Foto: LA NACION / Andrea Knight
En la puesta de Alicia en el País de las Maravillas, que dirige Zanca, predomina la diversión
Alicia en el País de las Maravillas. Dirección: Alicia Zanca. Versión libre del cuento de Lewis Carroll. Música: Martín Bianchedi. Coreografía: Hernán Peña. Escenografía: Alberto Negrín. Vestuario: Sofía Di Nunzio. Con: Soledad Fandiño, Nicolás Pauls, Daniel Casablanca, Georgina Barbarossa, Marina Pomenariec, Leandro Aita, Fede Howard, Stella Maris Faggiano, Tamara Garzón, Leandro Penna y elenco. Teatro Astral, Corrientes 1639. Sábados, a las 14.30 y a las 16.30, domingos a las 15 y a las 17. Entradas desde 50 pesos.
Nuestra opinión: buena
La escena parte de la monotonía de la rutina del colegio. Uniformes grises, docente gritona, pose estática para la foto recordatoria en el patio rodeado de cemento. Pero con el refulgir del flash, se abre un nuevo espacio, en el que no sólo adquieren color las vestimentas, sino también los acontecimientos que se desarrollan en una nueva dimensión. El agujero en el árbol del texto original se abre en el frente de edificios tras el patio escolar y Alicia inicia la vertiginosa caída camino al País de las Maravillas.
La puesta en escena de Alicia Zanca del maravilloso relato de Lewis Carroll despliega recursos llamativos y un ritmo impactante en algunos de sus tramos, con un inteligente trastocamiento de las convenciones espaciales, gracias también a la escenografía de Alberto Negrín y la incorporación de elementos acrobáticos en el desplazamiento de los personajes. Así, Alicia cae en la conejera sin fin, se agranda y achica frente a la puerta que la llevará a nuevas aventuras, nada en sus propias lágrimas, se cruza con una desopilante oruga con aires de elevado sultán turco y con la arbitraria reina de corazones que desconoce su labilidad de naipe acartonado.
También la música de Martín Bianchedi interviene activamente en otorgarle un tono de sana locura, incluso a las vistosas coreografías, al llevar, por ejemplo, a las cartas de la reina a tomar el ritmo de raperas caribeñas. Y el gag reiterado de la absurda mesa de té encabezada por el Sombrero se convierte en un mecanismo de relojería para la risa.
En particular, las figuras encarnadas por Daniel Casablanca (la oruga, el Sombrerero) y Georgina Barbarossa (docente y reina) adquieren una potencia desopilante que acapara la mirada del público.
Frente a ellos se planta, sin embargo, en muchos pasajes la poco expresiva Alicia, interpretada por Soledad Fandiño como mera observadora, que sólo se integra con mayor soltura en algún número musical como el de los naipes o en su disposición al juego acrobático. Y como el conejo, su partenaire en el recorrido de los paisajes de las maravillas, se mantiene en la interpretación de Nicolás Pauls en el mismo perfil bajo, se causa cierto desequilibrio escénico.
Sumado a algún exceso de literalidad en la transposición al lenguaje teatral del relato literario, pierde la obra, por momentos, el swing con que brilla en otros. La lógica del absurdo se interrumpe al no ser sostenida de igual modo por todos los personajes ni por todos los textos que hilvanan la acción.
Ello no quita que predomina la diversión, por lo que la Alicia que finalmente vuelve al patio escolar, a esa escena inicial que parecía presagiar irónicamente un tono de comedia musical juvenil al estilo de las traídas al teatro desde la televisión, llega a la imagen final con el color que les otorga a los chicos poder vivir sus propias aventuras en un mundo de sentidos que subvierten la racionalidad adulta.
Fuente: La Nación
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