martes, 1 de diciembre de 2009

De cómo el cine se perfeccionó en el arte del rompan todo

EL ESTRENO DE 2012 REINSTALA AL FIN DEL MUNDO COMO TEMA

Con las nuevas tecnologías digitales, el cine de Hollywood rompe cosas cada vez más grandes. En el film que llega el jueves se pulveriza Los Ángeles, el Vaticano y hasta el Cristo Redentor de Río. Sálvese quien pueda.

Por Leonardo M. D´ Espósito

En otros tiempos, los directores de cine se especializaban en géneros precisos: Hitchcock hacía films de suspenso; Ford hacía westerns; Minnelli, musicales y melodramas; Disney, dibujos animados. Hoy hay directores especialistas no en géneros, sino en alguna historia puntual que cuentan una y otra vez. Esto no implica que sean buenos o malos. Pero en un mundo fascinado con la posibilidad de que mañana mismo la Tierra deje de existir y ya no tengamos que preocuparnos por el vencimiento de Autónomos, era lógico que existieran films apocalípticos, donde la broma consiste en romper cosas cada vez más grandes. El mundo del alemán Roland Emmerich, que en Día de la independencia, Godzilla, El día después de mañana y el estreno del próximo jueves, 2012, viene declinando a lo bestia las posibilidades de que todo –pero todo todo– vuele por los aires.

¿Vivimos tiempos nihilistas? Es posible. También es posible que el desarrollo infinito de los efectos especiales y de las capacidades de cálculo de las computadoras made in Hollywood, al hacer que cualquier cosa que imaginemos pueda llevarse a las pantallas, permita desarrollar con cada vez mayor precisión los cataclismos más espectaculares. ¿Quién se resiste a ver cómo se viene abajo un edificio, cómo revienta un volcán o cómo una ola gigante se traga Manhattan, sin ir más lejos? Son cosas extraordinarias, gigantescas, dignas de la pantalla enorme. Pero antes los apocalipsis eran de otro tipo, más humanos y lóbregos a menos que algún bicho gigante o un extraterrestre venido de un envidioso planeta decidiera que tenía que reventarnos.

LA CIENCIA, EL PRIMER MONSTRUO. Ahí empieza la cuestión: desde 1945, cuando las bombas atómicas arrasaron Hiroshima y Nagasaki, la posibilidad de una hecatombe física que aniquilara todo vestigio de vida dejó de ser una hipótesis para transformarse en una realidad postergada. Las aberraciones de la ciencia estaban a la orden del día, todas puntualmente producidas por la estupidez y la necedad. Así sucede en El monstruo que vino del mar (Robert Gordon, 1955), Godzilla (Ishiro Honda, 1954) y otras lindezas. Por lo general eran estos agentes externos los que, a pura torpeza –mire si Godzilla va a entender lo que es un semáforo, o que esa cosa donde se rasca la espalda es un edificio lleno de gente– y siguiendo la enseñanza del viejo King Kong (Ernest Schoesdak y Merian C. Cooper, 1933) reventaban nuestro espacio. A veces también pasaba que los destrozones venían del espacio exterior, como en la clásica versión de Byron Haskin de La guerra de los mundos (1953) o La invasión de los platos voladores (Fred Sears, 1956). Esta última es muy importante: es la primera donde sitios que representan de manera muy icónica un lugar son destruidos literalmente: el Monumento a Washington y el Capitolio, precisamente en la capital de Estados Unidos.

