Por Federico Irazábal
Para LA NACION
Nuestra opinión: excelente
La decisión de la autora Pam Gems y del director Jamie Lloyd es, por lo menos, arriesgada. Porque arrancar este biopic por el final es someter a la actriz que interprete el rol protagónico a un lugar de excesiva demanda, ya que en ese primer instante tiene que cargar con la intensidad propia de la caída, para un segundo después regalarle una energía acorde a una muchacha que cierto día encuentra a alguien dispuesto a sacarla de la prostitución y de la calle.
El texto propone un recorrido por los hitos biográficos del "gorrión de París", al focalizar en la tragedia que la acompañó. Y le regala pequeños instantes cargados de magia, en los que una vida empezaba a asomar muy por fuera de los escenarios y los brillos que luego supo conquistar.
Pero la obra de Gems no se obnubila en ningún momento. Está concebida con un espíritu antirromántico, en el que la fama queda despojada de aquel halo de luz con el que las industrias culturales suelen adornar el trabajo artístico para anclar en el abuso y en la fragilidad de esas divinidades paganas. A tal punto que la propia obra bloquea cada intento de aplauso como forma de reforzar su mirada crítica, al tiempo que gana en ritmo.
Pero por fuera de todo esto, que no es ni más ni menos que un modo de pensar el mundo del arte -muy interesante, por cierto, ya que se inscribe en un sistema teatral muy proclive a ciertos clichés-, lo que tiene Piaf es que es teatro, en el sentido más pleno de la palabra. Lo es cuando construye un ring con apenas cuatro luces. Lo es cuando Piaf es acunada y protegida por su gran amor Marcel Cerdan. Lo es cuando decide ubicar a su amiga de la infancia, Toine, a un escenario de distancia. Lo es cuando la hace actuar a Roger de espalda porque supo entender que esta actriz actúa hasta con cada milímetro de su cuerpo. Lo es todo el tiempo. Porque su director Jamie Lloyd entiende que si se está rodeado de talento se puede prescindir de decorados, movimientos y parafernalias varias para apostar por una comunicación directa entre la escena y la platea.
Desde lo escenográfico, Soutra Gilmour concibió un universo oscuramente homogéneo, de paredes descascaradas en las que se inscribe, de forma vertical, el nombre de Piaf, que parece querer sobresalir de esa decadencia, mientras que el telón rojo, que evoca el mundo de la fama y de la canción, es simplemente una tela que cae para ocultar lo otro.
El diseño de iluminación es lo verdaderamente protagónico en este musical que está exactamente en el opuesto de una obra onerosamente efectista, ya que apuesta -más cercano a una concepción londinense- a lo interpretativo y a la sugerencia.
La luz que pensó originalmente Neil Austin no simplemente ilumina. Tiene espacialidad y sonoridad. Sirviéndose del humo, la luz le da una densidad al espacio que colabora para generar el clima que tanto necesita esta historia, al tiempo que ayuda a darle ritmo al texto, ya que cada cambio abrupto en la iluminación de la escena indica un salto en el tiempo y un cambio en el espacio.
En cuanto a lo interpretativo, hay que señalar que el casting local es inmejorable, ya que cada uno en sus diversos roles logra ubicarse, tanto en lo actoral como en lo vocal, en los personajes históricos que interpretan. Julia Calvo, a cargo de la amiga Toine, hace un trabajo físico notable que va encontrando la carnadura necesaria para estar a las alturas del final.
De Elena Roger cada cosa que se diga implica empequeñecerla porque desde lo meramente actoral puede no perder el vínculo mimético con el personaje real, al mismo tiempo que, desde lo vocal, recorre tanto el ascenso como la caída.
Pero esto que ocurre cuando se quiere hablar de Roger sucede con todo el espectáculo. Porque el lenguaje resulta horrendamente pomposo ante lo bello de la simpleza que logra decirlo todo sin que se note el esfuerzo. Como Piaf, que simplemente abría su boca y llegaba al cielo. Así de simple.
Fuente: La Nación
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