Reestrenó "De mal en peor", un homenaje a la dramaturgia de Florencio Sánchez. En abril, la lleva a festivales de Berlin y Bruselas. Aquí habla de los procesos creativos y del valor del actor argentino en el mundo.
Camilo Sánchez.Hay un sauce, en la vereda de la calle Thames, que se inclina sobre el bochorno del asfalto como buscando agua. Está jodida la tarde en Buenos Aires. Ricardo Bartís —ojotas, bermudas, una remera azul— abre desde el portero eléctrico la puerta del Sportivo Teatral, su taller/escuela/teatro, y pide un minuto: viene de baldear el patio, regar las plantas y sólo falta agrupar un par de hojas chamuscadas en un rincón. Casi como una instalación casual, en el escritorio de entrada, dentro de una coqueta bolsa que dice Clarín, descansan seguramente los dos premios —Mejor Director y Mejor Obra del Circuito Off— que ganó a partir de la bella y batalladora De mal en peor, una especie de homenaje a la dramaturgia de Florencio Sánchez.
La larga ruta de ideas que Ricardo Bartís se apresta a ir soltando en unas tres horas de charla, parece cargada de atajos o imprevistos que, sin embargo, como sucede con el cuerpo dramático de sus obras, está protegida por una hilación firme. Bartís se mueve, más allá de cotejar dudas o de revisar conceptos, en el convencimiento de quien maneja, más que citas o frases importadas, recursos de un pensamiento propio.
"¿Café, mate?", pregunta y regresa de la cocina, detrás de donde está montada la platea de su teatro: la escenografía de De mal en peor, que acaba de reestrenarse, se desparrama en toda la casa. El director cuenta algunos arreglos recientes del lugar. "El mayor logro del Sportivo Teatral es la existencia misma del Sportivo Teatral", dirá, entonces, en tono confesional.
¿Qué diferencia de estrés hay entre un estreno y un reestreno?
Es distinto. La situación de las primeras aproximaciones del público, por más que el espectáculo esté bien consolidado en la intimidad de los ensayos, generan una gran inquietud. Cuando digo inquietud hablo de goce y de deseo, de miedo y de expectativa.
¿Con las funciones eso se distiende?
Hay algo que se afirma en el trabajo y, por suerte, hay algo que se desaloja: aquello que tiene que ver con el temor o preocupación que desafinan el vínculo con el espectador. Un riesgo sería solemnizar ese vínculo, tornarse alcahuete del público, tener una actitud teatral para que el espectador pueda reconocerse sin riesgos. Lo otro es un intento: fundar ese vínculo en el territorio de una construcción poética. Los primeros encuentros son difíciles. El reestreno es distinto: requiere de una atención de no atontarnos, de volver a instalar la potencia, pero eso suele llevar, también, un par de semanas.
Bartís parece reconcentrado en la charla. "El agua", le advierte el cronista. "¿El agua?", pregunta, consternado, y recién después sale disparado, esquivando muebles, hacia la cocina. Regresa con el mate. Entre los muebles que esquiva sucede la última historia pensada por Bartís, anclada en los festejos del primer centenario de la patria. La obra está plagada de personajes que quieren demostrar todo lo que saben y demuestran, de puro argentinos, todo lo que les falta. Es un texto abarcativo: la decadencia de una familia, una maestra importada por Sarmiento raptada por los indios, el poeta que le escribe discursos a los intendentes, la ambigüedad sexual, el incesto, la derrota, el pobrerío que golpea las ventanas, la entrega de la más joven de la familia para capear el temporal de la ruina.
¿Sentías que metías toda la carne al asador en esta obra?
Ese unvierso está en la literatura de Florencio Sánchez, con quien tenemos una deuda emocional e intelectual severa: el tipo modifica el registro dramático de Buenos Aires, instala el procedimiento de lo social sin atisbos panfletarios. Pone lo político en lo micro, en la intimidad de una familia, y lo hace estallar. Leímos a Sánchez, a Eugenio Cambaceres —más para investigar la intensidad o las formas del habla— y también a Gregorio de Laferrere, un autor contemporáneo a Sánchez, más influenciado por el vodevil. Y comenzamos a trabajar en el relato.
En la historia propiamente dicha.
Claro, digo relato como una forma de tomar partido en lo teatral. Yo no me planteo una obra como una acumulación de imágenes.
No hay palabras de Florencio Sánchez en la obra. ¿Cuánto de soporte o de marketing tiene colocar su nombre en los créditos?
Más que nada, es un palenque donde rascarse. Las palabras de Sánchez fueron disparadoras, generadoras de trama teatral. Da temor, hay que decirlo, no tener la historia, ni el texto, ni los personajes. Una situación tentadora pero también con riesgos ostensibles: más aún, cuando se trabaja con un grupo actoral numeroso. Y estaba el momento, además.
