jueves, 18 de junio de 2009

Desangrarse y morir con Sarah Kane

La escritora Sarah Kane fue una niña abandonada. Abandonada por su madre, por su padre, por el amor, por Dios. Hija de periodistas profundamente religiosos, “aterró” a sus padres por tener inclinaciones lésbicas. Solo la poesía la acompañó hasta su tumba.

Eve Gil


Para Antonio Marquet

Escribo la verdad y me mata…
SK

Sarah Kane fue una niña abandonada. Abandonada por su madre. Abandonada por su padre. Abandonada por el amor. Abandonada por Dios. Abandonada, incluso, por la tragedia. Solo una cosa la acompañó hasta la tumba: la poesía, la única piel que recubrió su membranosa sensibilidad. Porque si bien dicen los que saben que Sarah Kane o Marie Kelvedon, más que seudónimo, cómplice, amiga imaginaria de su infancia, revolucionó el texto teatral a partir de sus influencias de Beckett, Albee y Pinter, yo iría mucho más allá: lo que hizo en realidad fue radicalizar la poesía a través de la exhibición pública de sus entrañas; poesía putrefacta de mentira capitalista, racista, sexista, homofóbica y, sobre todo, belicista; enferma irremediable. Lo que Sarah quiere es ponerte un espejo para que mueras del asco como de hecho moría ella cotidianamente. Más que flor en el pantano, la dramaturgia poética de Sarah es el horizonte impoluto en medio de la devastación. “Si nos negamos a interpretar la realidad –diría ella –estamos negando su existencia….”

Su vida fue muy breve, instantánea… casi tranquila para quien miraba desde afuera, aunque vivir para Sarah fuera un desangrarse lenta y pausadamente. Nacida en Essex, el 3 de febrero de 1971, cortaría de tajo su vínculo con este mundo el 20 de febrero de 1999, recién cumplidos 28 años, tras mucho batallar por burlar la vigilancia de quienes insistían en mantenerla anclada a un cuerpo que despreciaba. Antes de perpetuar la primera intentona, a través del método más convencional (ingerir una sobredosis de somníferos) escribió, a manera de carta póstuma, un impresionante monólogo titulado 4.48 Psicosis, que en Francia es interpretado por la incomparable Isabelle Huppert. Al poco fue encontrada en el baño por su novia quien la llevó casi en andas hasta el hospital más cercano, donde lograron reanimarla. Posteriormente recurrirá a otro lugar común del suicidio: cortarse las venas. Decidió que el tercer intento sería el definitivo, y a pesar de que habían quitado de su vista todo artilugio punzocortante, la muchacha se encerró en el baño del London King’s Collage Hospital y se ahorcó con las agujetas de su tenis. Su última obra así lo anuncia: “A las 4.48/ cuando la desesperación visita/ habré de colgarme/ al compás de la respiración de mi amante.” (Ansia/ 4.48 Psicosis, Losada, Buenos Aires, 2006). Su traductor al español, el joven dramaturgo argentino Rafael Spregelburd, trabajó cabeza a cabeza con la autora en la traducción ya que la dramaturgia de Sarah Kane presenta severas dificultades dados sus malabarismos lingüísticos y el empleo de neologismos, y que entre ambos consiguieron resolver de manera aceptable. Spregelburd se refiere a Sarah en los mismos términos inocuos que todos los que la trataron: “(…) Era una chica simpática, un poco tímida y absolutamente apasionada, arrebatada por el acto de la escritura.” El rasgo más sobresaliente en ella era su pasión por la escritura. Fuera de esto luce como una muchacha absolutamente normal, de cabello rubio, corte estilo cadete, traslucidos ojos verdes y semi sonrisa irónica. Solo a través de la escritura se desangra. Más que romper con lo establecido, Sarah lo apuñala, lo viola y le devora los ojos, como de hecho hace uno de los personajes de Blasted con otro: “Banquete repugnante de inmundicia”, sería el calificativo casi unánime de la prensa londinense.

