oy a limitarme a tratar a Leónidas Barletta como "hombre de teatro" porque su personalidad era sumamente rica y abarcaba planos muy diversos, no sólo en lo político-social, sino también como promotor y militante activo de una intensa brega artístico-cultural. Tan era así que, hace cinco años, a comienzos de abril de 1987, el Instituto "Amigos de Aníbal Ponce" rindió homenaje a Barletta, en la XIII Feria Nacional del Libro, poniendo de relieve su labor en las distintas áreas en las que, durante más de medio siglo, participó tercamente y con una capacidad de lucha asombrosa.
En dicha ocasión, y para dar una muestra, apenas, de la dedicación sobresaliente e incansable de Barletta, se conformó un programa durante el cual Sebastián Ávalos Noguera se refirió a Barletta "periodista"; Raúl Larra, su amigo y biógrafo, destacó "el hombre"; el fiscal de la Nación Ricardo Molinas, "el ser político"; Onofre Lovero, "el creador de Nuestro Teatro Independiente", y yo me ocupé, en pocos trazos, de "Barletta y el teatro". Teniendo como presentador a Mario Giusti, el acto se completó con Inda Ledesma, quien leyó un cuento de Barletta y, entre otros participantes, Osvaldo Dragún señaló que el recién creado Teatro de la Campana retomaba la lucha artístico-cultural del veterano Teatro del Pueblo, rememorando su histórico logotipo y ocupando su antiguo local en el subsuelo legendario de la Diagonal Norte 943, de nuestra ciudad.
En esta circunstancia, y aprovechando la cordial invitación de esta Fundación "Cesar Pennetti", alentada y conducida por ese trabajador de nuestra cultura popular con inquietud y jerarquía que es el buen amigo Clemente, podré extenderme algo más.
De cualquier manera, la elección de esta charla tiene para mi dos motivaciones. La primera es que en el día de mañana, de tenerlo entre nosotros, Leónidas Barletta cumpliría 90 años, dado que había nacido en una "casa pobre de barrio rico" (eran sus palabras), allá por Libertad y Arenales, en la zona Norte, el 30 de agosto de 1902, y falleció en nuestra ciudad de Buenos Aires, el 15 de marzo de 1975.
La segunda motivación parte de algo sumamente personal. Por tareas realizadas sobre la historia de nuestro teatro, he recibido varios lauros que estimo y valoro mucho, pero ninguno tiene para mí -y lo confié cuando me lo entregaron- la trascendencia entrañable del que, a fines del año pasado, me otorgó la Fundación Cultural Universitaria Nacional que lleva el nombre, precisamente, de Premio Leónidas Barletta.
Y, ahora sí, entro en el tema.
En 1931, luego de presentarse en la sala de la Wagneriana (Florida 936), el Teatro del Pueblo, fundado por los últimos días del año anterior, se instaló en un cuchitril de la calle Corrientes angosta 465, número que, en la actualidad, corresponde a un edificio moderno de más de diez pisos.
Por ese mismo tiempo y durante los tres años siguientes, en una lechería que existía a pocos pasos del local, por la misma vereda hacia el bajo, me reunía habitualmente con algunos amigos desbordantes de ensoñaciones líricas -varios se sentían poetas- con los que, finalmente, organizamos el "grupo claridad" (en minúscula, en nuestra ingenua rebeldía), bajo la incitación del "grupo" creado en París por Henri Barbusse, nada menos. Nos encontrábamos allí porque varios de los amigos eran "mensajeros en bicicleta" de la Western Unión, empresa telegráfica internacional que se hallaba muy cerca (creo que aún se encuentra en dicho lugar), en la calle San Martín, entre Corrientes y Sarmiento. Sólo uno de esos pichones de poeta -el recordado José Rodriguez Itoíz, ser angelical que nos dejara en plena madurez- vivía en Lanús Oeste, y todos los demás eramos de la Capital Federal. Sin embargo, una vez constituído el "grupo" establecimos nuestra sede en la casa de Rodriguez Itoíz (Bueguerestain 3725, en pleno despoblado) y haci allí viajábamos en tranvía todos los sábados, y algún domingo, para realizar actos artísticos y culturales por toda la zona de Lanús, este y oeste, en los clubes de barrio, agrupaciones vecinales, etc., en donde se desarrollaban programas con conferencias, recitados de poemas, debates, exposiciones de pintura, etc.