A medida que los efectos especiales crecieron, la posibilidad de mostrar cómo se pulveriza un lugar bien conocido se hizo cada vez mayor, y nació un nuevo tipo de terror: el de que el mundo tal cual lo conocemos puede colapsar y el chino de la esquina mañana puede ser un cráter. Esto no era posible antes, porque para que la destrucción de una ciudad como Nueva York sea creíble, la fotografía del lugar tiene que ser perfecta: un pequeño dejo de cartulina en la silueta del Empire State y más que horror tenemos escarnio. Además, las invasiones marcianas de los cincuenta eran metáforas del Peligro Rojo; los films sobre las posibilidades de guerra nuclear (Límite de seguridad, de Sidney Lumet, o Dr. Insólito, de Stanley Kubrick, ambos de 1964 y demasiado parecidos para el azar) eran más bien serios. En cambio, las películas sobre destrucción realista y tremebunda actuales son especulaciones sobre hipótesis científicas reales, no ya metáforas políticas. Están diciendo, de manera literal, que la irresponsabilidad en el manejo de los recursos naturales ha transformado el planeta en una trampa mortal. Está bien, ahí está Día de la independencia, donde los marcianos vienen porque son malos y punto. Pero allí la única “mirada política” era contra Bill Clinton y a favor de los republicanos: el mundo vive unido y se salva gracias a los Estados Unidos y la obsoleta tecnología telegráfica. Sin dudas, el film mostraba a Nueva York, Washington y Los Ángeles hechas puré para explicar un sacrificio a través del cual se conseguía luego el conocimiento (americano) que permitía al mundo salvarse del aniquilamiento.

CIUDADES HECHAS PURÉ. Después de aquel film de 1996, las ciudades deshechas comenzaron a formar parte del paisaje, al punto de que se puede establecer una estadística de las que mayor cantidad de veces quedaron reducidas a polvo. Nueva York es víctima favorita, porque el fin del mundo tiene la costumbre de ensañarse primero con Manhattan. El segundo puesto es controvertido: ¿Tokio, París o Los Ángeles? La primera suele ser pisoteada, se dijo, por lagartos tamaño baño, polillas alimentadas a Raid y otros animalitos, cuando no robots gigantes que deberían considerarse fauna autóctona. La segunda, y esto es capital, nunca es destruida por manos francesas (sólo en un film de ciencia ficción de Cédric Klapisch, Peût-être, de 1999, aparece convertida en desierto), sino por estadounidenses envidiosos (ver el gran gag al respecto entre Jack Nicholson y Barbet Schroeder en la incomprendida ¡Marcianos al ataque!, de Tim Burton, estrenada poquísimo después de Día de la independencia). Los Ángeles es un clásico: al cine americano, cuando le pica el bichito del cinismo, le da por flagelar a Hollywood y reírse del cartelón. Y Washington también porque, después de todo, es la sede del gobierno del país más poderoso del mundo. Lo más divertido de estas películas es ver, por ejemplo, cómo estalla en millones de pedazos algo que conocemos bien. El Empire State, el Puente de Brooklyn o la más desgraciada de las construcciones monumentales, la malhadada Torre Eiffel, que compite con la Estatua de la Libertad por el premio a Monumento Más Hecho Bolsa del cine.

DEL 11/9 AL CUIDADO DEL PLANETA. De hecho, uno de los efectos de todas estas películas consistió en un comentario repetido el 11 de septiembre de 2001. Casi todos los periodistas comparaban la caída de las Torres Gemelas con esta clase de films. Como si las imágenes hubieran sido de algún modo proféticas. Sin embargo, y extrañamente, la tragedia real, en lugar de frenar la tendencia a la demolición universal, la terminó confirmando, con cambios iconográficos. En efecto: para cuando Steven Spielberg rodó Guerra de los mundos (2005), el imaginario lleno de cuerpos muertos, polvo retorcido cubriendo sobrevivientes, miedo acicateando corridas mientras las cosas se destruyen detrás de las personas, era demasiado poderoso para que no contaminara el film, que hace uso intensivo de la nueva iconografía del horror. Los invasores, que siempre fueron un atractivo carnavalesco de estas películas por su extrañeza, pasaron a ser lejanos, casi invisibles, presentes por su ominoso sonido y por las consecuencias de sus actos. El film de destrucciones espectaculares que casi nunca esquivaba la comedia se había transformado en miedo puro, en horror puro (no por nada, ese mismo año Spielberg dirigiría Munich, thriller político que termina con un plano tremendo de las Torres Gemelas, casi como profecía).

