lunes, 20 de diciembre de 2004

"Bolero", apoteosis de la danza

"Bolero", de Ravel, por Tangokinesis Foto: Santiago Hafford

"Bolero" , música de M. Ravel; vestuario de Renata Schussheim. "Lentejuelas", música de Gershwin y tangos tradicionales; vestuario de Jorge Ferrari. Coreografías de Ana M. Stekelman, por el Grupo Tangokinesis, dentro del III Buenos Aires Festival de Danza Contemporánea. En la sala Martín Coronado del Teatro San Martín. Función del sábado.

En un brevísimo lapso se han estrenado dos concepciones coreográficas de una misma obra musical en el mismo escenario: nada menos que el célebre "Bolero" de Maurice Ravel: la del francés Marc Ribaud, hace pocas semanas, y la de la argentina Ana María Stekelman, el sábado último. Las versiones son profundamente disímiles pero comparten una excepcional calidad estética. Las preferencias personales pesan, inevitablemente, y este crítico se permite inclinar la balanza hacia la versión argentina.

El programa, a cargo del grupo Tangokinesis, se abrió con "Lentejuelas", estrenada hace poco en el Maipo y ya elogiada en estas mismas páginas. Se trata de una suite apoyada en temas de George y Ira Gershwin y en tangos tradicionales, con toques de glamour en el vestuario de Jorge Ferrari y raptos de poesía y humor, entre los que cabe destacar el histrionismo virtuoso de Nora Robles y los aciertos de composición, como la imponente entrada de Gisela Natoli, con un vestido negro de cola (del que se despoja y, casi al desnudo, se aleja de escena con un andar lento, montada en sus tacos, mientras Marcelo Carte se calza el vestido que ella ha abandonado). O, también, ese contrapunto de dos dúos ("The Man I Love"), uno romántico y el otro cómico; en éste, Pedro Calveyra ejercita grotescamente sus bíceps con una barra de pesas.

El estreno de "Bolero" se ha verificado en el marco del III Festival de Danza Contemporánea de la Ciudad y marca el cénit del evento, superioridad esperable no sólo por el profesionalismo y experiencia de su autora, sino, además, por el rango tutelar que Stekelman posee entre sus colegas locales y en el reconocimiento internacional. Su versión de la partitura de Ravel se diferencia de la de Ribaud, pero también de otras concepciones preexistentes, entre las cuales la de Maurice Béjart (primero concebida para Maya Plisétskaia y luego para Jorge Donn) y la de la legendaria Dore Hoyer (un solo ostinato en círculo) aparecen como las más emblemáticas.

Comienza con un breve solo de Marcelo Carte, a quien se le van sumando figuras individuales en un insistente cambio de frentes. Cuando casi todos los integrantes del grupo se integran a la escena, se advierte que la aparente uniformidad del vestuario propuesto por Renata Schussheim responde a un noble modelo: en su admirable sobriedad, hay algo de los diseños con que Alexander Benoit y Léon Bakst vestían las creaciones de Les Ballets Russes.

En un nuevo juego con los frentes, mientras Pedro Calveyra y Nora Robles (la pareja histórica de Tangokinesis) bailan en círculo con dinámica de tango en el centro de la escena, los ocho bailarines restantes, de espaldas, arman una barrera que los oculta, desplazándose lateralmente por el proscenio. La bailarina Mercedes Apugliese se abre del grupo, una y otra vez; sus solos apelan a una técnica contemporánea sostenida por una sólida base neoclásica: sus latigazos de cabeza y de torso desbordan expresividad y, por momentos, en su cuerpo parece revivir el inolvidable estilo "lanzado" con que la misma Stekelman bailaba, treinta años atrás, las coreografías de Oscar Araiz. Es un trasvasamiento destacable por lo que significa, en la creación coreográfica, captar el espíritu de un autor, por parte del intérprete, y acertar a "pasar" al bailarín el sentido de una figura, por parte del coreógrafo.

La obra avanza y queda claro el gran hallazgo de esta versión: la marcación, mediante el zapateo, de los acentos rítmicos de la partitura de Ravel. No está ausente el "punteo" del flamenco pero, en una inesperada y misteriosa aparición de un undécimo integrante (Arturo Gutiérrez, debutante en la compañía), la coreógrafa apela al zapateo del malambo, en un sorprendente sincretismo con los sofisticados y sensuales resabios hispanoamericanos de la partitura. El golpeteo en el piso, amplificado, se suma a la percusión orquestal duplicando el efecto rítmico.

La versión orquestal elegida no es la más ortodoxa; es acelerada, pero Stekelman la necesitaba para su propuesta: consigue sacudir al espectador con una energía constante que brota del escenario y que conduce a una verdadera apoteosis de la danza.

Por Néstor Tirri
Para LA NACION

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