sábado, 15 de mayo de 1999

La identidad, un valor escénico

Por Ernesto Schoo

De un tiempo a esta parte, empresarios y productores requieren, para la puesta en Buenos Aires de obras extranjeras precedidas de cierta fama, los servicios de directores o repositores (en la mayoría de los casos) del mismo origen. Tendencia curiosa, dadas la óptima calidad de muchos profesionales argentinos y las escasas oportunidades que éstos tienen hoy de ejercitar su talento.

El teatro comercial no atraviesa por su mejor momento: por razones varias, el público se retrae, y la primera víctima de las crisis económicas es siempre la cultura.

La actividad teatral, menos atractiva para el llamado "gran público" que otras áreas del espectáculo, es la que más sufre, en notoria desigualdad de condiciones.

Actores, directores, técnicos, a diario dan testimonio de esta situación y la deploran. Muchos de los más valiosos de ellos trabajan en el circuito "off", o independiente, en condiciones precarias, poniendo el alma en su tarea, en cooperativa o "a la gorra", sin ganar a veces ni para el transporte, o contribuyendo a la producción con dinero de sus magros bolsillos. Y si bien es este circuito donde se asiste a lo más interesante, audaz y renovador de la cartelera porteña, no se sabe hasta cuándo podrá estirarse el sacrificio, ni si es justo que así sea.

Entendámonos: no se trata de xenofobia ni de nacionalismo bobo o perverso. Bienvenidos los directores extranjeros cuando, como lo han hecho desde los comienzos de nuestro teatro, aportan su experiencia y su sabiduría a la escena nacional. En tiempos mejores, solían visitarnos los grandes elencos franceses, italianos, españoles, dejando siempre la semilla de un cambio provechoso.

Buenos Aires se enorgullece de su tradición cosmopolita. Recibió con fervor y gratitud esos aportes inolvidables. Porque supo aprovecharlos e incorporarlos a sus propios talentos es que la Argentina cuenta hoy con un plantel de profesionales capaces de deslumbrar a los públicos y los críticos más exigentes. No es casual que el difunto Víctor García, Jorge Lavelli y Alfredo Arias figuren entre los grandes directores del mundo.

Lástima que tuvieran que irse para expandir sus condiciones y ser debidamente valorados. Sería imperdonable que por desidia, o por un ridículo esnobismo, estuviésemos propiciando ahora la partida de los mejores.

Es comprensible que, en el caso especial de las comedias musicales, el productor extranjero asociado a un empresario argentino envíe un delegado para asegurarse de que el producto mantenga las características del original. pero no se justifica en el teatro de prosa, donde cada sociedad tiene el derecho _más aún, creo que la obligación_ de aplicar su óptica propia a la puesta en escena y la interpretación de una obra extranjera.

En la medida en que no se desnaturalice la esencia de la trama ni se bastardee la calidad, es saludable que una comunidad imprima su sello personal a una representación. No será nunca igual el mismo Shakespeare hecho en Inglaterra, en Francia o aquí. Al contrario: se puede enriquecer el texto con nuevos análisis desde otros puntos de vista, se puede refrescar el lenguaje, pueden revelarse intenciones que la rutina suele pasar por alto. Así como cada época da su propia versión de los textos clásicos, y el "Hamlet" que en tiempos victorianos hacía sir Henry Irving no habrá sido igual al de Barrault, o el de Alcón.

"Clonar" una representación implica el riesgo de la pérdida de identidad, sobre todo del público. Es desconfiar de la imaginación y el genio de comunidades a las que, mediante este procedimiento, parecería considerarse inferiores. Es negar la posibilidad de los distinto, lo original, lo propio de cada país. Insisto: si viene Peter Brook o Harold Prince o Patrice Chéreau, bienvenidos sean, y gracias por visitarnos. Pero convocar a un asistente o a un repositor es renunciar a la propia identidad.

Fuente: La Nación

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