Rey Lear . De William Shakespeare . Versión: Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher. Intérpretes: Alfredo Alcón, Joaquín Furriel, Juan Gil Navarro, Roberto Carnaghi, Roberto Castro, Horacio Peña, Carlos Bermejo, Mónica Santibáñez, Ricardo Merkin, Paula Canals, Julián Vilar, María Zambelli, Luciano Linardi, Paul Match y Eduardo Peralta. Escenografía, proyecciones lumínicas y vestuario: Jorge Ferrari. Iluminación: Gonzalo Córdova. Música original y diseño sonoro: Bárbara Togander. Stage manager y asistente de dirección: Nicolás Balcone. Producción: Pablo Kompel y Adrián Suar. Dirección: Rubén Szuchmacher. En el Apolo. Duración: 120 minutos.
Nuestra opinión: muy buena
Brevísima, aguda, la música de Bárbara Togander introduce de un empujón al espectador en el mismo momento en que el rey Lear hace su reparto de dotes entre sus tres hijas. Así, sin preámbulos, con hálito gélido, pero potente. Y el timonel de ese barco que ya se mete en una tormenta a minutos de haber zarpado es Alfredo Alcón, quien lleva la acción a un crescendo que atrapa con garras.
Después, todo estará regido por la palabra de Shakespeare, en una adaptación de Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher con permisos lingüísticos que no desentonan. A esta altura no tiene sentido contar la historia, pero sí recordar que el dibujo del ser humano que hace el dramaturgo isabelino es tan acorde y exacto como pavoroso y sarcástico. Estos personajes nada maniqueístas se pudren, resisten o sobreviven en el infierno. Llegan al límite, aunque haya que sangrar mucho en el camino.
La puesta de Rubén Szuchmacher es ascética, creativa y muy personal. Uno siente mirar la acción como por el ojo de una cerradura, a pesar de la fuerza que contiene el hecho vivo. El director se preocupó por lograr un buen ensamble en el elenco y en delinear muy bien las aristas de cada uno de los personajes, hasta los más pequeños. Eso da como resultado momentos que se disfrutan desde lo que se dice hasta lo que sucede. ¿Qué puede atentar contra ese "suceder"? Unas pocas actuaciones que aún no les han encontrado el alma a sus criaturas, y algunas escenas de lucha extrañas a las que todavía les falta ensayo. La resolución escénica tiene una continuidad que no apela al apagón, y eso es efectivo en toda la obra, salvo en los momentos resaltados.
A su vez, Szuchmacher apostó a la fuerza de la imagen. Para eso cuenta con una exacta sociedad entre dos impecables creativos: Jorge Ferrari, en la escenografía y el vestuario, y Gonzalo Córdova, en las luces. La concepción escénica es en negro y gris, con un vestuario impersonal, de sugerencias múltiples y gran creatividad. El artilugio escenográfico consta sólo de cinco bancos de metal, dos delgadas columnas que irrumpen cada tanto y dos paneles corredizos sobre los que se cruzan proyecciones lumínicas, que también invaden el foro. El diseño penetra lentamente el hecho dramático y tiene, por momentos, carácter de instalación.
La materia física de Alcón parece estar conformada de teatro puro. Se incorpora en Lear y lo ama, por eso transmite una intensidad que, por momentos, estremece. Degusta cada palabra y enviste de dramaticidad cada segundo en el que palabra, postura o significado tienen lugar. El avance de la locura de Lear y su peso despiertan múltiples sensaciones, con gotas de humor que lo hacen adorable. A su vez, en su trabajo se nota una buena conducción del director.
Por su parte, entre otras buenas actuaciones, merecen destacarse los trabajos de Juan Gil Navarro, quien saborea en cuerpo, voz y alma el cinismo de su Edmund; la bravura que ese gran actor que es Horacio Peña impone con su pequeño cuerpo a Kent; la profundidad que Mónica Santibáñez le presta a Goneril; el aporte sardónico de Roberto Castro; el conocimiento profundo que Roberto Carnaghi tiene de su Gloucester (ya lo encarnó hace algunos años en el Teatro San Martín), y la interesante composición que Joaquín Furriel hace de Edgar-Tom.
Pablo Gorlero
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