Por Natali Schejtman
A Chorus Line es uno de los musicales más conocidos del siglo XX. Ganador de un Pulitzer en 1976, se trata de una audición en la que los bailarines-cantantes-actores dejan todo en el escenario para ser elegidos por el lacónico y prepotente director, un hombre que sólo parece emerger de entre las butacas, en el fondo oscuro del auditorio, para ubicar su dedo en las llagas de los aspirantes, y demandarles un sincero y creativo relato que desentrañe qué los trae por ahí: por qué quisieron ser bailarines, cómo fueron sus primeros pasos en el mundo del espectáculo y cuáles son los puntos densos de sus respectivas infancias, zonas que frecuentemente terminan desembocando en la danza como refugio y como camino disruptivo de todas las tradiciones familiares.
A Chorus Line podría enlistarse en la enorme cantidad de musicales en la que los artistas cantan diciendo que quieren cantar y bailan diciendo que quieren bailar. Un show hecho a partir de la costura del espectáculo, como Fama, Flashdance, Dancin’ y –con un entramado más denso y genial– All that Jazz.
Y justamente la canción más representativa de A Chorus Line, “One”, pegadiza como la plastilina, tiene que ver con el primer show grande y con contrato formal en el que participó Ricky Pashkus como bailarín, con unos 20 años de edad. Los inicios de su relación con el baile se habían dado mucho antes, pero costó cabeza y tiempo desenmarañarlos. “Mis inicios son una mezcla donde el show, la televisión italiana –la RAI, Luigi Tenco–, los bailarines clásicos que venían al Colón, como Nureyev, las películas de Gene Kelly y Fred Astaire generaban una impresión en mí que era muy fuerte y muy excitante. En la primera etapa la palabra era bailar, pero nunca tuve la sensación de que quería estudiar. Todo tenía que ver con el show. Eso, mezclado, con ir a ver ballet al Colón con mis padres, que tenían relaciones con artistas de alta alcurnia y prestigio... Yo bailaba horas, música vienesa o polaca –vienés mi padre, polaca mi madre–, hasta el ataque de asma, literalmente.”
Ahora estaba bailando en su primer espectáculo en un gran teatro, con su admirada Nacha Guevara como protagonista y una producción cuantiosa, en medio de una confusión vocacional que hacía competir el teatro con la danza, sin saber exactamente para dónde ir. En esos recuerdos de la infancia, que no estuvieron siempre tan presentes en él, su dedicación exhaustiva a la danza aparecía de la mano de ciertos límites: “Esta sensación compulsiva por el baile me daba un profundo pudor porque verdaderamente a mis padres, sobre todo a mi madre, no le gustaba percibir el gusto por la danza. Se decodificaba este disgusto de diferentes maneras. No recuerdo que me dijera ‘no me gusta que bailes’, pero era evidente. Buscaban manifestar un énfasis muy grande en su apoyo por lo deportivo. La danza era el síntoma de que podía potencialmente ser gay”.
Los ensayos de Las mil y una Nachas, año ‘75, eran intensos –12, 13 o 14 horas–. El ensayo general empezó enrarecido: hubo vestidos rotos, desperfectos técnicos inexplicables para una obra de ese calibre, chicles en las zapatillas de los bailarines, breteles caídos... Había habido un sabotaje, un “enemigo”, alguien que se perdió en las múltiples conjeturas a lo largo del tiempo y de los eventos que siguieron. Ricky nunca terminó de confirmar por dónde venía el asunto. El remate de aires melbrooksianos, justamente ocurrió durante el tema de presentación: los acordes precisos y reiterativos que se identifican en segundos con “One”, con A Chorus Line y con la comedia musical. Ana Itelman había preparado una coreografía en la que cada bailarín tenía 8 compases para improvisar –al ritmo de esa introducción– y luego todos juntos seguían bailando la canción en perfecta coreografía. Pero ese día, que Ricky recuerda con imprecisiones pero con impresionante exactitud en los cuadros en sí, la introducción nunca terminó. Seguían y seguían los acordes cuando ya todos los bailarines habían terminado sus ochos. Las partituras habían sido corrompidas ocasionando un desconcierto total en el escenario: “Seguime a mí, decía uno de nosotros.¡Seguime a mí!, decía otro. Todavía hoy no lo puedo entender. Ni los músicos ni Favero pudieron improvisar una solución. Hubo un sabotaje de escritura, creativo y muy original. Me gustaría que alguien le pregunte a Favero si no es un recuerdo de mi cabeza”.
Al día siguiente fue el estreno. Todavía se lo recuerda muy bien: apenas comenzado, una bomba lo interrumpió en el acto. Era la primera gran obra en la que participaba Ricky y se cayó a pedazos. El recuerdo, doloroso, sigue las líneas del anterior, entre la ensoñación y la rigurosidad del detalle: “Había invitado a toda mi gente. El cuadro era el del Pichi, una canción española que generalmente canta un hombre. ¿Y qué hizo Nacha? Una hermosa versión en la que ella era el macho y todos estamos vestidos de mujer. Ahí explotó la bomba. Una bomba tremenda, quedamos a oscuras, desapareció todo, empezamos a correr. Estábamos en el segundo piso. Llegaron los bomberos. Eramos todos hombres vestidos de mujer. Cuando pudimos bajar, salí a buscar a mi madre, y cuando me ve de lejos llegar, me ve llegar vestido de mujer”.
Moverse como loco
Ricky Pashkus es uno de los nombres más asociados a la comedia musical desde lo coreográfico, además del autor y director Pepe Cibrián. Se podría decir que él quería ser actor, pero le iba mejor en las audiciones como bailarín, y se inclinó hacia la danza cuando ya era un poco tarde como para meterse de lleno. En un momento, Pashkus encontró en la coreografía un sendero confortable, que luego derivó en la dirección. Dibujó los pasos de Julio Bocca en varias oportunidades, estuvo a cargo de la dirección y coreografía de Cassano Dancing, además de encargarse de importantes musicales argentinos como los grandes éxitos de Pinti. También escribió, pintó y dirigió Estereotipos. En los últimos años viene trabajando en la dirección general de espectáculos gigantescos importados, como Los productores, Hairspray y, ahora, El joven Frankenstein, cuyo original es de Mel Brooks. El es el capitán de un transatlántico que tiene varios líderes parciales. Tal vez el rol de director tenga bastante de coreógrafo, así como para Ricky un bailarín es un actor.
Hoy, tiene una segunda obra en cartel: Souvenir, la historia de Florence Foster Jenkins, una mujer que triunfó en el mundo de la lírica siendo una pésima cantante, desafinada y arítmica, mezcla de Ed Wood, el director sin atributos pero entusiasta de Tim Burton, y Berthe Trepat, la pianista entre avant garde y patética de Rayuela. El, entonces, oscila pleno entre una puesta de 140 personas y una de dos.
Pero, además, Ricky dirige la compañía de teatro musical del IUNA, su propio estudio, que comparte con Julio Chávez, amigo de toda la vida; una escuela de producción y dirección de espectáculos teatrales, Diprodi, El Ballet Argentino y la Escuela de Comedia Musical –estas últimas con su otro socio, Julio Bocca–, un lugar que recrea los pasillos de Fama, con chicos con medias can can, calzas y polainas, carteleras con castings y música que viene de detrás de las puertas de las salas. Es, también, un semillero de actores integrales. Cuando él transmite una coreografía, tiene un sistema muy particular que consiste en irrumpir en el salón, casi sin saludar, y ponerse a bailar, rapidísimo, y repetir. Paso, paso, paso y repito. En algún momento va a entrar: “En general en las clases y en los espectáculos es lo mismo. Improviso en el momento, no preparo mucho antes. En una época eso me daba mucha culpa, pero me fui acostumbrando. Las circunstancias que me rodean son las que me llevan a lo que tengo que coreografiar.
Por supuesto que escucho la música mucho antes, leo el libro, sé quiénes están. Pero el material en cuanto a secuencias específicas es creado en el momento. Y en general nace como una especie de compulsiva voluptuosidad en la que empiezo a moverme como loco. Tiene que ver casi con mi naturaleza. Las circunstancias que me miran, los cuerpos, la música, me va dando como un cuadro en ese mismo momento. Los errores los voy descubriendo sobre esa puesta. Y esto de la rapidez es porque de alguna manera, y no lo pude nunca comprobar, tengo una intuición que la manera de educar es ir más rápido que el cuerpo y la cabeza del alumno. Si yo enseño a través de lo que la cabeza comprende, es difícil que logre desestructurar y generar ese batido del cuadro que necesito para que ese cuerpo viva para entrar en el campo en el que quiero que entre”.
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