Esperando a Godot. De Beckett. Dirección: Berta Goldenberg (Taller de Investigación del Anfitrión). Con: Arturo Silva, Catalina Basso, Lucía Pratolongo, Matías Panelo, Desirée Salgueiro, Vanesa Castañón y Marcos Nacucchio. Luces: Ignacio Spaggiari. Teatro Anfitrión. Jueves, a las 21.
Nuestra opinión: muy buena
Kafka lo abocetó y Beckett le dio los trazos definitivos: entre ambos crearon el retrato más verídico de la absoluta soledad del hombre en el tiempo de las máquinas y el avance tecnológico y científico. Vladimiro y Estragón (Didi y Gogo, para los íntimos) tan sólo se tienen el uno al otro, en ese páramo donde únicamente hay un árbol seco. Quiénes son, de dónde vienen, adónde van, ellos no lo saben; nosotros, testigos de sus idas y venidas, tampoco. A estas alturas, ambos personajes, sus circunstancias y sus andanzas son ya mundialmente conocidos: no vale la pena describirlos de nuevo en esta reseña. Quizás inspirados en el vagabundo de Chaplin (de quien heredan el sombrero hongo y la preocupación por el decoro de sus harapos) y en el inmutable Buster Keaton (empeñado en sobrevivir, con precisas acrobacias y el menor daño posible, a las peores catástrofes), Didi y Gogo pasan las horas, día tras día, en conversaciones vanas, en travesuras tontas de las que siempre salen malparados. "Nada que hacer" es la frase inicial de un diálogo de sordos estirado a través de un tiempo que parece hueco. Salvo esperar que un tal Godot venga a visitarlos, tal vez para dar un sentido a sus vidas y un alivio a la angustia de la eterna reiteración.
Hace poco, en la columna teatral publicada los sábados en esta sección, se reprodujo el comentario de un crítico inglés que, a propósito de la hoy triunfal reposición de Esperando a Godot en Londres, hablaba de cómo el prestigio de los intérpretes hacía descontar una calidad indiscutible de puesta en escena, una especie de cómoda certeza de que la obra ya es un clásico que transcurrirá sin grandes asombros. De ahí lo sorprendente de esta nueva versión porteña por Berta Goldenberg y su gente del Anfitrión, colmada de hallazgos transgresores. No es menor, por cierto, que el detestable Pozzo -insólito viajero que de vez en cuando atraviesa el páramo- sea interpretado por una mujer (ya su esclavo, Lucky, fue hecho por Alicia Berdaxagar en la memorable versión de Leonor Manso), y que otras actrices se hagan cargo, alternadamente, de Vladimiro y Estragón, que de a ratos vuelven a ser representados por actores. Estas mutaciones constantes de género (aunque se convenga en que ambos personajes siguen siendo varones) y la vivacidad de las acciones físicas, movidas con eficacia en el espacio por la directora, mantienen en vilo al espectador, devolviéndole a la obra uno de sus rasgos básicos: ser la parodia tragicómica de un viejo film mudo, por mucho que los protagonistas hablen y razonen, a su manera.
Y si bien las interpretaciones no son de uniforme calidad, es visible la intención común de crear un espectáculo original (que no es poco decir) y con profunda indagación de uno de los textos fundamentales en la historia del teatro. Al cabo de ver, a lo largo de medio siglo, tantas versiones de la obra, a este comentarista le queda la curiosa sensación de que en la segunda parte de Esperando a Godot habría una inesperada y misteriosa resonancia de La vida es sueño , de Calderón. No es improbable que Beckett conociera al dramaturgo español de mayor difusión en Europa en el siglo XVII.
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