Este mes se celebran cien años del nacimiento de Eugène Ionesco, un dramaturgo que ha escapado a las categorías. En el teatro argentino, su influencia llegó temprano y marcó a autores como Eduardo Pavlovsky.
Por Jorge Dubatti
A cien años de su nacimiento, Eugène Ionesco (Slatina, Rumania, 1909-París, 1994) brilla en la historia de la escena mundial como uno de los representantes más destacados del teatro de posguerra, junto a Samuel Beckett y Arthur Adamov. Heredero del estallido formal e ideológico que introdujeron las vanguardias históricas (futurismo, dadaísmo, surrealismo) en las convenciones teatrales de la primera mitad del siglo XX, Ionesco sobresale por su desenmascaramiento del lenguaje como soporte de la realidad, por su capacidad de fundación de nuevos caminos poéticos y por la potencia de su comicidad.
En las décadas del cincuenta y sesenta Ionesco sorprende con una serie de estrenos fundamentales cuya fama se irradia desde los escenarios de Francia: su trayectoria se abre con La cantante calva (1950) y continúa con La lección (1951), Las sillas (1952), Víctimas del deber (1953), Amadeo o cómo sacárnoslo de encima (1954), Jacobo o la sumisión (1955), El impromptu de l'Alma (1956), El nuevo inquilino (1957), Asesinos sin paga (1959), Rinoceronte (1960), El rey se muere (1962), El peatón del aire (1963), La sed y el hambre (1966). Todas estas piezas se publican tempranamente en la Argentina y marcan la escena nacional con puestas en escena locales e influencias en la dramaturgia de Eduardo Pavlovsky, Alberto Adellach y María Cristina Terrier, entre otros. Menos conocida es su producción posterior, de Macbett (así con doble "t", 1972) a Viajes al otro mundo (1980). Tampoco se ha difundido como merece su obra ensayística y testimonial, en la que sobresalen los libros Notas y contranotas (1962), Un hombre en cuestión (compilación de artículos, 1979) y La búsqueda intermitente (memorias-diario, 1987).
Para componer sus dramas, Ionesco bombardea sistemáticamente las estructuras del teatro anterior, el mismo que ataca Antonin Artaud en El teatro y su doble (1938). El secreto del primer teatro de Ionesco radica en su violenta desintegración de las estructuras del drama moderno ibseniano (a la manera de Casa de muñecas y Un enemigo del pueblo), de fuerte productividad en el teatro internacional desde las últimas décadas del siglo XIX. Ionesco opone al drama de tesis y observación social y psicológica un teatro-jeroglífico que quiebra radicalmente el acceso racionalista. Uno de los primeros grandes analistas del teatro de Ionesco fue el crítico británico Martin Esslin, quien en 1961 propuso una categoría que llegaría para quedarse (aunque hoy es muy cuestionada): el "teatro del absurdo", es decir, según Esslin, un teatro que da cuenta de la pérdida de sentido de la existencia, de la historia y la misión del hombre en el universo, así como de la disolución de las bases metafísicas de la realidad.
Pero el mismo Ionesco solía reírse de esa expresión: "¿Yo absurdo? ¡Qué absurdo!" y prefería el término "antiteatro". El prefijo "anti" expresa el gesto de violencia y destrucción de las estructuras del teatro anterior, considerado por Ionesco expresión ideológico-poética del racionalismo positivista y el pragmatismo de la burguesía occidental, así como una pérdida del vínculo más auténtico con la condición más irracional del conocimiento poético. En Notas y contranotas Ionesco escribe: "Se ha dicho que yo era un escritor del absurdo; hay palabras como ésas que van de boca en boca, una palabra de moda que ya no lo será. En todo caso, es en sí misma lo suficientemente vaga como para no querer decir nada y como para definirlo todo fácilmente". A Beckett tampoco le gustaba esta categoría crítica, que sin embargo alcanzó tan amplia difusión. En sus conversaciones con Charles Juliet, Beckett señaló: "Los valores morales no son accesibles. Y no se los puede definir. Para definirlos, haría falta pronunciar un juicio de valor, algo que no se puede. Es por eso que nunca estuve de acuerdo con esta noción de teatro del absurdo, porque encierra en ella un juicio de valor".
Ya en 1967, en su ensayo "Algunos conceptos sobre el teatro de vanguardia", Eduardo Pavlovsky –profundo admirador de Ionesco–también expresa su desconfianza frente al concepto de teatro del absurdo: "Entiendo como extraña la denominación de teatro del absurdo porque ha sido en general mal interpretada, aun para aquellos que aceptaban la línea de ruptura de este tipo de teatro". Pavlovsky propone desplazarla por el término "realismo exasperado", categoría que toma de Lorda Alaiz. De la misma manera, el chileno Egon Wolf (autor de Flores de papel), prefiere reemplazar "absurdo" por la expresión "realismo vertical".
