domingo, 22 de noviembre de 2009

Los platos sucios se lavan en casa

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Raíces, con Marta Bianchi y Melina Pietrella, según la puesta de Luciano Suardi, ahora en cartel

Dos nuevas puestas sobre textos de Arnold Wesker, especializado en conflictos de la clase trabajadora, renuevan el interés por un autor que fue emblema durante los 60.

Susana Villalba

La celebración en 2008 de los 50 años de Arnold Wesker como dramaturgo generó internacionalmente un retorno-homenaje a su obra. La cocina -ahora con dirección de Alicia Zanca- fue su primera obra, puesta en escena en el Royal Court en el 59 y llevada al cine en el 61. Raíces, con dirección de Luciano Suardi, de la misma época, se estrenó primero en Belgrado; con Sopa de pollo y centeno y Estoy hablando de Jerusalen forma parte de la trilogía de Norfolk, región inglesa en que transcurren y en la que Wesker vivió.

Hay muchos elementos autobiográficos en sus obras, por ejemplo, la idiosincrasia de familias judías trabajadoras como la propia o su experiencia como pastelero en el londinense Tivoli. Pero llevados siempre a una reflexión de clase; hasta un conflicto amoroso como el de La Cocina es determinado por lo económico. Precisamente por retratar conflictos de pasteleros, mecánicos o peones de campo que en escena lavan sus propios platos, el teatro de Wesker y otros cercanos fue definido como teatro de fregadero. También fue incluido Wesker entre los jóvenes iracundos, llamados así por Recordando con ira, de John Osborne. Aunque Wesker declaró que no lo era tanto entonces como un viejo iracundo actualmente. En sus primeras obras tenía la ilusión del Ronnie de Raíces y peleó por llevar este teatro a los obreros a través de sindicatos, hasta que se desilusionó por "la complicidad de los trabajadores de la cultura que los explota".

Como encarar hoy aquellas obras casi didácticas, cuando esa conciencia de clase está más diluida o hibridada y los lenguajes más complejizados. Y sin perder el punto de vista. Encarada en clave musical por Zanka. La cocina se vuelve una opresión alegre. No sentimos las doce horas de ajetreo en un calor agobiante, excepto en un acertado momento coreográfico sin música. Aunque la algarabía va decayendo, no alcanza para justificar un estallido atentado final incomprensible. Es cierto que el mismo Wesker la llevó al género musical, a pedido del director Koichi Kimura que la estrenó en Tokio en 2000. Pero escribió un libreto ad hoc y durante años se buscó el ensamble entre música y texto.

En la versión porteña las canciones ni construyen un todo ni la Babilonia pretendida ni pegan con la gravedad de algunos sucesos como un aborto. Y otros peligros de retocar lugares y tiempos de los clásicos: por un lado hay celulares pero un judío alemán parece recién bajado de un barco de inmigrantes decimonónico. Un argentino tiene un póster del bailantero Rodrigo por nostalgia de su tierra mientras trabaja en un restaurante supuestamente extranjero de dueño más argentino que el tango. Un ex combatiente que no es de Malvinas, pero por edad no da para Bosnia ni para la Segunda Mundial. Un venezolano ¿exiliado de Chávez? y tan simpático. El lamento final del patrón, a diferencia de la intención original, nos da pena frente a un rebelde que al fin y al cabo actúa por despecho amoroso. En caso de que se entienda lo que le pasa, porque la constante y alegre batucada de cucharones atenta contra la escucha del espectador. El rigor se puso en estudiar e incluir movimientos de cocineros en coreografías mientras el enfrentamiento dueños-explotados del que habla Wesker se escurre por las espumaderas. Entretenida sí que es. Y linda de ver.

Raíces en el otro extremo. Precisamente, Suardi advierte siempre sobre el peligro de sacar del contexto de su época a un autor muy de época. Considera que si la obra tiene sustancia, el espectador hará por sí solo la identificación necesaria. Efectivamente aún podemos encontrar aquí y ahora mucha de esa gente aferrada a su temor a los cambios y a la extraversión que Wesker encontró en Norfolk hace cincuenta años, esa supuesta falta de interés en la política mientras hacemos la política de esa falta, la resignación y hasta complicidad con las injusticias que se padecen, el mofarse de la cultura por temor o dificultad de acceder a ella, trabajadores rompiendo la huelga de otros trabajadores.

Aunque no todos -o no siempre- los actores encuentran el puente hacia hoy, quizá por seguir excesivamente al pie de la letra lo de personajes opacos, autolimitados, apagadamente implosivos que propone el autor. Plenamente lo logra Julieta Vallina y otro excelente: Ignacio Rodríguez de Anca. Mayormente como Melina Petriella encarna el personaje encantador y dinámico, justamente la alegría y la libertad que llegan con la toma de conciencia, carga con la obra al hombro y la sostiene casi solita.

"Raíces", de Arnold Wesker, por Luciano Suardi Lugar: Teatro Regina (Avda. Santa Fé 1235) Días y horarios: Miércoles a Sábados a las 20.30. Domingos a las 20.

"La Cocina", de Arnold Wesker, por Alicia Zanka Lugar: Teatro Regio (Avda. Córdoba 6056) Días y horarios: Jueves a Sábados a las 21. Domingos a las 20.

Fuente: Revista Ñ (21/11/2009)

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