TEATRO › ALFREDO ALCON Y LA SINGULAR RESONANCIA DE REY LEAR EN LOS TIEMPOS ACTUALES
El actor se resiste a descansar en su conocimiento del texto y relee la obra de Shakespeare todos los días: “Al tratar de entender al personaje es posible entender al otro y trascender como un actor que quiere ver más allá de su ombligo”.
Por Hilda Cabrera
¿Por qué no creerle a Alfredo Alcón que en época de funciones lee todos los días la obra que interpreta? Esto que puede parecer una exageración es una costumbre en este artista: “Suponer que uno conoce todo de su personaje y no volver sobre él es una limitación de la mente”, sostiene. “Es como decir ‘vi la Capilla Sixtina de Miguel Angel’ y creer que eso es suficiente. La vi, sí, pero con aquel espacio de la mirada que la enfocó en aquel momento.” Dialogar con Alcón es jugar con palabras y conceptos, y de un modo natural. Las respuestas llegan rápidas y con variaciones, por esa característica suya de instalar diálogos interiores, apasionados y fugaces. “Cada actor le encuentra un latido distinto a Rey Lear, porque es de las obras que se escriben mañana”, resume.
–¿Cuál es hoy su descubrimiento después de interpretar a Lear con el elenco del Centro Dramático Nacional de España?
–No pienso ahora en lo que hice en ese montaje de Gerardo Vera. Cada estreno es un ejercicio nuevo. Me gusta decir que es “un ejercicio de humillación” cuando se trata de grandes autores. Busco “la respiración del texto” y siento que una misma obra se puede hacer de muy diferentes maneras. Le escapo a la inmovilidad, a la que uno tiende cuando no percibe que los libros están vivos. Trato de merecer esa vitalidad que prodigan aunque sepa que nunca llegaré a esa altura.
–¿Por qué esta obra que empieza como un cuento acaba en tragedia?
–Lear quiere escuchar elogios y no verdades y es injusto con Cordelia. Esto no podía terminar bien. Quiere ser el centro del corazón de sus hijas, como nosotros queremos ser el centro de las personas que amamos. Nos cuesta aceptar que nuestros seres queridos sientan afecto por otros. Uno oculta sentimientos, por vergüenza o porque niega que es una persona insegura. ¿Quién no busca a alguien que lo sostenga en los malos momentos? Lear es un rey, pero podría ser cada uno de los espectadores, o un señor empleado de banco que un día reúne a sus hijas y les dice que les dejará sus bienes si ellas prometen cuidarlo en su vejez. Pensemos que Lear no es un mal hombre, aunque se diga que de joven tenía un carácter arrebatado, “que se iba de sí”. Acepta la mentira de sus hijas Regan y Goneril porque es lo que necesita escuchar en ese tramo final de su vida.
–¿Esas mentiras desencadenan la tragedia?
–La tragedia aparece cuando Cordelia dice su verdad, que lo quiere y respeta porque es su padre, pero no lo adula. Las hermanas mienten todo lo que pueden y le dicen cosas como “te queremos más que a nada en el mundo”. Uno de los grandes temas de la obra es que el amor no basta: el rey y su hija menor Cordelia se quieren, pero se hacen daño.
–Esto impresiona como algo doméstico...
–Cuando ensayábamos Ricardo III, de Shakespeare, que dirigió Agustín Alezzo, me preguntaba cómo podría entender a este personaje tan ambicioso y cruel. Entonces una amiga me acercó un escrito de Sigmund Freud sobre Ricardo III y encontré una manera de entrar en este personaje tan poco favorecido por la naturaleza y con ganas de vengarse de todos. ¿Quién no sintió alguna vez que había sido poco o nada favorecido por la naturaleza o la fortuna, y quién después de pelear con la persona amada no miró con odio a una pareja que se besaba?
–¿Quiere decir que todos somos un poco Ricardo III, que estar más cerca o más lejos pasa por dominar las emociones? Lear no las domina y va camino a la locura...
