Ricardo Arauz, director de la Sala Gargantúa
Uno entre seis hermanos, de origen humilde, supo temprano que el teatro era lo suyo. Desde 1999 conduce un espacio alejado del circuito comercial donde ahora compone, junto a Carlos Belloso, una dupla creativa diferente.
Leni González
En 1999, a metros de Jorge Newbery y Córdoba, en la zona de Colegiales que la productora Pol-ka expulsó del anonimato barrial, abrió Gargantúa. Desde afuera parece apenas un café, que lo es, pero además es una sala, una escuela de teatro y una historia. En ese lugar debutó Julio Sosa, en 1949, cuando se llamaba Bar Los Andes; después fue una ferretería hasta que sus duendes quedaron arrumbados en un galpón olvidado. Pero el actor, docente y director Ricardo Arauz los revivió, dando a esas paredes la forma de su sueño. “Junto a mi mujer (la guionista Nora Acrich) lo compramos en el 97 y lo fuimos reformando, sin un peso. Inauguramos dos años más tarde con Crimen y castigo, con Alex Benn y Alejandra Darín, la primera obra grande que dirigí”, cuenta el hombre de 57 años, canoso, sencillo, intenso bajo su timidez. Dice que está nervioso, que es la primera vez que da un reportaje: “El teatro es mi pasión, le debo todo, me permitió salir, me ayudó”.
La única regla en la Abadía de Thèleme, fundada por el gigante Gargantúa –el personaje creado por François Rabelais en el siglo XVI– era “haz lo que quieras”: “Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor”, elige citar Arauz en la página web (Teatrogargantua.com.ar). “El éxito, siempre, es hacer lo que uno quiera”, dice.
Tiene sus razones para creer en el valor de las oportunidades. Uno más entre seis hermanos, se crió con su madre en el barrio Tropezón –“casi una villa”–, en el partido de San Martín. El padre lechero murió cuando él tenía 8 años: “Vivíamos todos en una casita de madera, cuando llovía mamá nos llevaba a otra parte por si se derrumbaba. Jugaba al trencito con la cadena del perro, toda era imaginación, porque pasaba mucho tiempo encerrado. Estudié hasta la primaria, porque había que trabajar. Un día vi la película Una viuda difícil, con Alfredo Alcón, y me dije: ‘Yo quiero ser como él’. Y fijate cómo es la vida: después vinieron a vivir al lado de nuestra casa los tíos de Alfredo, Ñata y Eduardo. Así lo conocí. Y él me ayudó bastante”.
–¿En Tropezón eras el bicho raro?
–Claro. Venían los campeonatos de fútbol y si no iba porque tenía que ensayar me decían el marica. Para mi familia también era una pérdida de tiempo.
–Los astrólogos dirían que naciste con esa estrella.
–No creo en la suerte. Pero Alicia Muñoz, la dramaturga, cuando yo recién empezaba, me dijo: “No sé por qué, pero vos en otra vida fuiste actor”. Siempre me quedó eso.
A los 16, Arauz entró por primera vez a un teatro. “Inmediatamente sentí que quería estar ahí. Empecé con amigos, hacíamos sketches en boliches y nos fuimos a Mar del Plata, donde debuté a los 19 con una obra de Dalmiro Sáenz en el teatro Diagonal”. Después llegaría la mano de Alcón y la recomendación para estudiar con Luis Agustoni.
–¿Los grupos de teatro eran lugares accesibles para alguien que venía de abajo?
–Y, yo ahí no hablaba nada. Le dije a Agustoni: “No voy a venir más a las clases. No tengo el secundario, acá opinan, dicen cosas, yo no tengo qué decir y ni tengo plata para pagarte”. Me contestó: “Si llegás a dejar el teatro, te mato. Venís igual, te voy a dar libros, ya vas a ver”. Y me dio libertad para hacer lo que quisiera. Como actor, Arauz participó en varias obras dirigidas por su maestro. También pasó por la tele gracias a Hugo Moser que lo convocó para Todo empezó con Don Pedro (con Gianni Lunadei, Carlos Moreno y Ulises Dumont). “Después me ofreció hacer Mi chanta favorito, como contrafigura de Ricardo Darín. Pero me enfermé y entonces llamaron a Guillermo Francella –dice sin lamento–. No me gusta la tele, me pone muy nervioso”.
Las primeras clases y sus primeras experiencias de dirección las vivió junto a la actriz Roxana Randón, la mamá de Leonardo Sbaraglia, su pareja durante muchos años. De un armario, Arauz saca una pila de fotos donde asoma un hombre más flaco, con bigotes y cabello oscuro. “Mirá, ese nene en la mesa es Leo chiquito. Me pone muy contento cuando en las entrevistas dice que el primero en subirlo a un escenario fui yo”. En su hijo gigante, Gargantúa, continuó dando clase, pero dice que el teatro no se puede enseñar: “Hay que sentirlo; puedo ayudar a sacar tu talento, pero tenés que descubrirlo”.
