Desde los inicios de la cinematografía nacional, los vínculos con el teatro fueron frecuentes. Nombres como Armando Discépolo o Daniel Tinayre podrían ser cabeza de una tradición que se encarna, por estos días, en los directores del llamado "nuevo cine argentino". En esta nota hablan los que dieron el salto del celuloide al escenario y opina Sergio Renán, referente de ambos mundos.
Por: Guido Carelli Lynch
No existe la menor posibilidad, aun a pesar de la tentación que supone, de reinventar o reinstalar un duelo dialógico entre el teatro y el cine. Hace décadas y demasiadas obras maestras que el "séptimo arte" se ganó su legitimado y ya institucionalizado espacio en el universo apolíneo. Esa discusión estéril la heredaría más tarde la fotografía, y ahora, siempre anacrónica, acaso pese y persiga el destino y desarrollo del arte digital.
Nada nuevo bajo el sol yace en la intersección entre esos dos mundos, los del teatro y el cine, aunque la atrofia periodística, adicta y espasmódica inventora de tendencias y fenómenos, siga tentada de un gran título.
Aunque sean pocos los memoriosos que recuerden sus guiones cinematográficos, como el temprano El movimiento continuo (basado en su pieza homónima), de 1916, y su más ambicioso Mateo, de 1937, Armando Discépolo fue uno de los primeros en saltar de las bambalinas del teatro a los estudios de cine.
Ese itinerario del teatro al cine ha sido en apariencia el lógico y un sendero más habitual que el camino inverso. Ahora, por orden de la casualidad y de causalidades más profundas que las que aquí caben, algunos de los realizadores más exitosos de las nueva camada de cineastas argentinos –todos dentro del combo amorfo del denominado "nuevo cine argentino"– posaron sus ojos en el mundo del teatro y cambiaron la adrenalina del rodaje por el vivo de una de las formas de representación más antiguas que la humanidad haya inventado.
Tres de los nombres más sobresalientes de esta camada de directores nacidos en la década del 70 decidieron, en el último tiempo, correr suerte en un espacio que sienten tan extraño como fascinante. Paradójicamente, estos outsiders del mundillo teatral corren más riesgos artísticos en el teatro que en su oficio habitual, razón acaso justificada por el asimétrico riesgo económico que asumen en sus películas.
–¡Corten!– Hubiera gritado, de ser posible, Anahí Berneri durante alguna de las funciones de Nelidora el año pasado en el Centro Cultural Ricardo Rojas. La directora de la premiada Encarnación (2007), luchaba en silencio contra sus impulsos cada vez que la irrepetibilidad de cada escena potenciaba o disminuía su visión original, cada vez que algún actor se salía inesperadamente del libreto que se apropió de otro cineasta que se anima al teatro, Santiago Loza. "La verdad es que el teatro te da la posibilidad de escapar del realismo, por lo menos a los que venimos del cine. Nunca se me hubiera ocurrido llevar dos siamesas a una película", explica ahora Berneri mientras que prepara su incursión teatral y una nueva obra cuyo texto poético –anticipa– no funcionaría en el cine.
A Loza, que escribe teatro, pero se siente más cómodo en la adrenalina e imprevisibilidad del rodaje, y que ahora vuelve al ruedo junto al otro cineasta, Diego Lerman, no le cuesta separar las aguas. "Una obra de teatro tiene un valor literario. Los guiones cinematográficos, no", distingue. Nada del amor me produce envidia, que marcha por su segunda y renovada temporada, es el mejor alegato para su sentencia. Lerman, el director de la puesta en la que brilla María Merlino, la principal ideóloga del proyecto, radicaliza la postura de Loza hasta arrinconar la obra y el espectador contra los límites propios del teatro. No hay más que una actriz, una máquina de coser, un maniqueé y música de Sandra Baylac. Nada más es necesario en Nada del amor..., porque todo está aludido, evocado y se completa en la imaginación del espectador, al igual que los mundos de cualquier novela en la cabeza de cada lector. Esos pocos elementos y el texto de Loza alcanzan para ensoñar con el mundo de esa demencial costurera que compone Merlino, con su fascinación entre Libertad Lamarque y Eva Duarte, un homenaje y un guiño a la época dorada del cine nacional. Justamente Daniel Tinayre, uno de los directores y productores más prolíficos e influyentes de esa época, invirtió tiempo, prestigio y dinero para montar y adaptar obras teatrales como hiciera en 1969 con Hello Dolly!, en el viejo teatro Odeón. La protagonista argentina de esa adaptación de Broadway no fue otra que la "novia de América", la mismísima Libertad Lamarque.
