sábado, 3 de junio de 2006

ENTREVISTA A JORGE LAVELLI "El teatro no debe caer en lo abstracto"

Con la puesta de "Rey Lear" en el San Martín, el prestigioso director argentino, radicado en París, vuelve a Shakespeare y a su vigencia a escala global en un mundo dividido, corrupto, lleno de violencia, miseria y lucha por el poder. La obra se mueve, a su juicio, entre la tragedia y una visión grotesca y desesperada.

PABLO INGBERG.

Recordar que el historiador de teatro Michel Corvin, en un libro de hace más de treinta años, lo incluyó entre los mayores directores de la renovación escénica francesa junto a Jean-Louis Barrault, Peter Brook y otros pocos, tal vez baste como muestra de lo que significa el argentino Jorge Lavelli, que emigró a Francia a principios de 1960 y supo ganarse allí aplausos y honores. Entre sus últimas puestas de las que se pudo gozar en Buenos Aires se cuentan las de Pelléas et Mélisande, de Debussy en el Colón (1999) y La hija del aire, de Calderón de la Barca en el Teatro San Martín (2004), adonde ahora viene nada menos que por Rey Lear, de Shakespeare. En sobria habla porteña en que se cuela a veces algún detalle francés, se refiere a su trabajo con sencillez, y recuerda sus experiencias shakespeareanas: "Con Mucho ruido y pocas nueces inauguré en París el Teatro de la Ville a fines del 68, el año del lindo mes de mayo, que influyó en mi puesta, porque despertó algo particular. Lo que pasó no conducía a ninguna parte, y está de moda desprestigiarlo, pero produjo algo moral."

- —¿Siguió - Cuento de invierno- ?

- —En 1980. Iba a hacer una obra de Copi en el Festival de Aviñón, pero leyendo en vacaciones me entusiasmó la de Shakespeare y la idea gustó. Busqué antecedentes de puestas, pero sólo encontré una de la Royal Shakespeare Company aburrida como para dormirse de pie, con decorados pintados y actores recitando adelante. Me pareció que faltaba pensar qué puede decirnos hoy ese teatro. ¿Para qué hacer una obra clásica, si no? Esta me interesaba por cosas que me preocupan personalmente: el tema del tiempo, la imaginación, el personaje que resucita treinta años más tarde, cosas que en un mundo razonable no se comprenden. Un libro del polaco Jan Kott (a quien conocí personalmente a través de su admirado Gombrowicz) había creado un nuevo interés en Shakespeare, porque lo relacionó con el teatro contemporáneo, Beckett, que estaba en la cúspide de su gloria, Ionesco, autores cuyos temas eran también shakespeareanos: el poder, la seducción, la mentira, la descomposición de la familia. Rompió con la "antigüedad" de Shakespeare, más concretamente que los "expertos", o que esas traducciones que anotan al pie "esto es muy divertido, aquí la gente se reía porque se aludía a no sé qué". Hizo pensar también en cómo traducir, no para transformarlo en algo cotidiano, que sería otra tontería, sino para precisar.

- —¿Cuál vino después?

- —La tempestad en el 83, en Barcelona. Me despertó un interés personal, porque sobrepasa el naturalismo y por su humor basado sobre el desgarramiento; y por ese personaje fabuloso, que trae a todos a la isla para vengarse y, cuando tiene el poder, deja todo y perdona; casi una idea cristiana. Aunque tenga sobre el hombre una mirada terrible, vuelve al punto de partida, la sociedad corrupta. Creo que es de lo más optimista que leí de Shakespeare. Luego, en el 86, en la Comédie Fran©aise, hice Sueño de una noche de verano, que también forma parte de ese mundo onírico, traspuesto, alucinado. Piazzolla compuso la música. Me decía: "¿Shakespeare, le parece que yo puedo?" Yo dije: "¿Cómo no?", es esa transición entre dos cosas que Shakespeare hacía tan bien, donde hay alucinación, sexo, dolor, sufrimiento, humor, todo al borde de lo grotesco. Después, cuando comencé con el Teatro de la Colline, me prohibí salirme del repertorio contemporáneo.

- —Entonces - Rey Lear- es un regreso a Shakespeare.

- —Sí, aunque después de La hija del aire hice una obra muy shakespeareana, diría: Merlín o la tierra devastada, de Tankred Dorst, basada en mitología celta. Historias de poder, crimen, traición, amores. Y está esa idea de los caballeros de la mesa redonda, que sentados todos al mismo nivel creían hablar más libremente e imaginar una sociedad equilibrada. Luego, una guerra devastadora. Y al final, como si fuera de Monteverdi, vienen a buscar al rey unos que vuelven de la muerte.

- —¿Por qué Rey Lear?

- —Es una obra en la que pensé hace tiempo, por un actor amigo mío, Michel Aumont, que hizo de Macbett cuando vine a hacer Macbett de Ionesco. Un actor extravagante, con gran capacidad de transformación, y al mismo tiempo de humor, y que lleva en sí una herida profunda. Es el único humor que me interesa, el de la desesperación. El que requiere Shakespeare, ¿no?

