El único sonido que se oye, amortiguado, es el de los velcros que se abren.
En el teatro Opera, Mirta Arrúa Lichi sufre una transformación similar. Seis personas la asisten para cambiarse completamente, en 43 segundos, detrás del decorado. Es un ballet aceitado en el que nadie comete ni un error. Elenco y asistentes tuvieron ensayos específicos para cronometrar, en tiempo récord, estos cambios.
Francella, Oliva y Sultani hacen de las suyas en el castillo de Frankestein. Como en un tetris enloquecido, esquivan las paredes de madera que suben y bajan. Una vestuarista ayuda a un actor a cambiarse y revolea lo que le va sacando a un canasto de plástico. Entre patas, dos de los diez técnicos que se mueven a oscuras cantan y bailan lo mismo que canta y baila Francella en escena. Desde un monitor en blanco y negro, un primer plano del director de la orquesta marca el ritmo. Un asistente baja la escalera llevando la ropa descartada. Otro sube con un frasco lleno de cerebros de utilería.
Mientras Roger sale de escena y se cambia, en diez segundos, para volver a entrar al escenario del Liceo, detrás de escena Calicchio aparece atado por dos anchos cinturones de cuero en el Astral. "Entro como una hora después", se queja y se ríe. En el Opera, dos asistentes vuelcan 300 kilos de hielo seco triturado en seis máquinas que parecen lavarropas gigantes. En el escenario, el humo forma el lago por el que el fantasma lleva a Christine. En el bajo escenario el humo se filtra por los techos y forma tres o cuarto chimeneas invertidas.
Mientras Francella y Oliva salen de escena tentados por un tropezón y se apuran a cambiarse, un actor de Piaf trata de clavar con su zapato una silla que inmediatamente después debe entrar con él a escena y Walter Canella baja del escenario del Opera representando un improvisado número para sus compañeros. Esta vez, Wally cabalga un caballo imaginario disparando tiros a retaguardia. Dicen que nunca, en 118 funciones, repitió su particular show.
En las tres salas otra función terminó. Desde ese espacio inundado de luz que es el escenario, o desde la silenciosa tierra de sombras que es su trastienda, un grupo de personas logró que la magia se produzca otra vez.
Como un resorte. La gente que se había mantenido estática y en silencio durante horas se para ampulosamente. Aplauden. Gritan. Agradecen por el espectáculo que vieron y, sin saberlo, por ese que se les ocultó.
Por Leonardo Blanco
leonardo.sebastian.blanco@gmail.com
Cancán francés y burbujeante
"Mágico, sí, el Moulin Rouge es mágico", dice Maikel Brown, el bailarín cubano que mide más de los 1,75 reglamentarios y que desde hace seis años trabaja para la mítica compañía, la misma que se presentó en la Argentina con A touch of Moulin Rouge by Mumm , en una única función que desplegó sobre el escenario del teatro Astral el espíritu del french cancan .
Fundado en 1889 en una tierra que era de artistas, prostitutas, saltimbanquis y marginales, el emblemático molino rojo al pie del Montmartre continúa siendo un símbolo de las noches parisinas.
Desde la imagen que inmortalizó Henri de Toulouse-Lautrec hasta la inolvidable incursión de Nicole Kidman y Ewan MacGregor en el musical de Baz Luhrmann, el Moulin Rouge atrae a los turistas más disímiles -cada año se acercan más de 600 mil espectadores-, que buscan empaparse de la "magia de los barrios bajos".
"El revuelo de las faldas azules, blancas y rojas al ritmo del cancán enloquece al público -reconoce Fanny Rabasse, la encargada de relaciones públicas-. Lo que se ofrece todas las noches en el escenario es una mezcla de tradición y glamour francés; de alguna manera se busca revivir aquel espíritu libre y rebelde."
Varios son los desafíos que la compañía afronta cada vez que sube un nuevo espectáculo. "Son 120 años de historia y la magia debe mantenerse intacta. Por eso hay más de 400 personas trabajando en cada detalle -asegura Rabasse-; nada queda librado al azar. Cada estreno se mantiene en cartel durante diez años, y el costo aproximado es de 10 millones de euros. Nuestro desafío es encontrar la perfección, una obra que dé cuenta del espíritu del Moulin Rouge."
El éxito de Féerie, la revista que se presenta desde el 23 de diciembre de 1999, con coreografías de Bill Goodson y cien artistas en escena, entre ellos 60 Doriss girls, obligó a la compañía a que continúe en cartel hasta 2012. Más de mil trajes repletos de plumas, lentejuelas, bijouterie, y 800 pares de zapatos, se pasean por las tablas en la puesta, que incluye gran despliegue y animales en vivo, entre ellos, caballos enanos argentinos y cinco pitones.
Para saber más: www.moulinrouge.fr
Por Fabiana Scherer
Fuente: La Nación
No hay comentarios:
Publicar un comentario