sábado, 13 de junio de 2009

Simplemente María

María Onetto es psicóloga pero dejó la profesión para dedicarse a la actuación. Hizo teatro con grandes textos, actores y directores, pero la popularidad le llegó con la televisión y con un papel que le viene como anillo al dedo, el de… psicóloga.

Tenía un año cuando perdió a su papá. Desde entonces, vivió tironeada por el mandato de ser la más aplicada en una casa de mujeres donde su mamá nunca pudo poner fin a la tristeza de la pérdida. Así, la decisión de ser actriz tuvo sus demoras, tapada muchas veces por la sensación de vivir en tragedia permanente, hasta que decidió dejar atrás los miedos y, después de más de veinte años haciendo teatro, fue distinguida como mejor actriz dramática por su primer trabajo en la pantalla chica.

Ahora ha llegado el tiempo de la cosecha, después de hacer de mujer sin cabeza, de avejentarse para compartir podio con Alfredo Alcón, de finalizar el rodaje de otra película. A María Onetto le ha tocado ejercer de psicoanalista en Tratame bien, un unitario que bucea en ese metejón tan argentino por el psicoanálisis y, claro, cuenta con ventaja al haber obtenido ese título a los 21 años. Tampoco cabe duda de que sigue haciendo lo necesario para sobresalir en un oficio al que se resistió, sin imaginar jamás que se transformaría en una figura de culto. Será por eso que se la ve tan calma e iluminada cuando enumera tanta batalla propia.

–¿Ser actriz le generaba inseguridad?

–Mi padre murió cuando tenía un año, y mi madre me crió estando de duelo, hasta que descubrí que la vida no era así, que la vida tenía el sello del estado en que ella estaba. Y después ese dicho, ese de que no hay mal que por bien no venga: vaya a saber qué habría sido de mi vida si hubiese estado más acomodada. Yo siento que soy una persona, a mi manera, muy sufrida. La idea del disfrute era como una cosa forzada: fui una persona muy estudiosa, muy aplicada, muy atada a mis rutinas. Primero me recibí de psicóloga, después me di cuenta de que no quería serlo, más las idas y venidas en relación con armados de pareja y el teatro, que era otro torbellino más. Aunque me encauzó mucho: aprendí que me tenía a mí misma y un gran deseo de actuar.

–¿Sirve la psicología para elaborar personajes?

–Sí, en principio la formación universitaria me parece que sirve. Como actriz, me pasó que en la tele me tocó hacer de loca, y ahora me toca hacer de analista. Es un mundo familiar. Yo empecé a analizarme, tal vez por estudiar psicología, hace como veinte años, y lo seguiré haciendo. Creo que esa situación del análisis me sirve para tener más claro quién soy, aunque uno nunca termine de conocerse, y también cómo comprender un personaje de manera más profunda. Pero el gran fuerte de un actor es su imaginario y lo que asocia con ese mundo, y cómo traducirlo física y emocionalmente. Esa sigue siendo la principal herramienta para la mayoría de los actores.

–¿Le interesa la política?

–Nunca milité, aunque hubiera podido hacerlo. Hoy es una actividad muy desprestigiada: la política está reñida con el principio de la verdad, ser político significa todo el tiempo aunar posiciones casi siempre encontradas. Pero de haber nacido en otro país, con tradición de partidos políticos y con una democracia más añeja, posiblemente habría militado porque me siento responsable de mí misma y de los demás.

–¿Lee los diarios?

–Sí, aunque entiendo que también están atravesados por un pensamiento y un interés. Pero me interesa este gobierno, el primero en el que creo, y siento que debo defenderlo ante las críticas, que en todo momento buscan señalar el problema y no lo que para mí son una cantidad de avances que hubo a partir de su llegada. Volviendo a la información, a veces una quisiera defenderse, para vivir una realidad más personal y armarse un mundo más propio, que es en definitiva lo que busca el teatro, que siempre es político en la medida que busca construir una realidad diferente con signos nuevos, que son los signos del propio imaginario.

–Era una niña cuando se vino la noche de la dictadura.

–Tenía 9 años cuando fue el golpe militar. Me acuerdo de que mi viaje de egresados coincidió con la guerra de Malvinas. De todos modos lo viví todo de un modo muy distanciado. Teníamos información de familiares que habían mandado a sus hijos afuera, pero nunca sabíamos exactamente lo que estaba pasando. Éramos mujeres que amén de no tener un hombre en la casa, estábamos como atemorizadas, y esa era la actitud que teníamos también socialmente: eran tiempos de terror donde el tema de la violencia era muy habitual. Eso nos convertía en gente demasiado precavida. Yo lo lamenté mucho porque eso tiene consecuencias en el pensamiento de una persona, en su lucidez y en la manera que enfrenta la vida. Después se fue modificando en mí esta actitud excesivamente prudente. Mucho tuvo que ver mi hermana, que es psicoanalista y algo de ese pensamiento empezó como a revitalizar lo que era nuestra vida, y surgió de a poco la apuesta de jugarse por los deseos que uno tiene.

