La Sinfónica Nacional se ensambló a la perfección con el grupo vocal francés Soli-Tutti para la obra compuesta entre 1968 y 1969. Atmosphères, de György Ligeti, y The Four Sections, de Steve Reich, completaron el programa sin tanto espíritu.
Por Diego Fischerman
Hay obras que portan, además de a sí mismas, a su historia, o a su valor simbólico. La Sinfonía de Luciano Berio, escrita entre 1968 y 1969, es una de ellas. Su sola mención implica la idea de contemporaneidad y, a cuarenta años de su estreno, esa capacidad es tan fuerte como siempre. Podrá pensarse que ésos eran tiempos modernos y lo serán hasta la eternidad. Que, en muchos aspectos, en esos años se llegó mucho más lejos que lo que ahora nadie se atrevería ni a pensar. Que no sólo Berio sino Los Beatles, Miles Davis, Jimi Hendrix, Caetano Veloso, Pink Floyd o, en la lejana Buenos Aires, Almendra, desde distintos lugares y con perspectivas diferentes, pensaron al sonido como una materia maleable, viva. Pero lo cierto es que la Sinfonía, que volvió a escucharse en esta ciudad, frente a un público tan numeroso como entusiasta, con su entronización del collage como principio constructivo, pero, sobre todo, con su prodigiosa y seductora construcción sonora, asombró y fascinó como si se tratara de una obra nueva.
En 1973 fue el Mozarteum el que propició el estreno de la obra, con sus destinatarios originales, los Swingle Singers, como intérpretes de las partes vocales (el célebre sonidista Carlos Melero suele contar que amplificarlos en ese concierto fue su primer trabajo profesional). Esta vez, el notable grupo vocal francés Soli-Tutti estuvo a la altura de los antecedentes. La laberíntica superposición de citas, desde las más eruditas (Finnegans Wake de Joyce, The Unnamable de Be-ckett, Lo crudo y lo cocido de Lévi-Strauss) hasta las más profanas (lecciones de solfeo, pintadas callejeras) tuvo, en sus voces, un instrumento perfecto. Las citas, por otra parte, no son sólo textuales. En la música aparecen Berlioz, Beethoven, Debussy, Wagner y Boulez, entre muchísimos otros, y el recurso se concentra y llega al paroxismo en el cuarto movimiento, cuyo esqueleto es el cuarto movimiento de la Sinfonía No. 2 de Gustav Ma-hler, que aquí es superpuesto a una infinidad de otros sonidos. Ya la palabra “sinfonía” explicita un grado de tensión con este concepto y podría pensarse que sólo el ’68 podía producir una obra en que tal complejidad formal y tal multiplicidad de artificios sonara con tal naturalidad y fluidez.
La Sinfónica Nacional, dirigida magistralmente por Alejo Pérez, construyó una versión de gran claridad, expresiva y ajustada. La empatía con el octeto de voces amplificadas (a las que no les habría venido mal un poco más de amplificación) fue permanente y, más allá de la sequedad de la acústica de la sala Martín Coronado, la interpretación logró una potencia y una musicalidad inusuales. El concierto inaugural del ciclo de música contemporánea del San Martín había comenzado con otro clásico del siglo pasado, Atmosphères, compuesta por György Ligeti en 1961. “En el comienzo de 1957, me mudé de Viena a Colonia y allí, en los estudios de la Radio de Alemania occidental, estudié las técnicas de la música electrónica –contaba el autor, acerca de la génesis de esta obra–. Mi maestro fue Gottfried Michael Koenig. Y también estudié mucho con Sto-ckhausen, pasé seis meses como su invitado y lo vi terminar Gruppen, una de sus piezas más importantes. Después de trabajar en el estudio durante dos años, volví a las piezas instrumentales... Atmosphères está basada en texturas micropolifónicas de una manera radical. La obra no tiene absolutamente ningún motivo rítmico ni melódico. Su forma consiste exclusivamente en transformaciones de color y dinámica.”
Composición impensable sin la experiencia de la electrónica, Atmosphères es una de las obras en que, de una manera más explícita, la orquestación (el timbre, las texturas) que en el pasado se había considerado casi un aditamente a la música (la palabra “arreglo” en el ámbito de la música popular, es una rémora de ese concepto) se convierte en el único principio. La obra no tiene ninguna posibilidad de existir sin ella. No admite la transcripción. Allí, en particular en la dificultad para lograr unidad en esos mínimos contrapuntos que con un movimiento casi continuo generan una cierta sensación estática, fue notoria la falta de familiaridad de la orquesta con cierto tipo de materiales.
Fuente: Página 12
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