¿La realidad fuera de los ensayos?
No nos olvidemos que veníamos de De la Rúa presidente, el proceso del 2001: Puerta, Rodríguez Saá, Duhalde. Ese era el campo de nuestros mayores: ese era el campo de la representación teatral de lo que suele llamarse lo real, la política, la Nación.
Un tiempo para renovar el mate y enfrentar una sesión de fotos. Y la aparición, en la charla, de un orgullo genuino: de los once actores de De mal en peor, ocho debutaron con esta obra. "Son buenos y además están compenetrados en esta forma de trabajo, sostenidos más que nada por el deseo y las ganas de actuar".
Insisto: ¿no corrías el riesgo de meter muchas cosas en la obra?
No, a mí me interesa un relato que haga referencia a un núcleo de comportamiento. Sobre ese relato ingenuo, después, se va a imprimir la potencia de la actuación, aquello que convoca una obra que, antes de los ensayos, no teníamos. La época, por cierto, no ayuda. En sus aspectos más oscuros, se trata de un tiempo descerebrado y brutal. Nosotros con lo que contamos, básicamente, es que hay otro teatro posible, en otras condiciones, con otra forma de actuar y de agruparse, con una entrega generosa. Hay que entender que, en estos tiempos, la actuación ha perdido terreno.
¿Por qué?
Porque imperan los lenguajes lavados de la modernidad. Un teatro, una forma de representación cargada de tics, que no termina de morir. Del espacio alternativo se están produciendo los grandes actores argentinos. Precisamente de ese campo es de donde viene la valorización del teatro argentino en el mundo, no del teatro que se hace en la calle Corrientes o del teatro oficial.
Hace poco declaraste que te sentías dejado de lado por el teatro oficial.
No les debe interesar lo que yo hago. No deben considerar que soy una expresión importante del teatro de la ciudad. Si no, no entiendo por qué Kive Staiff no me llama. O será que tal vez no sería el teatro oficial un buen lugar para transitar y en ese caso me está haciendo el favor de evitarme la tentación de ir a trabajar al San Martín. Acaso no quiere distraerme de mi trabajo.
¿No descartarías una estructura oficial para trabajar?
Es que es muy agotador siempre ser uno el promotor y sostenedor de los proyectos. A veces, es necesario que alguien te tire un cable para poder creer en algo. Las situaciones de marginación no son siempre simpáticas, el salvajismo de la libertad también puede ser cansador. De todas formas, a veces, uno pediría, más que ayuda, que no compliquen las cosas.
¿A qué te referís?
Al proceso post-Cromañón, por ejemplo. Cerraban teatros que eran emblemas culturales por un matafuegos vencido. Yo estoy viejo. Y seguís siendo siempre adolescente en este país. No se trata de pedir ayuda: no habría que perder de vista que hay urgencias más importantes para derivar el dinero del Estado. Pero lo que no existe es una política estratégica hacia ámbitos, como han sido los grupos teatrales, que ayudaron a sostener una trama social cuando todo parecía disolverse. Falta una discusión con las empresas privatizadas para que estos ámbitos culturales tengan cierta consideración en la luz, el agua. Nosotros pagamos 190 pesos de agua: 190 pesos de agua. Y encima, exigencias y controles. En estas salas no ha habido accidentes, ni incendios. Cuando los hubo, fue la policía o los servicios poniendo alguna bomba como en El Picadero.
En tu libro "Cancha con Niebla" decías que padecías, y la calificabas de neurótica, una desconfianza hacia el reconocimiento ajeno.
Se ha ido calmando con el tiempo. Los premios y todo eso ayudan por un momento, es divertido, pero nada más. El otro día, en un ensayo flojo, les gritaba: vamos a tener que devolver todos los premios. No hay cambios con premios o sin premios en este teatro berreta de cámara que encaramos nosotros. No hay especulación de pasar al frente, sólo de trabajar.
En una charla pública defendías el valor del actor argentino.
Después de la dictadura militar se habían mirado mucho los procedimientos foráneos de actuación. Hoy se está reparando eso y se están valorando, otra vez, modelos actorales de aquí: recuerdo a Carella, hay que pensar en Luppi y en Dumont, en Inda Ledesma —a quien vi catorce veces en Medea para tratar de entender su oficio—, en Cristina Banegas, Urdapilleta, Luis Machín, María Onetto, tantos nombres que se escapan ahora. Aquí hay actores con diversos niveles de registro y de improvisación, que es inhabitual. Aquí hay actores que no ves en ningún lugar del mundo.
Fuente: Clarín
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