- —Kott señala que - Rey Lear- anticipa el grotesco y el absurdo, que si a esa escena en que Edgar disfrazado conduce a su padre ciego se le saca la acción, lo que queda es - Fin de partida- de Beckett.

- —Efectivamente. Es una escena genial, fuera de todo orden. En ese mundo imaginario Shakespeare es insuperable. Ahí es grotesco, pero también trágico. Ese abismo donde va a arrojarse Gloucester se crea sólo con una descripción concreta pero falsa. Un poco como el teatro, ¿no? Hacer creer que algo es verdad sin mostrarlo.

- —¿Qué actualidad ve en Rey Lear?

- —Se puede ver el mundo sin verlo, como ese personaje ciego. La ciudad está invadida por mendigos. Anoche tarde iba caminando por Corrientes y la calle que nunca duerme era un gran dormitorio. Es doloroso. Lo mismo se ve en otras partes: el capitalismo devastador crea esa increíble riqueza para pocos y la ilusión de que todos pueden gozar de ella, y abajo de la pirámide quedan esas personas como gusanos en la calle. Lear es también un símbolo de la Europa decadente. Aquella idea de un gran territorio común está comida por la burocracia, cada uno sigue con lo suyo. ¿Quién se siente europeo? Millones se sienten americanos en tres años; algo los mueve a eso, no importa de dónde vengan. Pero nunca oí a nadie decir que se sentía europeo. Yo, tal vez: por mi ascendencia italiana, lo italiano me parece como mi familia. España puede ser como aquí. Aquí, vivimos entre la cultura judía y la italiana, que hacen esta gran ciudad, como Nueva York. Y eso parece capacitarnos para ver más amplio el panorama. Allá están los catalanes y los vascos y aquél con Galicia y éste con Córcega; falta amplitud, generosidad.

- —- La hija del aire- es una obra en verso, como las de Shakespeare en su mayor parte, algo que en las traducciones suele perderse.

- —Claro, o no se hace porque es difícil. En Madrid oí decir sobre La hija del aire: "no entendí porque era en verso". Y acá igual. Sorprende. En esta ciudad se hizo tanto de interés, aun de ese teatro, por ejemplo Lope de Vega. Venían compañías con esa cultura del verso, que se perdió también en España, aunque no tanto como acá. Pero yo veía al público comprendiendo, y eso me dio una señal, porque no sé dónde estamos con esta lengua.

- —En su puesta había además cierta llaneza de recursos escénicos propia del teatro de aquella época, pero usados de modo complejo y sutil.

- —Sí, era un castillo, pero sin ninguna referencia histórica. Adentro pasaban cosas, o aparecían personas, o músicos. O se abría y se veía lo que pasaba fuera, la guerra civil. Era bastante neutro, pero con posibilidades de utilización dramática. Se trabajó fuera de la historia, no en una reconstrucción de época, porque no había ninguna: Calderón escribió sobre una leyenda. Entonces, ¿cómo relacionarla con lo que vivimos? Está el tema del poder, la mentira, el personaje que se desdobla; y las historias paralelas, como sabían hacer estos autores, que equilibraban la solemnidad con alguna distensión.

- —En Shakespeare es frecuente la distensión en medio de situaciones trágicas, pero en - Rey Lear- lo trágico y lo cómico se unen, ¿no?

- —A veces, y ahí estamos al borde de lo grotesco, esa forma bastarda de lo trágico. Uno puede caer de un lado o del otro. Y Lear está a menudo próximo a eso, por su falta de reflexión, su egoísmo, su nihilismo, el culto de su personalidad, esa ceguera. Nunca vio vivir a los otros; se vio vivir él mismo, y aun así de qué manera. Entonces todo lo sorprende; y cuando cae, cuando se baja del pedestal, empieza su reencuentro consigo mismo.

- —Ahí es importante la ayuda del bufón.

- —Sí, yo lo llamo loco, para que no se crea que está para hacer reír. Es un personaje difícil, que le trae a Lear una especie de reflejo. Tiene la libertad de decir lo que le parece. Es también una manera de crear una distancia entre lo doloroso y lo contrario. Todos los personajes caen a menudo en un exceso que los lleva al borde de lo grotesco. Es lo que se ve en los políticos: la ceguera y la incapacidad de conducir un Estado, la exaltación de sí mismo. En la Argentina o en Europa, la gente va a entenderlo, salvo que el vacío de la televisión lo haya demolido. Pero igual, ése es el privilegio del teatro, su dominio propio. Si no, ¿qué sentido puede tener? Hoy es minoritario en todo el mundo, aun donde está reconocido, como en Francia, donde todo político, de derecha o izquierda, tiene un proyecto cultural. Pero se puede plantear a esa minoría una interrogación; eso bastaría; que no se aburra, que se plantee un problema. Es el único sentido que podemos darle a esta actividad; si no, sería una actividad de museo, una reconstrucción de la historia, y aun así, qué aburrimiento fatal. Creo que ésta es una obra muy moderna, por esos comportamientos, la ceguera de este personaje, el egoísmo de esas hijas, la dualidad en todos; es una obra sobre la multiplicidad del ser, sobre cómo las situaciones modifican el comportamiento, cómo los personajes se desdoblan; no hay ninguno simple, comenzando por el rey, que no sabe quién es: "¿soy yo el rey?", dice, "¿así habla, así camina Lear?" Y los otros, con trazos más gruesos, usan la mentira, usan...

