viernes, 18 de septiembre de 2009

Bailarinas como piezas de un caleidoscopio

Malandain. Su creador es una de las contadas personalidades aptas para tomar la posta de los creadores neoclásicos.

Irene Amuchástegui

En un panorama de danza tan escaso en visitas internacionales, el paso del Ballet Biarritz de Thierry Malandain por el Teatro Coliseo generó expectativas y confirmó que su creador está a la altura de los más grandes.

Esta semana pasó por Buenos Aires –más precisamente por el escenario del teatro Coliseo– el Ballet Biarritz. Es natural, en un panorama de danza tan escaso en visitas internacionales como el nuestro, que se redoblen las expectativas ante la llegada de una compañía como la de Thierry Malandain, cuya nutrida trayectoria registra datos significativos.

Integrante del Ballet de la Opéra de París durante un breve período, Malandain lleva un cuarto de siglo consagrado a la creación coreográfica entre el neoclásico y la danza contemporánea y, según la óptica de especialistas europeos, “es, en Francia, una de las contadas personalidades fuertes aptas para tomar la posta de los grandes creadores neoclásicos del siglo XX” (Gérard Mannoni, Dictionnaire Larousse de Danse).

Con Le sang des étoiles (La sangre de las estrellas), mostró aquí la exuberancia de su creatividad y su particular concepto de espectáculo: con sustrato en tradiciones tan cristalizadas como el ballet clásico, el circo y los valses de Strauss, pero al mismo tiempo desplazado de sus respectivas convenciones mediante la apelación a una lectura actualizada.

Además, el coreógrafo y director exhibió la notable calidad técnica y expresiva de su compañía –en cuyo nivel homogéneo se recorta la individualidad de las personalidades–.

El mito grecolatino que inspira vagamente a Malandain (sobre el origen de la constelación de la Osa Mayor) viene al auxilio del espectador en el programa de mano. Difícilmente una asociación con las peripecias de Zeus, Calisto, Hera y Arcas –su compleja trama de traición, venganza, metamorfosis y redención– pueda establecerse sin ese resumen. Pero, también hay que decirlo, poco importa: el espectáculo tiene su autonomía narrativa, no lineal en absoluto, y un curso intenso sostenido en el atractivo lenguaje contemporáneo de Malandain.

Se diría que, por momentos, el coreógrafo mueve a sus bailarines como si fueran las piezas de un caleidoscopio. En otros, recurre al vocabulario del ballet clásico, subraya pasajes rítmicos o echa mano de la ronda o el desfile rozando cierta deliberada ingenuidad que nos conduce a través de una especie de extraño cuento fantástico.

El diseño coreográfico, el vestuario, la iluminación y la singularidad de los cuerpos confluyen en una poética de caligrafía original. La imaginería recorre de la ilusión de la desnudez a un sofisticado travestismo, pasando por los disfraces que cierran la obra como una onírica mascarada: la música de Minkus (La bayadère) sostiene un “ballet blanc de osos polares” a la vez desopilante y entrañable.

Fuente: Crítica

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