Por A. Buela, E. E. Gandolfo y
Ante todo, Homero Alsina Thevenet fue periodista y maestro de periodistas. Pedía un dato en cada frase, una idea en cada párrafo, y su mejor amenaza era la figura de un lector impaciente al que hay que atrapar en las primeras tres líneas. En la práctica ese lector era él mismo, implacable con las digresiones, las erratas, los datos no verificados, la extensión de los paréntesis, el uso de la primera persona. Había que evitar los signos de interrogación (el lector no quiere preguntas sino respuestas), suprimir las muletillas como “sin duda” (incluirla implica que se está dudando), trepanar adverbios y adjetivos hasta que el texto se sostuviera sin ortopedias. Ahí venía lo más difícil: explicar por qué El ciudadano es una obra mayor, cómo entender a Ingmar Bergman, qué clase de fenómeno fueron las Listas Negras. El problema entonces se invertía y se volvía evidente que, para escribir como él quería, antes había que investigar el tema hasta ser capaz de exponerlo sin que la tiranía de la claridad traicionara sus complejidades. Lo primero que se aprendía con Homero era que nunca nada es fácil.
El cine que más le gustaba era como su prosa: admiraba la síntesis expositiva y el equilibrio entre forma y contenido. Podía encontrar esas virtudes en el Hollywood clásico pero también, como lo prueban sus textos, en el Neorrealismo, en La aventura de Antonioni, en el free cinema británico, en las películas de la Primavera de Praga, en Max Ophüls, en un ejercicio surrealista como Dos hombres y un armario de Polanski, en el cine de Angelopoulos o en un telefilm sobre el motín del Caine. Refunfuñaba contra la Nouvelle Vague porque le molestaban las etiquetas y las modas, pero le gustaba Truffaut y se jugó por La religiosa de Jacques Rivette cuando en Argentina se anunció su estreno en copia mutilada. Cuando el nuevo cine argentino era atacado por la industria y por parte de la crítica, Homero salió a defender Crónica de un niño solo, ópera prima de Leonardo Favio, publicando una crítica muy elogiosa antes de su estreno comercial. Fue el único periodista que se atrevió a escribir sobre Los traidores de Raymundo Gleyzer, asesinado por la dictadura, una década antes de que ese silencio comenzara a quebrarse en 1993. Emprendió una guerra –solitaria pero sin cuartel– contra lo que él llamaba la Teoría del Autor, pero en sus críticas elogió tempranamente los films de Don Siegel y Joseph H. Lewis, directores norteamericanos de clase B luego descubiertos por la crítica francesa. Es cierto que la diplomacia no era lo suyo y que solía volcar sus opiniones en términos que desalentaban el debate. Pero el conjunto de su obra demuestra un gusto amplio y hasta impredecible. Como escribió en alguna parte, el cine fue para él “un mundo ancho y ajeno”.
Ejerció la crítica en medios masivos durante un período en que el cine se exhibía exclusivamente en las salas de cine y ocupaba otro lugar en la sociedad. Logró, con otros, mejorar la cultura cinematográfica de varias generaciones de espectadores. Dejó la crítica poco a poco, por otras formas del periodismo cultural que entendió más útiles. Fue el primero en comprender que la reseña de estrenos, tal como se la viene practicando desde que existe, quedó detenida en un sitio donde ya no suceden las cosas que importan. El cine pasó a consumirse mayormente en TV, en formatos digitales hogareños, en Internet o en festivales, y los medios gráficos de gran circulación no dieron adecuada cuenta de ese cambio.
Dado que Homero fue consciente de su lector hasta el extremo de elaborar la mejor prosa posible, sus textos no sólo proporcionan una reconstrucción posible de la evolución del cine como arte y espectáculo, sino también de su circulación, recepción y contexto. Como buen periodista, le importaba comprender y comunicar lo que entendía que era la realidad y esa pretensión informa el conjunto de su obra, que se inicia con la Guerra Civil Española y termina con la globalización. Como además no dejó pasar un solo día de su vida consciente sin escribir algo en algún lado, era inevitable que esa obra dijera también mucho sobre sí mismo hasta constituir una forma posible de biografía.
Pero era improbable que sus textos comunicaran todo esto si al reunirlos y seleccionarlos no respetábamos ciertas proporciones. H. A. T. odiaba generalizar, por lo que su historia ideal del cine nunca fue escrita y sólo podría pensarse en letra chica, hilvanada a través de una larga serie de películas que pertenecen a un contexto antes que a un autor. La selección de textos no podía, por lo tanto, realizarse en base a criterios que en este caso serían improcedentes, como el de tomar sólo lo que escribió sobre “películas importantes” o sobre “sus films preferidos”. Lo que había que lograr era que cada período de su trayectoria profesional (que abarcó sesenta y ocho años sin intervalos) estuviera adecuadamente representado en función de su oferta cinematográfica y del modo en que H. A. T. había respondido a ella. Comenzamos a trabajar sobre esa idea y en poco tiempo resultó evidente que no podíamos cumplir con la intención inicial de concentrar semejante obra en un único volumen sin traicionarla. Por eso este libro, que existe gracias al compromiso de Liliana Mazure y José Martínez Suárez, es el primero de una serie. Primero creímos que harían falta dos, luego tres y al momento de escribir esto sospechamos que serán cuatro. Quisimos dar una idea del hombre a través de su obra y esa obra es inmensa.
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