Pero si para el director de cine y teatro británico Peter Brook, en el cine el trabajo es en solitario, y el director es el autor, un personaje autoritario que impone una visión personal, un punto de vista, el enfoque de la cámara, y cuya equivalencia absoluta en la sociedad sería el dictador y en el arte el director de orquesta; en el teatro sucede exactamente, lo contrario. "El teatro es un trabajo colectivo, la reunión de puntos de vista diferentes. No sólo con los actores sino, sobre todo, en los momentos clave, con el público", afirmó alguna vez Brook, uno de los realizadores más reconocidos del teatro contemporáneo.
El argentino Daniel Burman, que también cosechó con sus películas reconocimientos fronteras afuera del país, es mucho menos solemne a la hora de explicar su inserción –con Las llaves de abajo– en un mundo hasta hace poco muy ajeno. "Se tiende a decir que es un gran salto el del cine al teatro, pero yo no lo sentí como tal. Es un cambio de entorno, como cuando salís de viaje y te vas de vacaciones. Si vas a la playa llevas una ropa, y si vas a Bariloche, llevas otra, pero hay cosas que son esenciales en cualquier lugar. Con este pasaje del cine al teatro me pasa lo mismo, por ahí llevo otras cosas, pero hay algo que tiene que ver con contar historias, con la construcción de los personajes, con las transiciones y los dilemas que uno quiere contar, que son más o menos lo mismo", explica el hacedor de El abrazo partido y El nido vacío, entre otras, mientras se prepara para rodar una nueva película. La reflexión del director es por demás coherente con la puesta que puede verse en la Ciudad Cultural Konex desde finales de abril. Si bien, el director ha bromeado más de una vez con que allí no hay "escenas de judaísmo explícito", sí se reconocen las mismas obsesiones respecto de los lazos familiares y cierto estilo de humor que se repite –y funciona– en casi todas sus películas.
No se desanimó Burman luego de su primera y frustrada incursión en el teatro como productor de la adaptación de Misterio del ramo de rosas, de Manuel Puig. "Ese fue el puntapié inicial, estoy muy agradecido de esa experiencia, porque pude ver la gestación de una obra, los inconvenientes y las virtudes", explica antes de afirmar que lo único que le interesa, tanto en cine como en teatro es contar historias. "Estoy cada vez más insoportablemente narrativo", admite.
En la misma línea de razonamiento, pero enfrente de Brook, pareciera ubicarse Loza, que reconoce y casi se lamenta de que a diferencia del cine, en el teatro nadie le informa al espectador dónde fijar la mirada, dónde cerrar el plano. "En el teatro hay que reconstruir, el cine te da la posibilidad de trabajar durante años para un instante", compara este cinéfilo que sin embargo acaba de inaugurar en Palermo su propia sala de teatro, un hábito por demás saludable, "un espacio para pensar", dice.
Todos tuvieron diferentes motivaciones para intentarlo. Burman, creyó erróneamente que sería una vacación entre rodajes y ahora vislumbra cómo Las llaves... "echa raíces en el escenario". Lerman y Loza, en cambio, arrastran una formación distinta por los años que pasaron juntos en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (Emad), donde se conocieron. A la única mujer de este grupo generacional la sedujo, en cambio, la posibilidad de trabajar desde otro punto de vista con los actores, el verdadero corazón del teatro. "En el teatro todo es el mundo del actor y uno pierde el control de la escena en cada función, eso es lo bueno. En el cine, en cambio, un no actor –no quiero decir un mal actor– puede hacer una muy buena actuación, pero en teatro eso no funciona", diferencia Berneri que trabaja para su próxima película con actores infantiles.
Nada nuevo bajo el sol de la coyuntura entre el cine y el teatro. Y sin embargo el primero –la imagen– pareciera ser tan fuerte, como para incidir en las demás formas de representación. El escritor mexicano Daniel Sada ya lo decía antes (Ñ 281) al afirmar que la gente que lee actualmente, al igual que los espectadores de teatro, "es gente que va al cine, que ve televisión, es gente que utiliza Internet, que no quiere descripciones muy detalladas, porque ya tienen la cultura de la imagen, porque el mundo moderno nos instala una gama de distractores por todos lados y estamos saturados". Lo mismo sucede con el teatro, con la puntualidad con la que la mayoría de las obras independientes o comerciales terminan hoy en día rara vez, poco después de los 70 minutos.
Y sin embargo, acierta también Burman cuando resume su experiencia teatral. "Cuando haces teatro te das cuenta de que es algo que no va a morir nunca, que va a permanecer eternamente, porque es una experiencia irreproducible". Y hasta ahora más de cinco mil años de historia, lo avalan.