En un estudio revisionista sobre la poética teatral de Ionesco, el canadiense Wladimir Krysinski también objeta la pertinencia de la etiqueta absurdista para referirse al teatro del rumano: "La oleada de lo absurdo en el teatro y en la literatura desatada por los existencialistas ha contribuido al hecho de que el teatro de Ionesco, con los de Beckett, Genet, Adamov, Jean Tardieu, Dino Buzzati, Boris Vian, Fernando Arrabal, Max Frisch, Robert Pinger, Harold Pinter y Edward Albee ha sido calificado como teatro del absurdo. Visto desde nuestra perspectiva (...) me parece imposible mantener la etiqueta de lo absurdo como su calificativo principal. (...) Martin Esslin elabora una grilla de lectura interesante y toma un fenómeno incuestionablemente válido pero extrapola y generaliza un poco en exceso". En esa línea se ubica el libro notable de Michel Pruner publicado en 2003, Los teatros del absurdo (así, en plural), que señala que todos los autores estudiados por Esslin concuerdan en la absurdidad semántica pero despliegan poéticas y resoluciones teatrales muy diferentes. Para el caso particular del teatro de Ionesco, Krysinski sugiere reemplazar la categoría "teatro del absurdo" por la de "teatro de la ontología negativa y del paroxismo".
En La cantante calva, por caso, Ionesco hace estallar en mil pedazos la intriga lineal aristotélica y prefiere un "volver a empezar" infinito, aunque ya no con los esposos Smith sino con los Martin. La parodia de algunos procedimientos fundantes del drama moderno –el encuentro personal, el método biográfico, la construcción de la ilusión de pasado– alcanza un momento memorable en el diálogo de los Martin, quienes luego de descubrir inesperadas coincidencias en sus vidas, llegan a reconocer que son marido y mujer. El reloj inglés del living inglés suena sin regla comprensible con desquiciadas campanadas inglesas. La entidad psíquica de los personajes es indescifrable y un bombero declara tener que marcharse porque debe apagar "un ardor de estómago".
Mientras tanto "la cantante calva sigue peinándose". Para Ionesco, sabotear el sistema del lenguaje natural y el sistema del lenguaje teatral (que mimetiza el natural, a través del realismo lingüístico) es atacar en su centro mismo el principio de realidad. El sabotaje al lenguaje verbal es una de las herramientas fundamentales de su desarticulación de la ilusión del realismo. La realidad –sostiene implícitamente Ionesco– pone así en evidencia su naturaleza de construcción lingüística. Con ello Ionesco se adelanta a los pensadores del "giro lingüístico". El mundo es absurdo porque posee un régimen de realidad absurdo, pero también lo es porque la realidad burguesa ha devenido trivial, irrelevante, frívola: se advierte en sus charlas y hábitos tontos, en su banalidad. Son dos visiones diversas: no hay sentido, o tal vez exista un sentido o sentidos del mundo, pero la historicidad social del hombre burgués les ha dado la espalda, el hombre occidental vive ajeno al sentido.
Acaso una de sus obras más vigentes sea Rinoceronte, estrenada en 1960 por Jean-Louis Barrault. El atónito Berenger observa cómo en la ciudad, uno a uno, los hombres comienzan a transformarse en rinocerontes. Horrorizado, Berenger decide resistir en tanto el último hombre. Esta parábola de la resistencia tiene muy poco de absurdo y encierra una metáfora política transparente, aplicable a los más diversos contextos. Hay quienes ven en Berenger un símbolo de la resistencia francesa contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial; otros –como la teatróloga Beatriz Rizk– lo identifican con la resistencia del hombre actual frente al avance de la globalización: transformarse en "rinoceronte" es dejarse homogeneizar por la cultura de mercado, perder los vínculos con lo local y diluirse en la pérdida de identidad transnacional. Más allá del absurdo y de su teatro, Ionesco se ha transformado en un personaje mítico en boca de los teatreros latinoamericanos. En Micropolítica de la resistencia, Eduardo Pavlovsky describe un almuerzo entre Beckett y Ionesco, donde éste no para de hablar y hablar y el autor de Esperando a Godot se queda dormido. Por su parte, el gran director colombiano Gilberto Martínez imagina otro encuentro, el de Ionesco con Bertolt Brecht. Tras ver una representación de El círculo de tiza caucasiano, Ionesco se acerca a Brecht y le dice: "Maestro, ¿para qué hace todo esto? Si el mundo es absurdo..." Y Brecht le contesta con una pregunta: "¿Y usted cómo lo supo?".
Fuente: Revista Ñ. 14 de noviembre de 2009
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