"Príncipe y mendigo", de Mark Twain. Adaptación y dirección: Mimí Harvey. Escenografía: Rafael Landea. Vestuario: Silvio Rodríguez. Música: Federico Mizrahi. Intérpretes: Adolfo Oscar Ferreyra, Rodrigo Borgón, Fabio Prado González, Freddy Magliaro, Gustavo Paoletti, Claudio Spin y Adriana Ferrer. Sala Alberdi, Sarmiento 1551, 6º piso, sábados y domingos a las 17.30.
Nuestra opinión: buena.
Texto literario y dramaturgia no son enemigos, todo lo contrario, pero hay que reconocer que no siempre van de la mano. Un adaptador, o autor de una versión teatral de un cuento o novela, se ve irremediablemente en el dilema de elegir, cortar, sintetizar. O sea, de partir de una forma de narrar una historia a otra, de pasar del libro a la acción dramática en caliente, sobre un escenario. Lo que se ve y lo que se imagina juegan papeles diferentes. Si se agrega el peso de que el libro es un clásico, el peligro de "tropezar en el intento" aumenta considerablemente. Una vez que se ha aceptado el compromiso, elegido las escenas, seleccionado los personajes, pensado en los puentes narrativos, una vez que se ha renunciado a muchas partes apasionantes del relato, aún falta entendérselas con la seducción del texto, el amoroso respeto a las palabras tan bien escritas... para ser leídas.
Uno podría pensar que un libro escrito en inglés en 1882, que siempre llegó hasta nosotros a través de traducciones, bien podría soportar una más. Pero los clásicos son así, hasta las traducciones se cristalizan.
A mediasMimí Harvey, que se da una libertad medida con la narración, se otorga la licencia de recurrir a dos actores físicamente muy distintos para jugar con las apariencias de los personajes principales que intercambian lugar.
Esta confusión complica la comprensión de lo que ocurre, ya que es muy difícil aceptar que un padre, una madre, un compinche o un criado no descubran que el que está allí es otro. El vestuario tampoco es suficientemente cómplice. Por ser como es la novela, una obra satírica de denuncia social, al espectáculo le falta humor. Carece de mayor acentuación en las caricaturas y un juego más ágil en la acción.
Tal como se lo percibe, el espectáculo está más allá del interés de los niños pequeños; puede llegar a captar a los niños mayores, pero con dificultad. Tal vez un narrador habría ayudado.
En cambio, los adultos se muestran atentos, tal vez porque gracias a películas, telenovelas y series están habituados a hacer concesiones a la poca credibilidad de escenas y personajes en aras de un presupuesto inicial, que plantea desde el principio la historia como un conflicto por resolver: uno quiere saber cómo termina. Lo que prueba que muchas veces una buena historia supera la manera de contarla.
Fuente: La Nación
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