–¿Por qué dejaste de actuar?
–Sentí que tenía muchas fallas artísticas. Soy muy perfeccionista y no me perdoné, subía tenso y dejé. Recién ahora volví, me fui dos meses a Italia con Andrés Linetzky, un pianista que trabajó con (Miguel Ángel) Zotto, para hacer a un viejito que bailaba tangos. Tuve que aprender y la pasé muy bien otra vez.
–¿Cómo debe ser el teatro según su óptica de director?
–El teatro debe estar hecho para conmover si no... El espectador no puede salir y decir: “¿Adónde vamos a comer?”. El teatro no puede quedar arriba del escenario, tiene que bajar a la platea, y para eso hay que trabajar con compromiso emocional. El teatro está hecho para que te vayas con algo.
De Lon Chaney a Freddie Mercury
Sin publicidad, el boca a boca lleva a la sala Gargantúa: “No te pierdas Mundomudo, la de Carlos Belloso”. Es la obra que homenajea a Lon Chaney, quizá lo mejor de 2009. “En 2002, Carlos vino a hacer el unipersonal Pará, fanático. Así nos conocimos y finalmente nos juntamos a hacer algo sobre este artista, el Hombre de las Mil Caras, el máximo actor que vi”, cuenta Arauz sobre el origen de esta relación artística. “Es un aliado, tenemos la misma pasión. Creemos que el teatro debe tener algo cinematográfico y salirse de la cosa estática.” Con Mundomudo volverán el año próximo. Además, quieren hacer la vida de Nerón (¿qué otra cara pudo tener el emperador romano?) y preparan dos pilotos para la tevé.
Por otro lado, con el bailarín Hernán Piquín, Arauz quiere llevar a la calle Corrientes un musical sobre Freddie Mercury. Y logró concretar el teatro itinerante: un camión con el que se pueda llegar a todo el país, adonde no penetra el teatro. “Estuve muy encerrado durante estos diez años armando Gargantúa. Ahora voy a mirar hacia fuera, quiero devolver lo que recibí.”
Fuente: Crítica
Uno entre seis hermanos, de origen humilde, supo temprano que el teatro era lo suyo. Desde 1999 conduce un espacio alejado del circuito comercial donde ahora compone, junto a Carlos Belloso, una dupla creativa diferente.
Leni González
En 1999, a metros de Jorge Newbery y Córdoba, en la zona de Colegiales que la productora Pol-ka expulsó del anonimato barrial, abrió Gargantúa. Desde afuera parece apenas un café, que lo es, pero además es una sala, una escuela de teatro y una historia. En ese lugar debutó Julio Sosa, en 1949, cuando se llamaba Bar Los Andes; después fue una ferretería hasta que sus duendes quedaron arrumbados en un galpón olvidado. Pero el actor, docente y director Ricardo Arauz los revivió, dando a esas paredes la forma de su sueño. “Junto a mi mujer (la guionista Nora Acrich) lo compramos en el 97 y lo fuimos reformando, sin un peso. Inauguramos dos años más tarde con Crimen y castigo, con Alex Benn y Alejandra Darín, la primera obra grande que dirigí”, cuenta el hombre de 57 años, canoso, sencillo, intenso bajo su timidez. Dice que está nervioso, que es la primera vez que da un reportaje: “El teatro es mi pasión, le debo todo, me permitió salir, me ayudó”.
La única regla en la Abadía de Thèleme, fundada por el gigante Gargantúa –el personaje creado por François Rabelais en el siglo XVI– era “haz lo que quieras”: “Y era razonable, porque las gentes libres, bien nacidas y bien educadas, cuando tratan con personas honradas sienten por naturaleza el instinto y estímulo de huir del vicio y acogerse a la virtud. Y es a esto a lo que llaman honor”, elige citar Arauz en la página web (Teatrogargantua.com.ar). “El éxito, siempre, es hacer lo que uno quiera”, dice.
Tiene sus razones para creer en el valor de las oportunidades. Uno más entre seis hermanos, se crió con su madre en el barrio Tropezón –“casi una villa”–, en el partido de San Martín. El padre lechero murió cuando él tenía 8 años: “Vivíamos todos en una casita de madera, cuando llovía mamá nos llevaba a otra parte por si se derrumbaba. Jugaba al trencito con la cadena del perro, toda era imaginación, porque pasaba mucho tiempo encerrado. Estudié hasta la primaria, porque había que trabajar. Un día vi la película Una viuda difícil, con Alfredo Alcón, y me dije: ‘Yo quiero ser como él’. Y fijate cómo es la vida: después vinieron a vivir al lado de nuestra casa los tíos de Alfredo, Ñata y Eduardo. Así lo conocí. Y él me ayudó bastante”.