Hoy el gran enemigo es el cambio climático. De allí que las últimas excusas de Roland Emmerich provengan de que el planeta se cansó, primero, de los grandes industriales (El día después de mañana condena básicamente al Hemisferio Norte, que termina condonando la deuda externa del Sur a cambio de refugio) y después decididamente de todos y cada uno de nosotros. En 2012, un incremento en la temperatura del núcleo de la Tierra por un bombardeo de neutrinos (tranquilos, entre los científicos se preguntan si alguien vio un neutrino alguna vez, más allá de lo que haya predicho Wofgang Pauli y algunos experimentos a confirmar) hace que, bueno, se venga el fin del mundo, y los gobiernos del G-8 deciden salvar a 400 mil personas estratégicamente elegidas. Pero el gran atractivo de esta fábula que tiene mucho para ser discutida políticamente (aunque Emmerich no se lo propone, sus films terminan prestándose para la discusión y/o la pelea lisa y llana) es que destruye todo el mundo. Se vienen abajo las tradicionales ciudades con destino de escombro como Los Ángeles y París, pero también –en una secuencia deliciosamente atea– el Vaticano y el Cristo Redentor de Río de Janeiro. El “rompan todo”, especialidad de la casa, está llevado al grado extremo. Y se impone el suspenso de dónde ir cuando no hay dónde ir. Es que lo extraordinario del fin del mundo es que nunca ocurrió. Y si ocurre, no va a quedar nadie para disfrutarlo pochoclo en mano.

Top 5 de ciudades más destruidas

1. NUEVA YORK. Una de las más abatidas en la historia del cine: en Independence Day (1996), un rayo alienígena pulveriza el Empire State. En Deep Impact (1998) una ola arrasa la Manhattan y en Armageddon desaparece del mapa. Godzilla la golpea con fuerza y se congela entera en El día después de mañana (2004). El monstruo de Cloverfield (2008) le da el golpe de gracia.

2. PARÍS. Es destruida por un meteorito en Armageddon y en G.I. Joe los terroristas de Cobra hacen caer la Torre Eiffel con un misil de nanopartículas.

3. WASHINGTON. La Casa Blanca es vaporizada en El día de la independencia.

4. LOS ÁNGELES. Es golpeada en impacto profundo, desaparece en El día después de mañana y es achicharrada por la lava en Volcano en 1997.

5. TOKIO. Además de ser víctima en innumerables ocasiones de Godzilla y Mothra, la capital nipona y el resto del archipiélago sufren de cataclismos en El hundimiento del Japón (1973).

John Cusack y las profecías mayas

En 2012, John Cusack es Jackson Curtis, un escritor que se obsesiona tanto con su trabajo que pierde a su mujer y a sus hijos en un divorcio. Según contó en la conferencia de prensa de lanzamiento de film, el perfil de este personaje le hizo aceptar el desafío.“El guión era buenísimo, y me eligió a mí. Realmente estaba bien escrito y con giros sorprendentes. No me parece una película de cine catástrofe. Y parte del atractivo era intentar algo nuevo para mí”.

Según Cusack, 2012 también puede ser vista como una historia sobre emociones humanas básicas: el amor, la redención, el deseo de sobrevivir y proteger a la familia. “Uno se engancha en el drama familiar. Roland (Emmerich) quería contar esa historia con tanto detalle como el resto de las cosas asombrosas que ocurren, porque cuando el mundo se enfrente al peor desastre, el instinto de mi pesonaje es salvar a su familia”.

–¿Cómo es trabajar con Emmerich?

–Lo increíble es que en su guión estaban todas estas historias humanas, pero hace cosas que nunca vi en el cine, con una escala descomunal. Me preguntaba si iba a tener tiempo para los actores, y sí lo tuvo, con gran detalle y dedicación.

–¿Se acabará el mundo en 2012?

–No. Pero quizá se produzca un cambio en las conciencias para evitar que se acabe el mundo. Hay mucha gente obsesionada con las profecías mayas, mucha fascinación con el tema. A mí me pasó algo parecido cuando leí por primera vez sobre Nostradamus, no importa si uno cree o descree.

Fuente: Crítica

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