Esta niña expulsada de la secundaria debido a “un acto impronunciable de Dadaísmo en el comedor del colegio”, creció en Kelvedon Hatch y era hija de periodistas profundamente religiosos a quienes sin duda les horrorizó que su hija (tuvo solo un hermano de nombre Simon), además de quererse consagrar a los escenarios, manifestara inclinaciones lésbicas. Sus obras nos dejan asomarnos un poquito al sufrimiento de no haber sido aceptada, ni siquiera tolerada. Nunca aludió a sus padres, excepto a través del elocuente parlamento de 4.48 Psicosis, su autobiografía psíquica: “Mierda. Mierda. Mierda por rechazarme al no estar nunca, mierda por hacerme sentir una mierda, mierda por desangrarme todo el amor y toda la vida que tenía, mierda mi padre por hacerme mierda la vida para siempre y mierda mi madre que no se fue a la mierda y lo abandonó, pero sobre todo, mierda Dios por hacerme amar a una persona que no existe.” (p. 103). Sarah logró estudiar arte dramático en la Universidad de Bristol con matrícula de honor. Posteriormente hizo un master en la Universidad de Birmingham. Amaba la música de los Pixies, Radiohead y Elvis Presley. Cuando en 1991, a los 21 años, representó su primera obra, Enfermos, compuesta por tres monólogos en el Festival de Edimburgo, la crítica no supo como reaccionar ante aquella sucesión de violaciones, infanticidios y sexualidad herida. Los conocedores supieron que estaban ante algo trascendente, un genio precoz, un Rimbaud femenino y postmoderno… y no a pocos les llegaron ecos de dulzura que con tanta efectividad entrelaza Sarah con la sordidez. Se convertiría en eje de un movimiento teatral elocuentemente nombrado In yer face, variante de in your face o En tu cara, que pretende la radicalización de la dramaturgia a través del tratamiento provocador, crudo y frontal, sin poner límites a la expresión ni a la expresividad. Hay que apuntar que Sarah, pese a su extrema juventud, distaba de ser una improvisada: para cuando montó la primera obra de su autoría ya había actuado y dirigido en obras de Shakespeare y Chejov. Lo suyo no era mera rebeldía ni deseos de escandalizar, que no es lo mismo que provocar. Ni siquiera otros representantes del movimiento como Mark Ravenhill (1966) y Anthony Nielson arriesgaron tanto en los aspectos ético, estético y formal de la puesta teatral, porque como dice Sarah en algún parlamento atribuido a C, personaje eminentemente autobiográfico de Ansia, que ella misma interpretó en muchas ocasiones: “Soy una plagiadora emocional, robando el dolor de otros, sumiéndolo en el mío propio (…)” (p. 79). Sarah fue su propio escalpelo, su propia piel, su propio conejillo de indias, tatuándose las torturas físicas y emocionales de sus personajes que, más que máscaras (“personaje” significa “máscara”) son avatares de lo que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal”; personajes-metáfora que como tal explicitan la pasión que representan y pasivamente se asumen “víctima” o “verdugo”, única distinción posible entre los personajes de Sarah. Rompe, asimismo, la estructura dramática emparentándola más con la literatura que con el espacio/ tiempo teatral. El verdadero escenario es la conciencia del lector/ espectador, es decir, un espacio psíquico que prescinde de utilería. Es como mirar una escenificación de los propios sueños, de lo que no nos atrevemos a ver, sentir ni pensar de nosotros mismos: “Habla de sí misma en tercera persona porque la idea de ser quien es, de reconocer que ella es ella, es mucho más de lo que su orgullo puede aguantar (…) Está repodrida de sí misma hasta las branquias y desea que ocurra algo que haga que la vida empiece (…)” (Ansia, p. 61).

Sarah lleva esta premisa al extremo en su obra más controvertida: Blasted, cuya traducción textual sería Reventado pero se ha presentado en América Latina como Devastados. Tal ámpula levantó que se vio forzada a firmar su siguiente obra, Crave (Ansia) como Marie Kelvedon, a quien incluso le inventó una divertida biografía de ex presidiario y taxista. Devastados inicia con una pareja que se ha dado cita en un cuarto de hotel, pero desde los primeros diálogos advertimos que está lejos de ser un asunto amoroso, siquiera sexual: La mujer, Cate, ha acudido a ser vejada hasta la ignominia por Ian, periodista de nota roja, y quien en algún momento pasará a ocupar el lugar de la víctima, no a manos de esta, que nace y muere víctima, sino de un tercer personaje, un soldado que irrumpe en escena para sodomizar a Ian y comerle los ojos (simbólico acto que nos remite a Edipo) para después suicidarse: termina así la cadena antropófaga. Este pernicioso triángulo, por supuesto, es una metáfora de la violencia absurda de la guerra trasladada a la intimidad de una pareja conformada, desde el punto de vista bélico, por sometido y sometedor. Cate, quien deja escurrir sangre entre sus piernas sin inmutarse, no es el pez pequeño; no es tampoco víctima de Ian y mucho menos de la sociedad: es su propia víctima. Ha aceptado el rol pasivo quizá porque a través del ejercicio de la crueldad sobre su cuerpo y su psique aprenderá a ejercerlo también sobre otros, como en la guerra. Dice Antonio Marquet de la espléndida puesta mexicana, interpretada por Anna Graham y Arturo Ríos (quienes han montado prácticamente todas las obras de Sarah en México): “En tal contexto, la homosexualidad aparece como castigo contra la política prepotente del macho. Una especie de justicia retributiva inminente, de ojo por ojo. Si Ian violenta a Cate, el soldado atentará sexualmente contra él. Si Ian apunta con su pistola a la nuca de una Cate que ha perdido el sentido mientras la sodomiza, el soldado amenazará al violador con una metralleta, mientras lo viola. Ciertamente habrá un grado mayor en la escala del Mal, en algún momento aparecerá un enemigo más fuerte, más resentido, más enloquecido, alguien que muestre mayor disponibilidad para cobrarse la factura de la violencia que ha padecido.” Valdría la pena preguntarse si el soldado no es la propia Cate, quien hasta ese momento ha manifestado una perversidad pasiva, autocontemplativa, factible de confundirse con sumisión; una evolución en esta suerte de genealogía del mal donde la noción de víctima se diluye en un mensaje (aunque detesto el término) harto inquietante: todos somos verdugos de alguien, sobre todo de nosotros mismos. La propia Sarah estaba plenamente conciente de ser su víctima favorita con la que desplegó todo el arsenal del verdugo. Ella misma define su bipolaridad como “La enfermedad de volverse grandioso” (4.48 Psicosis)