Fue en aquella lechería porteña de la calle Corrientes angosta, al promediar el 400 que, por la cercanía, fuimos entrando en contacto e intimando con los integrantes del Teatro del Pueblo y, por supuesto, con Leónidas Barletta quien, no como leyenda pintoresca sino como realidad, y doy fe de ello, se colocaba en la puerta del teatro agitando una gran campana de bronce mientras hablaba. En ocasiones, la gente se acercaba para oir lo que proclamaba el pregonero a campanazo limpio. Otras veces, por el contrario, se veía a los transeúntes abandonar asustados y presurosos la vereda donde se hallaba el "mancebo compañero" -como pudo habérsele ocurrido decir a nuestro Roberto Arlt- , para esquivar a quien, entre los tañidos, invitaba a penetrar en el sucucho y asistir al espectáculo teatral que estaba por comenzar, por sólo veinte centavos. O gratis, si al candidato, al que se tomaba del brazo con toda campechanía, insinuaba algún reparo por el importe.
El caso fue que los integrantes del "grupo claridad" lanusense nos convertimos en fieles asistentes a sus funciones. Recuerdo, a lo largo de esos tres primeros años de lechería a las actrices Rosita y Celia Eresky, Josefa Goldar, Ana Grinspun (luego Anita Grin), y a los actores Joaquín Pérez Fernández, Pascual Naccarati, José Veneziani, Hugo D'Evieri, Juan Eresky y Tomás Migliacci (que figuraba como auxiliar), entre otros. Recuerdo, asimismo, a Alvaro Sol, novelista y autor teatral; a Manuel Aguiar, que creaba escenografías estupendas para el reducido tabladillo; a los plásticos Facio Hebéquer y Abraham Vigo; a los ya por entonces maestros a nuestros ojos el sereno y patriarcal Alvaro Yunque y el narrador vigoroso Elías Castelnuovo.
Por la frecuentación que teníamos con los artistas del Teatro del Pueblo, logramos que un sábado el elenco fuera en pleno, generosamente, hasta Lanús, con Leónidas Barletta al frente, para hablar y ofrecer su espectáculo en uno de nuestros actos artísticos-culturales. Nos identificábamos tanto con la brega del Teatro del Pueblo, hasta hacerla nuestra, que cuando en abril de 1934 conseguimos editar, con mucho sudor y la credibilidad de un imprentero bohemio de la zona, un periódico al que llamamos "fibra" -también en minúscula, claro-, mi primer artículo, no ya sólo de ese número inicial sino también de mi labor periodística, lo dediqué por entero al Teatro del Pueblo. Lo titulé "Arte y voluntad" y lo encabezaba un agudo y hermoso pensamiento de Alvaro Yung que decía: "El diamante es un vidrio con voluntad". En el número siguiente publicamos un trabajo del propio Barletta sobre "El arte y nuestras ideas sociales".
Vuelvo a aquel primer artículo periodístico mío, en el que, al reseñar la labor que estaba cumpliendo el elenco de Barletta, registraba los espectáculos que se habían ido ofreciendo. Allí figuraban desde "Mientras dan las seis", de los poetas Eduardo González Lanuza y Amado Villar, y "Títeres de pies ligeros", del recio ensayista Ezequiel Martínez Estrada, hasta "El humillado", de Roberto Arlt (que era un capítulo de su novela recientemente laureada, "Los siete locos") y "Temístocles en Salamina", sátira política de Román Gómez Masía, entre los autores nacionales; y desde "Aulularia", del latino Plauto; "Los bastidores del alma", del ruso Nicolás Evréinov, e "Intimidad", del francés Pellerin, hasta "El horroroso crimen de Peñaranda del campo", del español Pío Baroja y "El Emperador Jones", del norteamericano Eggenio O'Neill, en lo referido al repertorio universal de todas las épocas.
