Por: Juan Andrade
El telón cae, literalmente. Y la que entra en escena es una joven diva de music hall, vestida con una malla negra, un saquito violeta brillante y unos anteojos de marco celeste que le dan un toque más pintoresco que afectado. Lily Allen saluda a la audiencia, compuesta por una mayoría de veinteañeras que lucen como réplicas suyas de entrecasa, que la filman con sus celulares y sólo en casos extremos sucumben a la histeria. Y entonces da comienzo al recital con la oscura Everyone's At It, que habla sobre adolescentes y adultos que esnifan cocaína o tragan antidepresivos.
En su segunda excursión argentina, la cantante repasó íntegramente su último disco, It's Not Me, It's You, algo así como No soy yo, sos vos. El show de la chica que no deja ex con cabeza fue breve: duró poco más de una hora y cuarto. Pero bastó para pensar que, si el cinismo fuera un reino, ella sería la princesa con más chances de llegar al trono. Esta inglesita se ríe de lo mismo que provocaría un pucherito tonto en Britney Spears o una rabieta caprichosa en Avril Lavigne, pero lo hace con una gracia distante y una predisposición a la ironía que la convierten en una estrella de cabaret post teen-pop. Por eso puede recorrer el escenario a lo ancho, bailoteando y moviendo los brazos con ligereza, en una actitud más rea que seductora: aunque su dicción es casi perfecta, el índice de fuck por frase pronunciada fuera de libreto es altísimo. ¿Cómo puede alguien ser tan obvio?, se lamenta en esa especie de vals llamado Never Gonna Happen, antes de echarle flit a un candidato. Y en 22 consigue que la acompañe un coro espontáneo y estridente desde el campo, como si se tratara de un himno a la juventud divino tesoro que a la protagonista de la canción se le escurre de las manos a los 30. El envoltorio de sus temas se asemeja al de un caramelo pop inspirado en la inocencia de los mismos sixties que, por estos lados, dieron origen al Club del Clan. Pero una vez que se empieza a saborear su contenido, el dulce se convierte en ácido. Siguiendo con los paralelismos locales, Allen está más cerca de ser una hipotética heredera de la Violencia Rivas de Peter Capusotto y sus videos que de la Violeta Rivas original. La escenografía, austera, refuerza la estética retro: el nombre "Lily" iluminado de fondo podría haber sido usado en un show de hace cinco décadas. La única excepción es la colección de teclados y sintetizadores de Eddie Jenkins, gran arquitecto sonoro. El trío de guitarra, bajo y batería cumple con su rol de máquina de ritmos humana. Y sigue a la chica en sus saltos a través del pop, rock, funk, reggae, country, hip-hop, electrosamba o lo que venga. La mayoría de las 3.200 personas presentes en el Luna Park la escuchan con atención. Ni siquiera los hits de su primer álbum, LDN o Smile, consiguen encender al público que no se apretuja debajo del escenario. Es que la Allen está lejos de ser una showgirl convencional: sus canciones impactan a un nivel más intelectual que físico.
Fuente: Clarín
Fuente: Especial para Clarín
El telón cae, literalmente. Y la que entra en escena es una joven diva de music hall, vestida con una malla negra, un saquito violeta brillante y unos anteojos de marco celeste que le dan un toque más pintoresco que afectado. Lily Allen saluda a la audiencia, compuesta por una mayoría de veinteañeras que lucen como réplicas suyas de entrecasa, que la filman con sus celulares y sólo en casos extremos sucumben a la histeria. Y entonces da comienzo al recital con la oscura Everyone's At It, que habla sobre adolescentes y adultos que esnifan cocaína o tragan antidepresivos.
En su segunda excursión argentina, la cantante repasó íntegramente su último disco, It's Not Me, It's You, algo así como No soy yo, sos vos. El show de la chica que no deja ex con cabeza fue breve: duró poco más de una hora y cuarto. Pero bastó para pensar que, si el cinismo fuera un reino, ella sería la princesa con más chances de llegar al trono. Esta inglesita se ríe de lo mismo que provocaría un pucherito tonto en Britney Spears o una rabieta caprichosa en Avril Lavigne, pero lo hace con una gracia distante y una predisposición a la ironía que la convierten en una estrella de cabaret post teen-pop. Por eso puede recorrer el escenario a lo ancho, bailoteando y moviendo los brazos con ligereza, en una actitud más rea que seductora: aunque su dicción es casi perfecta, el índice de fuck por frase pronunciada fuera de libreto es altísimo. ¿Cómo puede alguien ser tan obvio?, se lamenta en esa especie de vals llamado Never Gonna Happen, antes de echarle flit a un candidato. Y en 22 consigue que la acompañe un coro espontáneo y estridente desde el campo, como si se tratara de un himno a la juventud divino tesoro que a la protagonista de la canción se le escurre de las manos a los 30. El envoltorio de sus temas se asemeja al de un caramelo pop inspirado en la inocencia de los mismos sixties que, por estos lados, dieron origen al Club del Clan. Pero una vez que se empieza a saborear su contenido, el dulce se convierte en ácido. Siguiendo con los paralelismos locales, Allen está más cerca de ser una hipotética heredera de la Violencia Rivas de Peter Capusotto y sus videos que de la Violeta Rivas original. La escenografía, austera, refuerza la estética retro: el nombre "Lily" iluminado de fondo podría haber sido usado en un show de hace cinco décadas. La única excepción es la colección de teclados y sintetizadores de Eddie Jenkins, gran arquitecto sonoro. El trío de guitarra, bajo y batería cumple con su rol de máquina de ritmos humana. Y sigue a la chica en sus saltos a través del pop, rock, funk, reggae, country, hip-hop, electrosamba o lo que venga. La mayoría de las 3.200 personas presentes en el Luna Park la escuchan con atención. Ni siquiera los hits de su primer álbum, LDN o Smile, consiguen encender al público que no se apretuja debajo del escenario. Es que la Allen está lejos de ser una showgirl convencional: sus canciones impactan a un nivel más intelectual que físico.
Fuente: Clarín
Fuente: Especial para Clarín
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