Fuente: Revista Ñ
Por: Guido Carelli Lynch
No existe la menor posibilidad, aun a pesar de la tentación que supone, de reinventar o reinstalar un duelo dialógico entre el teatro y el cine. Hace décadas y demasiadas obras maestras que el "séptimo arte" se ganó su legitimado y ya institucionalizado espacio en el universo apolíneo. Esa discusión estéril la heredaría más tarde la fotografía, y ahora, siempre anacrónica, acaso pese y persiga el destino y desarrollo del arte digital.
Nada nuevo bajo el sol yace en la intersección entre esos dos mundos, los del teatro y el cine, aunque la atrofia periodística, adicta y espasmódica inventora de tendencias y fenómenos, siga tentada de un gran título.
Aunque sean pocos los memoriosos que recuerden sus guiones cinematográficos, como el temprano El movimiento continuo (basado en su pieza homónima), de 1916, y su más ambicioso Mateo, de 1937, Armando Discépolo fue uno de los primeros en saltar de las bambalinas del teatro a los estudios de cine.
Ese itinerario del teatro al cine ha sido en apariencia el lógico y un sendero más habitual que el camino inverso. Ahora, por orden de la casualidad y de causalidades más profundas que las que aquí caben, algunos de los realizadores más exitosos de las nueva camada de cineastas argentinos –todos dentro del combo amorfo del denominado "nuevo cine argentino"– posaron sus ojos en el mundo del teatro y cambiaron la adrenalina del rodaje por el vivo de una de las formas de representación más antiguas que la humanidad haya inventado.
Tres de los nombres más sobresalientes de esta camada de directores nacidos en la década del 70 decidieron, en el último tiempo, correr suerte en un espacio que sienten tan extraño como fascinante. Paradójicamente, estos outsiders del mundillo teatral corren más riesgos artísticos en el teatro que en su oficio habitual, razón acaso justificada por el asimétrico riesgo económico que asumen en sus películas.
–¡Corten!– Hubiera gritado, de ser posible, Anahí Berneri durante alguna de las funciones de Nelidora el año pasado en el Centro Cultural Ricardo Rojas. La directora de la premiada Encarnación (2007), luchaba en silencio contra sus impulsos cada vez que la irrepetibilidad de cada escena potenciaba o disminuía su visión original, cada vez que algún actor se salía inesperadamente del libreto que se apropió de otro cineasta que se anima al teatro, Santiago Loza. "La verdad es que el teatro te da la posibilidad de escapar del realismo, por lo menos a los que venimos del cine. Nunca se me hubiera ocurrido llevar dos siamesas a una película", explica ahora Berneri mientras que prepara su incursión teatral y una nueva obra cuyo texto poético –anticipa– no funcionaría en el cine.
A Loza, que escribe teatro, pero se siente más cómodo en la adrenalina e imprevisibilidad del rodaje, y que ahora vuelve al ruedo junto al otro cineasta, Diego Lerman, no le cuesta separar las aguas. "Una obra de teatro tiene un valor literario. Los guiones cinematográficos, no", distingue. Nada del amor me produce envidia, que marcha por su segunda y renovada temporada, es el mejor alegato para su sentencia. Lerman, el director de la puesta en la que brilla María Merlino, la principal ideóloga del proyecto, radicaliza la postura de Loza hasta arrinconar la obra y el espectador contra los límites propios del teatro. No hay más que una actriz, una máquina de coser, un maniqueé y música de Sandra Baylac. Nada más es necesario en Nada del amor..., porque todo está aludido, evocado y se completa en la imaginación del espectador, al igual que los mundos de cualquier novela en la cabeza de cada lector. Esos pocos elementos y el texto de Loza alcanzan para ensoñar con el mundo de esa demencial costurera que compone Merlino, con su fascinación entre Libertad Lamarque y Eva Duarte, un homenaje y un guiño a la época dorada del cine nacional. Justamente Daniel Tinayre, uno de los directores y productores más prolíficos e influyentes de esa época, invirtió tiempo, prestigio y dinero para montar y adaptar obras teatrales como hiciera en 1969 con Hello Dolly!, en el viejo teatro Odeón. La protagonista argentina de esa adaptación de Broadway no fue otra que la "novia de América", la mismísima Libertad Lamarque.