Los pocos títulos consignados y sus autores pueden ir dando una idea de cuales eran los propósitos que se perseguían al luchar por un teatro popular que revalorizara nuestra escena, subalternizada por la explotación comercial de la que estaba siendo objeto.
Al llegar a este punto, creo oportuno rebobinar y proponer un par de preguntas que puedan ser claves para poder seguir adelante. ¿De dónde salía el Teatro del Pueblo? y ¿Quién era Leónidas Barletta?. Procuraré hilvanar los tramos de historia que desembocan en el "movimiento de teatros independientes", a partir de la cuarta década del siglo que renovó y revitalizó nuestra escena, en todos los niveles hasta, a través de varias etapas, singulares todas ellas, llegar sus resultados e influencias hasta estos días.
Todo empezó con el grupo llamado de "Boedo" (porque ocupaba un cuartucho en dicha barriada sur de la ciudad) que entró en conflicto, o no, con el denominado grupo "Florida" (por tener su refugio literario en esa arteria elegante y central de la urbe), Los dos núcleos presentaban actitudes que podían estimarse igualmente como revolucionarias. La diferencia, fundamental para el caso, estribaba en que mientras los de "Florida" eran rebeldes en estética y se sentían ocupando una avanzada estrictamente literaria, los de "Boedo", eran disconformes ideológicos y se empeñaban en impulsar la Revolución Social, ya triunfante, por entonces, en la antigua Rusia de los Zares. Las diferencias no desaparecerían nunca, pero algunas aristas cortantes se irían limando con los años, y los integrantes de ambos grupos se encontrarían precisamente compartiendo las carteleras del Teatro del Pueblo. Mientras los de "Boedo" creían firmemente y bregaban por un teatro popular, los de "Florida", cuando asomaba en ello la inquietud escénica, sólo aspiraban a lograr un escenario de arte, aunque sospechando, que por el momento, y debido a supuestas carencias en la materia, no podía ni pensarse en ello. La opinión aparecía en la revista Martín Fierro que editaba el grupo "Florida". En el número 17, de mayo de 1925, Sandro Piantanida publicó un artículo titulado "Teatro de poesía", en el que daba cuenta de las experiencias que se estaban cumpliendo en Europa ("desde hace treinta años, en Mónaco, Berlín, Ginebra, Moscú y Roma") y, como síntesis, descartaba que, a corto plazo, pudieran ser interpretados los autores clásicos por elencos nuestros con tal capacidad. ¿Podéis imaginar -puntualizaba y se preguntaba- un drama griego o una comedia de Plauto desenvolviéndose sobre las tablas de cualquiera de nuestras escenas?" Además, y para ir a lo sustancial, según el citado Piantanida sólo podía pensarse en un tablado de arte para satisfacer las necesidades de cierta elite intelectual. En cambio, los del grupo "Boedo" mostraban desde el comienzo, gran interés por un teatro de calidad, crítico y con fuertes resonancias populares. Por eso bien pronto, y mucho antes de que hubiera podido imaginarlo Piantanida, Barletta, en su Teatro del Pueblo, llevó a escena no sólo a Sófocles y a Plauto, sino también a Shakespeare, entre los aportes que he reseñado algo más arriba.
En el grupo "Florida" se encontraban intelectuales como Evar Méndez, Eduardo González Lanuza, Oliverio Girondo y Jorge Luis Borges, entre las figuras capitales; en el de "Boedo" participaban los ya nombrados Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo y Leónidas Barletta, los poetas y narradores, y contaba con un núcleo de plásticos modernos a cuyo frente se encontraban los también ya nombrados Guillermo Facio Hebequer y Abraham Vigo.
Hay quienes niegan que haya existido un conflicto -ni siquiera de índole literaria- entre los de "Boedo" y los de "Florida", y no vale la pena entrar ahora en la cuestión, pues otro es mi propósito al trazar el panorama que continúo.