En Ansia hace interactuar a cinco personajes que, más que dialogar, monologan entre sí. Los distingue apenas con una inicial que no necesariamente es la de su nombre, Cada uno sufre un conflicto que va dejando entrever sin revelarlo del todo. En apariencia se trata de su obra menos brutal, pero siempre herirá contemplar a seres humanos entrampados en el solipsismo y la incapacidad de recobrar su biografía, su cara, su vida: “No quiero estar viviendo en un monoambiente a los sesenta con miedo de prender la estufa porque no puedo pagar la cuenta…-dice “C”, el personaje favorito de Sarah –No quiero morir sola y que me encuentren recién cuando mis huesos estén limpios y el alquiler vencido” (p. 35). Aunque A y B hablan de sí mismos en masculino, lo cierto es que lo menos importante es el género al que pertenecen los personajes. Su propio monólogo suicida ha sido actuado indistintamente por actores y actrices, incluso simultáneamente por un actor y una actriz. El ser humano per se es lo que interesa a la autora, humano en estado primitivo, factible de recuperar inexorablemente su animalidad, estado al que suele reducirnos el dolor, la desesperación, la soledad, el desamor: “El Doctor No Sé Qué y el Doctor No Sé Cuánto y el Doctor Vaya a Saber, que está de paso y que le pareció bien venir o joder también un poco. Ardiendo en tibio túnel de congoja, mi humillación se completa cuando me sacudo sin razón y me tropiezo con las palabras y no tengo nada que decir sobre mi “enfermedad” que de todos modos sólo consiste en saber que nada tiene sentido porque me voy a morir (…)” (p.p 95 y 96)

4.48 Psicosis es una radiografía psíquica de Sarah Kane, pero también de la enfermedad bipolar, tan incomprendida y manoseada en esta sociedad materialista. Aunque se sitúe en el cerebro, la depresión bipolar es un dolor diáfano, que casi no duele en el cuerpo pero pesa demasiado en el pecho para tolerarlo. La depresión, más que sensación de tristeza o de melancolía es la piedra que nos ancla a un mundo en el que no queremos estar. Sarah traduce lo intraducible de su enfermedad en palabras que no tienen más remedio que ser poéticas, dolorosamente: “La depresión es enojo. Es lo que hiciste, quién estuvo y a quien le echás la culpa.” (p. 99) Enojo y no tristeza; enojo contra uno mismo y sin embargo no saber que es contra uno, ¿a quien le echas la culpa? ¿Qué hizo Sarah Kane para odiarse tanto? ¿No ser la niña buena que anhelaron sus padres? ¿Pretendió fustigarse insultando a sus personajes, a través de obras que si bien le acarrearon enorme prestigio, no pudo haber escrito sino cortándose las venas? Por cierto, para los médicos, Sarah Kane sigue siendo un expediente, una dosis de Lofepromina y Citolopram y Prozac y Sertralina y Zoplicone; un manojo de nervios con planes suicidas, paranoias, intenciones, que “no coopera” y cree que su médico es el anti Cristo. Nada más. Finalmente fue mayor su voluntad de morir que la voluntad de los médicos por arrebatarle su humanidad. Así lo entienden quienes todavía le llevan rosas al Royal Court Theathre donde siguen siendo representadas las obras del breve repertorio de Sarah Kane.

Por favor abran las cortinas.

Fuente: Anodis

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