–Respecto de la necesidad de saber, lo de Montecristo fue muy meritorio.

–A mí me parece que se empezó por Teatro x la Identidad, pero esto fue la ficción en la televisión de un mundo imaginario, como era el mundo de El conde de Montecristo, atravesado por un tema político y cercano, pero manteniendo el balance entre esas dos cosas. Fue conceptualmente muy ajustado, precisamente para que llegara, para que no se produjera un rechazo. Había un compromiso con el tema, y a la vez hubo por parte de los actores un compromiso de actuar, y de actuar lo mejor posible. Me sentí muy estimulada, sobre todo teniendo en cuenta mis muchos prejuicios con la tele.

–Prácticamente fue su debut.

–Había hecho dos o tres personajes pequeños en Mujeres asesinas el año anterior, y después todo había sido teatro. Yo no tenía una ambición con la tele, aunque está bueno que te ubiquen en un lugar como actriz. Como la gente va poco al teatro, eso no se producía. Además, había en la tira una idea de conformar una femineidad reflexiva e interesante, con distintos prototipos: eran todos personajes muy valientes, muy jugados. Para mí, fue estimulante entrar a una novela siendo alguien nuevo, no conocido y ser tan bien recibida.

–Mientras hacía La muerte de un viajante, con Alfredo Alcón, debió ser reemplazada para poder filmar La mujer sin cabeza.

–Sí, y fue doloroso, porque desde el primer momento hubo una gran onda con Alfredo, que a los 79 años tiene la energía de un adolescente y la actitud de un principiante, que ensaya, que investiga, que está al palo en cada función. En realidad, la propuesta de La mujer sin cabeza había aparecido paralelamente, y yo había dicho que no. Cuando vuelven a insistir, se convirtió en una situación excepcional: un protagónico con Lucrecia Martel era algo a lo que no podía sustraerme por segunda vez, pero me costó tener que plantear que me iba durante ocho semanas a Salta. Pusieron una reemplazante, pero todo el tiempo los extrañé un montón. Después apareció la idea de una gira, y me plantearon si podía volver. Me aceptaron por lo mucho que nos queremos, y a mí me hizo muy feliz.

–¿Antes estuvo en Cannes presentando la película con Lucrecia Martel?

–Sí, y es todo un emblema… Son lugares muy paradigmáticos donde una busca no creérsela, intelectualizar, pero cuando llega la hora de ponerse el vestido largo y caminar por la alfombra roja no hay con qué darle, hay que jugar el juego, y es fuerte.

–Volviendo a La mujer sin cabeza, acá también aparece una suerte de metáfora sobre lo que sucedió en nuestra sociedad.

–Hay varias capas. La película tiene un tratamiento de los 70, tanto en el vestuario como en el arte, si bien trascurre en 2008, y algo también de lo que pasa en estos días, acerca de la responsabilidad hacia el otro. Además de ser la película más política de Lucrecia, siempre hablamos de que era una metáfora; hay un paralelismo con el tema de los desaparecidos. Pero también se trata de atropellar a alguien y no bajarse a atenderlo, y hay un montón de esos casos, lamentablemente. Pero en todas sus capas la pregunta, casi sin salidas, es si estamos ya tan domesticados o anestesiados. Si uno estuviera siempre conectado con lo que le pasa al otro, sería insoportable la vida. Entonces hay una zona que uno anestesia por demás, y esa zona así adormecida puede traer consecuencias, políticas, personales, en el sentido de cómo se encare la vida.

–¿Y en su vida, las cosas del amor ya no son tan trágicas?

–Nunca es muy sencillo, pero ahora estoy más tranquila.

–¿Antes la carencia le quitaba la paz?

–Sí, me tenía muy inquieta, por atravesar siempre situaciones de enorme desgaste. Hoy no tengo una pareja, aunque una piensa que a esta edad debería casarse y tener hijos como máxima aspiración. Era un poco lo que deseaba, pero después en los hechos no estaba tan desesperada por conseguirlo. Y ahora estoy en un momento de stand by en relación con ideales familiares. En la medida en que las cosas con las personas con las que uno se cruza estén buenas, me quedo con esta persona, pero no hay un a priori que se imponga de cómo no voy a armar una familia.

–¿No piensa en que el tiempo es fugaz?

–Pienso sobre el paso del tiempo en relación con mi edad. Yo soy la más chica de la familia, y tal vez persista la imagen adolescente que tengo de mí misma. Pero tengo 41 años, y hay algo que ya se tiene que estabilizar. Después uno se pregunta quién dijo que eso tiene que ser así, si todos somos fuerzas de la naturaleza. Lo veo en Alfredo Alcón, que es pura energía, que se vincula con personas más jóvenes o más grandes de la misma manera. Son ejemplos muy estimulantes de cómo existir también. Me parece que es eso lo que yo querría para mí.

Cristina Zuker

Fuente: Caras y Caretas

No hay comentarios: