Nuestra opinión: muy buena
Cuando Terrence McNally estrenó en 1987 su obra en el off Broadway, no debe haber imaginado el largo recorrido que iba a vivir esa comedia romántica tan pequeña como eficaz en su estructura interna. La pieza, originalmente interpretada por Kenneth Welsh y la notable Kathy Bates, llegó al cine y a la popularidad masiva en la piel de Al Pacino y Michelle Pfeiffer, en una versión bastante alejada de su original.
La obra transcurre en un único espacio y en una única noche, en la que Frankie y Johnny, una moza y el cocinero de un restaurante de nulo prestigio, deciden ver qué pasa entre ellos y se permiten un primer encuentro romántico en el departamento de ella. Esta será la excusa para que McNally vaya construyendo estos seres que están atravesados por diversas frustraciones, miedos y represiones que hacen -fundamentalmente en Frankie- que no se atrevan a entregarse al otro. Mencionemos que ella viene de una pareja golpeadora que le produjo un aborto y una esterilidad que la arrojan a una especie de vacío irrecuperable. ...l también viene de un pasado complejo. Su madre alcohólica lo abandonó de pequeño, el padre lo entregó a una familiar que, a su vez, también lo dio a un hogar infantil, su esposa lo engañó con su mejor amigo y tiene lejos a sus dos hijos, a los que ama, pero sabe que, en lo que hace a lo económico, están mucho mejor en esta nueva vida que tienen con su otro padre, quien les ofrece un paradisíaco hogar a metros de una playa.
Sobre estas situaciones que son meramente dichas en algún momento y de forma dispersa, los únicos dos personajes presentes en la escena irán acercándose y alejándose de manera ambivalente y no sin dejar bien en claro que cada una de esas actitudes parte de una pulsión irrefrenable: tanto para acercarse como para alejarse. Los dos en algún punto son víctimas de la historia que los constituye y luchan, a lo largo de toda la pieza, por acercarse y construir un futuro juntos. Para ello esta producción le construye una escenografía monocromática y gris, junto a una por momentos torpe puesta de luces.
Leonor Manso, popularmente conocida como actriz, demostró ser una gran directora con su montaje de la complejísima Esperando a Godot , de Samuel Beckett. Y la sensibilidad que demostró tener en aquel entonces la siguió evidenciando en las distintas estéticas por las que transitó como directora. En este caso supo entender que lo que debía producir era un determinado vínculo que tenía que tener ciertas energías interpretativas que fueran contrastantes para sostener, desde el vínculo interpretativo mismo, lo que la historia en tanto argumento exigía. Así fue que se sirvió de una energía expansiva presente naturalmente en Luis Luque, para que, a lo largo de la pieza, fuese encontrando un tono medio. Con Peña hizo lo contrario puesto que la despojó de todas las herramientas a las que ella recurre cuanto está al frente de una comedia y la dejó ahí, sobre el escenario, alejada de cualquier posibilidad de maquietta. Peña logra así -ayudada por un vestuario tan tierno como frágil- uno de los mejores trabajos de su carrera al permitirse jugar con situaciones de diverso tono, saliendo de cada uno más que exitosa.
De este modo Manso hace que el pequeño recorrido -que podría haber sido acortado aún un poco más- que produce la obra y sus dos personajes, esté sostenido desde el escenario a partir de un juego actoral en el que se percibe que estos compañeros lograron entenderse y encontrarse en un punto en el que los dos, en tanto actores, son modificados.
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