Pero si para el director de cine y teatro británico Peter Brook, en el cine el trabajo es en solitario, y el director es el autor, un personaje autoritario que impone una visión personal, un punto de vista, el enfoque de la cámara, y cuya equivalencia absoluta en la sociedad sería el dictador y en el arte el director de orquesta; en el teatro sucede exactamente, lo contrario. "El teatro es un trabajo colectivo, la reunión de puntos de vista diferentes. No sólo con los actores sino, sobre todo, en los momentos clave, con el público", afirmó alguna vez Brook, uno de los realizadores más reconocidos del teatro contemporáneo.
El argentino Daniel Burman, que también cosechó con sus películas reconocimientos fronteras afuera del país, es mucho menos solemne a la hora de explicar su inserción –con Las llaves de abajo– en un mundo hasta hace poco muy ajeno. "Se tiende a decir que es un gran salto el del cine al teatro, pero yo no lo sentí como tal. Es un cambio de entorno, como cuando salís de viaje y te vas de vacaciones. Si vas a la playa llevas una ropa, y si vas a Bariloche, llevas otra, pero hay cosas que son esenciales en cualquier lugar. Con este pasaje del cine al teatro me pasa lo mismo, por ahí llevo otras cosas, pero hay algo que tiene que ver con contar historias, con la construcción de los personajes, con las transiciones y los dilemas que uno quiere contar, que son más o menos lo mismo", explica el hacedor de El abrazo partido y El nido vacío, entre otras, mientras se prepara para rodar una nueva película. La reflexión del director es por demás coherente con la puesta que puede verse en la Ciudad Cultural Konex desde finales de abril. Si bien, el director ha bromeado más de una vez con que allí no hay "escenas de judaísmo explícito", sí se reconocen las mismas obsesiones respecto de los lazos familiares y cierto estilo de humor que se repite –y funciona– en casi todas sus películas.
No se desanimó Burman luego de su primera y frustrada incursión en el teatro como productor de la adaptación de Misterio del ramo de rosas, de Manuel Puig. "Ese fue el puntapié inicial, estoy muy agradecido de esa experiencia, porque pude ver la gestación de una obra, los inconvenientes y las virtudes", explica antes de afirmar que lo único que le interesa, tanto en cine como en teatro es contar historias. "Estoy cada vez más insoportablemente narrativo", admite.
En la misma línea de razonamiento, pero enfrente de Brook, pareciera ubicarse Loza, que reconoce y casi se lamenta de que a diferencia del cine, en el teatro nadie le informa al espectador dónde fijar la mirada, dónde cerrar el plano. "En el teatro hay que reconstruir, el cine te da la posibilidad de trabajar durante años para un instante", compara este cinéfilo que sin embargo acaba de inaugurar en Palermo su propia sala de teatro, un hábito por demás saludable, "un espacio para pensar", dice.
Todos tuvieron diferentes motivaciones para intentarlo. Burman, creyó erróneamente que sería una vacación entre rodajes y ahora vislumbra cómo Las llaves... "echa raíces en el escenario". Lerman y Loza, en cambio, arrastran una formación distinta por los años que pasaron juntos en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (Emad), donde se conocieron. A la única mujer de este grupo generacional la sedujo, en cambio, la posibilidad de trabajar desde otro punto de vista con los actores, el verdadero corazón del teatro. "En el teatro todo es el mundo del actor y uno pierde el control de la escena en cada función, eso es lo bueno. En el cine, en cambio, un no actor –no quiero decir un mal actor– puede hacer una muy buena actuación, pero en teatro eso no funciona", diferencia Berneri que trabaja para su próxima película con actores infantiles.
Nada nuevo bajo el sol de la coyuntura entre el cine y el teatro. Y sin embargo el primero –la imagen– pareciera ser tan fuerte, como para incidir en las demás formas de representación. El escritor mexicano Daniel Sada ya lo decía antes (Ñ 281) al afirmar que la gente que lee actualmente, al igual que los espectadores de teatro, "es gente que va al cine, que ve televisión, es gente que utiliza Internet, que no quiere descripciones muy detalladas, porque ya tienen la cultura de la imagen, porque el mundo moderno nos instala una gama de distractores por todos lados y estamos saturados". Lo mismo sucede con el teatro, con la puntualidad con la que la mayoría de las obras independientes o comerciales terminan hoy en día rara vez, poco después de los 70 minutos.
Y sin embargo, acierta también Burman cuando resume su experiencia teatral. "Cuando haces teatro te das cuenta de que es algo que no va a morir nunca, que va a permanecer eternamente, porque es una experiencia irreproducible". Y hasta ahora más de cinco mil años de historia, lo avalan.
Fuente: Revista Ñ
No hay comentarios:
Publicar un comentario