domingo, 22 de noviembre de 2009

La seriedad de la infancia

Tim Burton es uno de los contados realizadores en el cine que lograron marcar la cultura popular con una iconografía personal.

Leonardo M. D’Espósito

No hay muchos realizadores en el cine que hayan marcado la cultura popular con una iconografía personal. De hecho, y salvo Alfred Hitchcock o Richard Ford en el período clásico, sólo los hijos de ese gran forjador de iconos que fue Walt Disney lo lograron. Entre esos vástagos, aparecen nombres tan dispares como Steven Spielberg, George Lucas y, por supuesto, Tim Burton, generador icónico como pocos.

Hay que tener en cuenta dos cosas: la primera, que Burton es básicamente un artista de la animación. De allí que el diseño sea imprescindible para comprender el sentido de lo que vemos. Cada personaje es un diseño. Pero si sólo fuera eso, estaríamos ante un Philippe Starck en movimiento. Burton, nutrido por el lazo de acero que une el terror y el cuento de hadas (que son la misma cosa) les da alma a esos diseños. Son personajes melancólicos, desechados, seres que han sido marginados por los tenderos y mercachifles del mundo. Excéntricos, claro, porque el centro está ocupado por el productivo atildado: ni más ni menos las criaturas posibles en la era post Reagan, los que pudieron sobrevivir a la presión ultraconservadora. A veces, esos personajes se van de sus límites, siempre en busca de algo más auténtico, el puro arte. El Guasón de Jack Nicholson, por ejemplo, o su papá Beetlejuice, o su hijo sangriento Sweeney Todd. A veces hacen un supremo sacrificio y se marginan solos antes de volverse una amenaza. Eduardo Manos de Tijeras, o su primo Pee-Wee. Y, en ocasiones brillantes, logran construir un mundo propio y feliz lejos de la sociedad que los rodea: ahí están Jack Skellington y Willy Wonka.

Burton no es precisamente un gran narrador sino un gran “mostrador”, aunque el relato siempre sea preciso: está hecho de las escenas que sus personajes no suelen vivir ante la pantalla. Gatúbela se pone el traje incómoda en su autito; Ed Wood se bautiza con sus actores; la Novia Cadáver se arregla un ojo. Esas imágenes oscuras de color, luminosas de alma, suelen congregar una extraña ternura que nos obliga a pensar que esas criaturas son nuestros iguales. Y en eso consiste el gran juego: Burton habla de la intolerancia, de la violencia, del mal, y lo sitúa en la ausencia de juego, en la normalidad. Conmovernos con estos diseños desaforados y caricaturescos obliga a considerar humano aquello que, ostensiblemente, no lo es. Es uno de los pocos artistas que ejerce, desde los elementos más próximos a la niñez, aquella orden sabia que expresara Nietzsche: volver a jugar con la seriedad que teníamos en la infancia.

Fuente: Crítica

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