–¿En Tropezón eras el bicho raro?
–Claro. Venían los campeonatos de fútbol y si no iba porque tenía que ensayar me decían el marica. Para mi familia también era una pérdida de tiempo.
–Los astrólogos dirían que naciste con esa estrella.
–No creo en la suerte. Pero Alicia Muñoz, la dramaturga, cuando yo recién empezaba, me dijo: “No sé por qué, pero vos en otra vida fuiste actor”. Siempre me quedó eso.
A los 16, Arauz entró por primera vez a un teatro. “Inmediatamente sentí que quería estar ahí. Empecé con amigos, hacíamos sketches en boliches y nos fuimos a Mar del Plata, donde debuté a los 19 con una obra de Dalmiro Sáenz en el teatro Diagonal”. Después llegaría la mano de Alcón y la recomendación para estudiar con Luis Agustoni.
–¿Los grupos de teatro eran lugares accesibles para alguien que venía de abajo?
–Y, yo ahí no hablaba nada. Le dije a Agustoni: “No voy a venir más a las clases. No tengo el secundario, acá opinan, dicen cosas, yo no tengo qué decir y ni tengo plata para pagarte”. Me contestó: “Si llegás a dejar el teatro, te mato. Venís igual, te voy a dar libros, ya vas a ver”. Y me dio libertad para hacer lo que quisiera. Como actor, Arauz participó en varias obras dirigidas por su maestro. También pasó por la tele gracias a Hugo Moser que lo convocó para Todo empezó con Don Pedro (con Gianni Lunadei, Carlos Moreno y Ulises Dumont). “Después me ofreció hacer Mi chanta favorito, como contrafigura de Ricardo Darín. Pero me enfermé y entonces llamaron a Guillermo Francella –dice sin lamento–. No me gusta la tele, me pone muy nervioso”.
Las primeras clases y sus primeras experiencias de dirección las vivió junto a la actriz Roxana Randón, la mamá de Leonardo Sbaraglia, su pareja durante muchos años. De un armario, Arauz saca una pila de fotos donde asoma un hombre más flaco, con bigotes y cabello oscuro. “Mirá, ese nene en la mesa es Leo chiquito. Me pone muy contento cuando en las entrevistas dice que el primero en subirlo a un escenario fui yo”. En su hijo gigante, Gargantúa, continuó dando clase, pero dice que el teatro no se puede enseñar: “Hay que sentirlo; puedo ayudar a sacar tu talento, pero tenés que descubrirlo”.
–¿Por qué dejaste de actuar?
–Sentí que tenía muchas fallas artísticas. Soy muy perfeccionista y no me perdoné, subía tenso y dejé. Recién ahora volví, me fui dos meses a Italia con Andrés Linetzky, un pianista que trabajó con (Miguel Ángel) Zotto, para hacer a un viejito que bailaba tangos. Tuve que aprender y la pasé muy bien otra vez.
–¿Cómo debe ser el teatro según su óptica de director?
–El teatro debe estar hecho para conmover si no... El espectador no puede salir y decir: “¿Adónde vamos a comer?”. El teatro no puede quedar arriba del escenario, tiene que bajar a la platea, y para eso hay que trabajar con compromiso emocional. El teatro está hecho para que te vayas con algo.
De Lon Chaney a Freddie Mercury
Sin publicidad, el boca a boca lleva a la sala Gargantúa: “No te pierdas Mundomudo, la de Carlos Belloso”. Es la obra que homenajea a Lon Chaney, quizá lo mejor de 2009. “En 2002, Carlos vino a hacer el unipersonal Pará, fanático. Así nos conocimos y finalmente nos juntamos a hacer algo sobre este artista, el Hombre de las Mil Caras, el máximo actor que vi”, cuenta Arauz sobre el origen de esta relación artística. “Es un aliado, tenemos la misma pasión. Creemos que el teatro debe tener algo cinematográfico y salirse de la cosa estática.” Con Mundomudo volverán el año próximo. Además, quieren hacer la vida de Nerón (¿qué otra cara pudo tener el emperador romano?) y preparan dos pilotos para la tevé.
Por otro lado, con el bailarín Hernán Piquín, Arauz quiere llevar a la calle Corrientes un musical sobre Freddie Mercury. Y logró concretar el teatro itinerante: un camión con el que se pueda llegar a todo el país, adonde no penetra el teatro. “Estuve muy encerrado durante estos diez años armando Gargantúa. Ahora voy a mirar hacia fuera, quiero devolver lo que recibí.”
Fuente: Crítica
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