Es un lugar común que al finalizar un evento importante se haga una reflexión, un análisis..., y no vamos a ser la excepción. Quiero sumar mi visión sobre lo que aconteció en materia de danza en el FIBA recién pasado.
Primero, voy a compartir mi opinión general, que enmarcará el resto de los comentarios. Si bien hay dos motivos de celebración, cuales son, en primer lugar, el hecho de que el Festival Internacional de Buenos Aires siga en pie, a pesar de la discontinuidad de las políticas culturales generales llevadas a cabo hasta el ascenso del actual gobierno porteño -cierres de espacios culturales comunitarios y centros culturales barriales, reducción de festivales, pauperización del presupuesto para la cultura, problemas de todo orden en la remodelación del Teatro Colón, etc.-; y, en segundo término, que éste haya sido un Festival organizado por dos teatristas en plena vigencia, algo sumamente interesante, puesto que impone una mirada artística particular y contemporánea a la selección.
Con explicaciones muy lógicas de tipo ideológico y económico, se trajo del mundo, para la observancia del público porteño y de los visitantes de la ciudad, un grupo de obras escénicas y de autores que pertenecen a lo que acá llamaríamos del off, los experimentales, los emergentes, sobre todo con una producción extremadamente intelectual, informada o actualizada. Es decir, se trajo un tipo de obras para ser analizadas en las escuelas de teatro, en los grupos de estudio o similares círculos existentes y de todos los colores, en nuestro medio.
Este criterio, si bien parece ser novedoso y arriesgado, encierra dos injusticias que hacen ruido. Por un lado, el FIBA es como muchos festivales en el mundo y en el país: una plataforma de muestra de la creatividad y el talento de jóvenes creadores, así como también la oportunidad para que éstos y el público en general, que no podría de otra manera presenciar las obras de los consagrados, tengan esa opción, ya que un viaje a Europa o Asia se hace cada vez más lejano. Pero además, una programación tan elitista -se dice que el arte lo es, pero a veces es necesario equilibrar gustos con información- pagada con el dinero público de una ciudad tan poblada como ésta, no deja de ser una triste paradoja.
De todos modos, fueron dos semanas de mucha actividad, y la programación fue nutrida hasta en lo nacional.
A nivel cuantitativo -es obvio porque siempre lo ha sido- la danza no tuvo quizá ni un cuarto de la cantidad de obras y, a diferencia del teatro, la programación fue bastante ortodoxa. En lo nacional como lo internacional se vieron obras que, en su mayoría, o son de probada eficacia, de lenguajes ya harto vistos, o de artistas consagrados, programados y viajados. Es mi opinión que no hubo lo que se buscaba en la base de la selección del FIBA, es decir el diálogo entre modos de hacer, entre búsquedas más allá del camino trazado por las viejas generaciones. Quizás la excepción fue la obra de la uruguaya Tamara Cubas, ATP, y, en lo local, Domingo, de Eleonora Comelli. Y esto más allá de los juicios de gusto posibles. E imposibles.
Pero me voy a detener en los invitados internacionales.
Extraño me pareció el mal recibimiento que se le dio al programa doble Stravinsky Evening de los finlandeses comandados por Tero Saarinen (Helsinki, Finlandia). Tal vez haya sido el grupo más marcadamente tradicionalista. Pero eso tenía la ventaja, a mi parecer, de cotejar lenguajes, modos de acción y reacción. Y además la versión de La consagración de la primavera, coreografiada y bailada por el mismo Saarinen, está considerada una de las más importantes en honor a la genial obra de Igor Stravinsky, por su interpretación masculina, por la conexión con lo onírico más que con lo ritual, por su homenaje al expresionismo asociado al teatro de danza de Kurt Joos, como ejemplos. Para el objetivo pedagógico, que fue base de esta edición del Festival, encontré esta invitación muy adecuada, y me pareció -insisto- extraña la recepción que le hizo, sobre todo, el medio de la danza local, tachándola de anticuado o de mediocre, subestimándola en la comparación con la versión tan conocida y querida de Pina Bausch, muy diferente por cierto.
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