lunes, 21 de septiembre de 2009

En El vampiro, la ciencia vuelve a ser usada para torcer el destino

El vampiro, una puesta teatral de Eloy González, sobre el cuento homónimo de Horacio Quiroga, se presenta todos los lunes a las 21, en el Teatro Palacio El Victorial (Piedras 720, Ciudad de Buenos Aires).

A las actuaciones de Néstor Ducó, Pablo Lapadula, Ailín Salas, Juan Pablo Di Blasi y Anabella Castro Avelleyra, se suma la voz de la estrella Graciela Borges.

La literatura, el cine, la música y el radioteatro se entrelazan en esta obra. El teatro como síntesis de todas las artes es el motor de este trabajo, que recorre distintos espacios del Teatro El Victorial –inclusive la vereda exterior-.

Con una temática similar a la de historias como La Invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, o La Rosa Púrpura del Cairo, de Woody Allen –pero escrita con anterioridad a ambas–, Quiroga captura con su pluma la obsesión de recurrir a la ciencia para torcer un destino rutinario.

Entre clásicos de Chopin y la voz de Graciela Borges, la ascendente Ailín Salas encanta desde la pantalla a Néstor Ducó y Pablo Lapadula (que integra el reparto de la película There Be Dragons, de Roland Joffé): los tres actores protagonistas que dan cuerpo a la acción en escena.

ESOS PODEROSOS RAYOS. A comienzos del siglo pasado, las radiaciones obsesionaban a los físicos, con el mismo fervor con que un siglo antes habían perseguido a los gases. Roentgen se había topado con los rayos X en 1895 y al año siguiente Becquerel había descubierto la radioactividad.

Para 1900 ya se habían identificado los rayos alfa, beta y gamma. Fue entonces cuando el francés René Prosper Blondlot (1849-1930) creyó encontrar un nuevo tipo de radiaciones, a las que llamó “N” en homenaje a su universidad: Nancy, en la Lorena.

Entre las características de la nueva radiación estaba el poder de atravesar multitud de materiales como los metales y otros, opacos al resto del espectro. Además, eran emitidos por el Sol y por el cuerpo humano, incluso tras la muerte. También disminuían cuando el paciente era anestesiado e incluso se llegó a afirmar que ese era el efecto principal de la anestesia: disminuir la emisión de rayos N del paciente para producir la sedación.

Pero no todo olía bien en los rayos N. La gran mayoría de físicos fuera de Francia, y algunos dentro, no habían conseguido reproducir los experimentos de Blondlot. No podían ver los rayos N.

La respuesta que Blondlot daba a los escépticos era: "Algunas personas pueden observar a primera vista y sin dificultad el aumento de la luminosidad producida por los rayos N en una pequeña fuente de luz; para otros, estos fenómenos están fuera de su alcance visual y sólo después de cierto período de ejercicio logran verlo con claridad y observarlo con seguridad. La pequeñez de estos efectos, y la delicadeza de sus condiciones de observación, no deben obstaculizar el estudio de una radiación hasta ahora desconocida."

Blondlot justificaba que cuando nada de eso ocurría, siempre quedaba suponer que estábamos en presencia de los rayos N1 (N negativos) que hacían todo lo contrario.

Un norteamericano de apellido Wood era un eminente físico especialista en óptica y además, un “caza fraudes”.

A mediados de septiembre de 1904, Wood visitó el laboratorio de Blondlot, preparó una serie de trampas a Blondlot y demostrando que estos rayos no eran más que una ilusión.

Nunca más se volvió sobre el tema. Dicen que fue una suerte de “alucinación colectiva”, o un ejemplo de algo que podría llamarse “ciencia patológica”.

René-Prosper Blondlot, abandonó el trabajo de investigación y en sus últimos años fue internado en un hospital psiquiátrico preso de una locura irremediable que lo llevo hasta la muerte.

Fuente: Diagonales

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