Por: Sandra de la Fuente
Fuente: Especial para Clarín
Se despidió el año pasado cuando estaba por cumplir los 84, y vuelve a despedirse ahora, con 85, pero a juzgar por la energía que sostiene en su show, Aznavour necesitará al menos tres o cuatro ceremonias más para pasar a retiro. Su impecable estampa, el paso tan firme como erguido con que atraviesa el escenario del Gran Rex antes de plantarse al frente de la decena de músicos que lo acompañan y el brillo de sus ojos cuando se dirigen a su fidelísima platea desmienten el paso de los años.
La economía de Aznavour es admirable. Su línea vocal jamás suena afectada y sus gestos son siempre certeros y necesarios. Sí, su afinación no es impecable -aunque no abandona ninguna nota y llega a los agudos de manera envidiable- y que un leve temblor aparece, indomable, de vez en cuando, pero seguramente no haya sido la perfección vocal su atributo más destacado, sino ese modo de decir cantando que hoy ganó elegancia.
Como siempre, su repertorio alterna las canciones en francés y en castellano más el clásico She y alguna canción en italiano. Unos 25 temas que canta sin pausa y, al menos en esta presentación, sin bises aunque el Gran Rex de pie estallara en aplausos. Les emigrants abrió la noche. El barco ya se fue, Dime que me amas, Apaga la luz y Ave María fueron algunos de los clásicos que cantó acompañado por ese pop sin fronteras que toca su banda -amplificada tal vez un poco más fuerte de lo necesario-, dirigida por Eric Wilms en los teclados y completada con piano, acordeón, batería, guitarra, saxo, flauta y dos voces femeninas. Como en su primera despedida, eligió la aguda voz de su hija Kátia para dialogar en Je voyage. Aunque reservó sus temas más populares, La Boheme y Venecia sin ti, para el cierre, el punto más alto del show fue Placeres antiguos, la más sugestiva invitación al baile que pueda soñarse.
Fuente: Especial para Clarín
Se despidió el año pasado cuando estaba por cumplir los 84, y vuelve a despedirse ahora, con 85, pero a juzgar por la energía que sostiene en su show, Aznavour necesitará al menos tres o cuatro ceremonias más para pasar a retiro. Su impecable estampa, el paso tan firme como erguido con que atraviesa el escenario del Gran Rex antes de plantarse al frente de la decena de músicos que lo acompañan y el brillo de sus ojos cuando se dirigen a su fidelísima platea desmienten el paso de los años.
La economía de Aznavour es admirable. Su línea vocal jamás suena afectada y sus gestos son siempre certeros y necesarios. Sí, su afinación no es impecable -aunque no abandona ninguna nota y llega a los agudos de manera envidiable- y que un leve temblor aparece, indomable, de vez en cuando, pero seguramente no haya sido la perfección vocal su atributo más destacado, sino ese modo de decir cantando que hoy ganó elegancia.
Como siempre, su repertorio alterna las canciones en francés y en castellano más el clásico She y alguna canción en italiano. Unos 25 temas que canta sin pausa y, al menos en esta presentación, sin bises aunque el Gran Rex de pie estallara en aplausos. Les emigrants abrió la noche. El barco ya se fue, Dime que me amas, Apaga la luz y Ave María fueron algunos de los clásicos que cantó acompañado por ese pop sin fronteras que toca su banda -amplificada tal vez un poco más fuerte de lo necesario-, dirigida por Eric Wilms en los teclados y completada con piano, acordeón, batería, guitarra, saxo, flauta y dos voces femeninas. Como en su primera despedida, eligió la aguda voz de su hija Kátia para dialogar en Je voyage. Aunque reservó sus temas más populares, La Boheme y Venecia sin ti, para el cierre, el punto más alto del show fue Placeres antiguos, la más sugestiva invitación al baile que pueda soñarse.
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