Murgas y batucadas, actores disfrazados, ganaron la calle. En el debut, sobresalió una obra chilena.
MARTA PLATTIA. Córdoba. Corresponsal
Viernes a la noche. La temperatura se disparó hasta los treinta y pico y no hubo quien la bajara. Ligera de ropas, la ciudad era un enorme, bullicioso hormiguero multicolor. Un hormiguero expectante. En esa tórrida noche nació por fin el Festival del Mercosur: una mega reunión de 22 elencos de cinco continentes que —hasta el próximo domingo— tratará de reavivar la llama de aquellos otros, los legendarios festivales internacionales de teatro. Esos que alumbraron los octubres de Córdoba desde 1984 hasta 1994.
Miles de personas se agolparon en la Plaza España (un espacio a puro cemento a pocos pasos del microcentro) y estiraron sus cuellos para alcanzar las cimas de las 32 columnas grises que le nacen como ramas de piedra. Allí arriba, se desplegaron ramilletes de actores representando pequeñas escenas o, simplemente, haciendo ondular trajes y bandas de telas coloridas.
Breve discurso de un sudoroso gobernador José Manuel de la Sota, que llegó con retraso y fue silbado; y adelante: música, murgas, lanzallamas, un espectáculo de luces, coros y colores sobre la plaza y el clímax, siempre efectivo, de los fuegos artificiales estallando sobre las cabezas.
Mientras muchos se integraban a las columnas, murgas y batucadas que después invadieron el microcentro, otros corrieron a los teatros. A las 22 empezaban las primeras obras. Córdoba, la anfitriona, salió al ruedo con Sacco y Vanzetti, a cargo de La Comedia Cordobesa. Italia asomó algo más que la nariz con R come recital, de los Mateo Belli; y en un club de básquet, el Hindú, se vio la llamada "perla del festival": allí, el Gran Circo Teatro, de Chile, presentó La negra Ester, basada en las décimas autobiográficas escritas por Roberto Parra, hermano menor de Violeta.
Con los chilenos llegó la primera alegría: la de una puesta tan refrescante como entrañable. Imaginen. Los personajes de un burdel de mala muerte en un puerto paupérrimo, el de San Antonio. Allí, la bella, sensual Negra Ester florece y se consume de amor por Roberto, un cantor popular de bolsillos vacíos que arde por ella pero no sabe muy bien cómo asir la flama. Cómo ser feliz en un mundo que no parece haber sido hecho para eso y se desbarranca en la miseria y la guerra de los 40.
"Sin embargo —dice el director Andrés Pérez Araya, quien adaptó los versos y le pone el cuerpo a un tierno travesti— en la obra puedes ver cómo era el Chile de nuestros mayores. Ese en el que convivían posturas contrarias que se rechazaban, pero no se anulaban ni asesinaban. El Chile que mató la dictadura."
Y allí están, entonces, la regenta Doña Berta, mintiendo 50 años; la corte de los milagros de los clientes; la picaresca del circo criollo y ambulante, las lágrimas de prostitutas hinchadas de dignidad. Y la banda. La omnipresente banda de tres músicos todo terreno que, durante las tres horas —sí tres horas— que dura la obra, avanzan como topadoras sobre boleros, baladas, cuecas y una mixtura musical latinoamericana apabullante. Eso sin descuidar los efectos de sonido de un mar embravecido, o del viento.
El resultado es una gran fiesta. Una a la que todos los espectadores están invitados. Incluso en el receso, cuando los actores convidan a las casi 600 personas "a pasar a los camarines, detrás del decorado", para ver a los actores, todos sumergidos, como están, en los espejos de los tocadores de madera donde se pegotean estampitas de vírgenes, de santos y aparecidos, estrellas rojas y fotos del Che.
Fuente: Clarín
No hay comentarios:
Publicar un comentario