- —El disfraz.

- —Esa es la forma, consecuencia de la forma, diría Gombrowicz. Esos personajes que están en la forma tienen un lenguaje de forma, vacío, no alimentado por la pasión, ni el dolor, ni la esperanza, sólo por la mezquindad. Y de pronto se desnudan, aparecen de otra forma. Me parece atractivo en este mundo de la simulación, la forma, la mentira sobre la cual se construye toda una sociedad que la toma como parte del patrimonio; y con ese instrumento se puede seducir, hacer creer.

- —La hipocresía en Edmund y las dos hijas "malas".

- —Las perversas; y la otra, la pura, a la que nadie comprende, porque dice "no tengo nada que decir", y entonces no recibe nada, "nada es igual a nada".

- —Como si la franqueza no tuviera lugar en el mundo.
- —Cierto, es una obra sobre la descomposición de la familia y la caída de una sociedad, porque en esa desnudez se juega la suerte del mundo, ¿no? Y se tiene que sentir. Ahí está la dificultad del teatro, de Shakespeare en particular.

- —Kott dice que el grotesco concurso oratorio que hace al prin cipio Lear, si se hace de manera realista, fracasa teatralmente.

- —Sí, esta obra precisa actores bien preparados culturalmente, técnicamente, intelectualmente, sensiblemente. Y cómo contar esta historia, primer problema de un director, al menos para mí; cómo contar ese desdoblamiento. Yo sentí enseguida que tenía que reflejar a los personajes de algún modo; por eso hay un muro de espejos en el decorado, que está dividido en dos partes, con tres entradas: una mayor, una media y una pequeñita, por la que significativamente cuesta pasar; nada es sólo decorativo. Y así se reflejan de modo oblicuo estos restos de personas, que debaten si es mejor cincuenta caballeros que veinticinco, si hay comida para tantos, si hay que aguantar esa mala educación. Además el rey es más bien antipático. Y es importante la guerra civil, aunque no se ve: personas hechas para ser enemigas de pronto se unen contra el otro; como en política, lo que se lee casi todos los días en los diarios. No es que la puesta deba evidenciar esas significaciones, sino que al modo dialéctico del teatro el espectador va a plantearse algún interrogante: qué pasa, qué es esta sociedad que se descompone. Y después esa búsqueda de sí mismo, que va más allá de todo, porque, aunque le quede el remordimiento, el dolor, este rey tiene el humor un poco negro de querer hacerles un juicio a sus brujas, sus hijas, que él ve ya como producto de una propia maldad personal.

- —De lo peor de sí mismo.

- —Exacto. Creo que de eso hay que hablar. El teatro tiene que servir para algo, ¿no? Esa reflexión la tuve los diez años del Teatro de la Colina. No se puede entrar en lo puramente abstracto; la relación con la realidad es concreta. No importa que la forma sea como la de un sueño; es un modo de contar una historia. Y Rey Lear, tan admirada, a veces se pone de moda, pero en general se deja aparte, porque es difícil. Las dos versiones conservadas tienen demasiado material, hay que despojar; si no, se hace interminable, y no sé si hoy la gente puede seguirlo, apasionarse por eso. Es doloroso pero se puede constatar. Tal vez es la perversión de la televisión, que condiciona a los que mientras miran una cosa, hablan de otra y lavan platos. Entonces, en el teatro no comprenden; una palabra que sale de las doscientas del lenguaje cotidiano ya no se entiende. Siempre me preocupó la comprensión, también como espectador, porque lo que no se comprende aburre.

- —¿Qué otros personajes lo atraen particularmente?
- —Oswald es formidable: todo se le cae encima, tan vanidoso y tan pobre persona, se puede reconocer en todos lados.

- —Un tercerón de la política.

- —Esos intermediarios a quienes se les confiesan cosas. La hija de Lear le confiesa su amor a Edmund, le confía cartas personales para que lleve. Y está Edmund, esa figura negra, con el resentimiento absoluto de no ser legítimo. Creo que eso es fuerte, porque hay millones de bastardos en el mundo, puestos aparte de la sociedad. Este plantea dificultades muy grandes, porque anuncia lo que va a hacer y después lo hace; y en los otros hay una cierta inocencia, o tontería. Es enorme lo que Shakespeare le hace hacer a este Ricardo III de segunda. Tiene una gran ambición, y enseguida obtiene lo que quiere. A mí me impacta, porque lo encuentro contemporáneo, como si viera todos los días a ese tipo de personajes, que nadie sabe de dónde vienen, y que ven la oportunidad de aprovechar una situación. Es curioso que algo tan fácil de comprender sea tan difícil de realizar, porque anuncia lo que va a hacer. Es la prueba fatal del teatro, la prueba fatal del actor.

Fuente: Revista Ñ

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