–Tampoco nosotros somos ajenos a la locura, y esto crea un puente con el espectador, que no ve a Lear como un padre raro ni a sus hijas muy diferentes de las que se pelean por el departamentito que esperan heredar del padre, que por ser viejo es molesto. Este rey podría llamarse Juan Pérez. La grandeza de esta obra –que ha permanecido viva durante cuatrocientos años– reside en esas cercanías. Aquellos que no lo entienden así son los que tratan de lavarse las manos respecto de su persona.
–¿Imaginar esa conexión del personaje con la vida de todos los días supone una mejor comunicación con el público?
–Al tratar de entender al personaje es posible entender al otro y trascender como un actor que quiere ver más allá de su ombligo.
–¿Qué alcance tiene hoy una frase dicha en la obra –y citada a menudo– referida a un loco conduciendo a un ciego?
–La obra empieza con un eclipse de sol. La naturaleza se ha sublevado y se producen tormentas y fuertes desequilibrios, como ahora, en nuestra época. Por qué entonces un loco no va a conducir a un ciego. Gloucester cree que ese desequilibrio se está produciendo también en los humanos. Todo se sale de su cauce. El rey deshereda a la hija que realmente lo ama, que no le miente ni exagera su afecto, y los jóvenes esperan que los viejos mueran para apoderarse de sus bienes.
–Gloucester (consejero del reino) lo experimenta en carne propia porque la historia con sus hijos es semejante a la de Lear y sus tres hijas. ¿Se espera que algo cambie?
–En su hijo Edgar (el desterrado) hay un atisbo de querer vivir de otra manera, pero es una instancia sin forma, porque Shakespeare no nos va a decir que hay que tener fe.
–¿Prefiere insistir en la fragilidad?
–Ese es otro gran tema en Shakespeare: si uno tuviera conciencia de que va a morir sería tal vez mejor persona. Arthur Miller escribió que las sociedades que no hablan de la muerte no hablan de la vida. El matemático y filósofo Blaise Pascal tenía una calavera sobre su escritorio, y eso no lo ponía triste. Era una forma de mostrar respeto por el milagro de sentirse vivo.
–¿Como los artistas españoles del Barroco, que pintaban una calavera sobre el escritorio del noble?
–Eso para recordarle que también él moriría y debía ser generoso. El pensamiento de la muerte nos coloca ante un destino, que es nuestro porque no somos eternos. En su novela Todos los hombres son mortales, Simone de Beauvoir habla de la relación de una mujer con un personaje inmortal (Raymond Fosca). Si él revelara a la mujer su inmortalidad, ella no lo seguiría queriendo, porque se estaría preguntando qué le está dando. La mujer le entrega su tiempo en la vida, que es precioso porque es único y volátil. En cambio el inmortal no tiene un tiempo semejante. No le da nada. Alguna gente tiene conciencia de estas cosas. Uno dice hasta mañana y piensa “¿habrá un mañana?”.
–¿Lo perturba esa conciencia del acto único y tal vez último?
–Se puede salir de eso inventando la alegría. Me encanta recordar el mito de Sísifo, al que no todos le dan el mismo significado. Yo prefiero el cuento de que los dioses lo condenaron a subir una piedra pesada hasta lo alto de una montaña y que, cuando lograba llevarla a la cima, la piedra caía. Sísifo debía cumplir ese castigo por toda la eternidad. Entonces pensó qué hacer para jorobar a los dioses e inventó la alegría. En este cuento los dioses palidecieron. Nosotros no somos figuras míticas pero hacemos algo parecido. Sabemos que añitos más añitos menos todos vamos a morir, pero inventamos el humor y la esperanza, los elementos más heroicos con los que cuenta el humano.
–¿Ese humor está en Rey Lear?
–Está el humor rompiendo escenas de gran emoción, como el final de muerte de este Lear desesperado que lleva en sus brazos a Cordelia, asesinada. Lear, con el corazón roto de dolor, pide a un ser imaginario que le desabroche un botón de su vestidura, y le da las gracias. Esto que puede parecer cursi nos desconcierta. Shakespeare –el que sea, uno o varios– asombra. Hay autores muy buenos pero son “repipís”: quieren mostrar que son siempre profundos. Olvidan que en el momento más romántico les puede hacer ruido la barriga. La gente se engancha con Shakespeare porque cuenta miserias y grandezas, a veces de forma muy cómica.
–¿Es una fábula moral?
Fuente: Página 12
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