En el número de enero de 1926 de la revista Los Pensadores, del grupo de "Boedo", se insertaba un artículo titulado "Ellos y nosotros". Allí se expresaba con total claridad, "La cuestión empezó con Boedo y Florida. El nombre y la designación es lo de menos. Tanto ellos como nosotros sabemos que hay algo más que nos divide". Se concretaba: "La literatura no es un pasatiempo de barrio o de camorra, es un arte universal cuya visión puede ser profética o evangélica". Castelnuovo a la vez testimoniaba con su firma: "Fuimos nosotros, indudablemente, los que sostuvimos la misión social del arte". ¿Cómo no iba a interesarles el teatro -añado yo-, arte social por excelencia, tanto por su forma como por sus contenidos y alcances?
Conviene ir destacando ya la participación en el grupo de Boedo del joven poeta y narrador Leónidas Barletta, pues será uno de los que, desde entonces, bregará tercamente por la organización de elencos experimentales y de avanzada teatral entre nosotros.
En 1903, Romain Rolland publicó en París su libro "Teatro del Pueblo", cuya segunda edición, también francesa data de 1913. Pero recién en 1927, se tradujo a nuestro idioma y apareció en Buenos Aires. Si bien no se disponía fácilmente, por entonces, de noticias respecto a las experiencias del "nuevo teatro", que se estaban cumpliendo en los paralelos de la vanguardia europea, no era extraño que a quienes le interesaba el tema supieran de los trabajos que estaba realizando Antoine, Lugné-Poé y Erwin Piscator, Jacques Copeau, en Francia; Bragaglia, en Italia; Otto Braham en Alemania; H.T.Grein en Inglaterra; Stanislawski y Nemérovich-Dánchenko, en Rusia; Rivas Sherif y Valle-Inclán, en España, entre otros luchadores, a distinto nivel, por un nuevo teatro. De Europa llegaban los rótulos de Teatro Libre, Teatro Independiente, Teatro de Arte, Teatro Político, etc.
Sin embargo, y resulta importante destacarlo para que no haya confusión, cuando entre nosotros se intentaba "un teatro distinto" al imperante en nuestro medio, no se partía precisamente de influencias ajenas, aunque los logros podían servir como reflexión y aliciente. Las motivaciones y propósitos eran otros, como se irá viendo.
En 1926, Octavio Palazzolo, que había sido agudo crítico teatral del diario La Vanguardia, era el director artístico de un elenco profesional con altas miras, pero que, al no resultar satisfactoria la recaudación, la empresa le exigía que cambiase el repertorio proyectado por obras de nivel menor para que fuera más rendidora la boletería. Palazzolo se negó y además, renunció a su puesto por entender, y así lo denunciaba en una nota, que "proseguir mis actividades en el teatro, aceptando una situación poco independiente, implicaba someterse a una claudicación vergonsoza y agotar un caudal de energías en una labor estéril". Es la primera vez que yo encuentro, en un documento referido a nuestro teatro, la palabra "independiente", con una significación que se irá definiendo y ahondando con el correr de la lucha.
Al año siguiente (1927), Palazzolo se reunió con los escritores Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo y Leónidas Barletta, y los artistas plásticos Facio Hebéquer y Abraham Vigo, -todos de "Boedo"- y conformaron el grupo denominado Teatro Libre. En la Declaración de Principios -inevitable, en estos casos-, se explicaba: "Aspiramos a crear un teatro de arte donde el teatro que se cultiva no es artístico; queremos realizar un movimiento de avanzada donde todo se caracteriza por el retroceso". Yunque, siempre fervoroso, señalaba en un reportaje: "En Buenos Aires, ya existe una cultura media que hace posible la subsistencia de un teatro que esté sobre la angurria del empresario, la vanidad de la actriz, la ignorancia del actor y la chatura del público burgués". Es de señalar cómo, a esta altura, iban asomando los conceptos que habrían de imponerse y serían bandera del ya inmediato "movimiento de teatros independientes".
Como es tan común entre nosotros, en Teatro Libre se produjeron desinteligencias y Palazzolo se retiró de la agrupación. El resto de los integrantes crearon entonces (1928), el Teatro Experimental Argentino, cuya sigla TEA subrayaba los propósitos de rebeldía y alumbramiento de la nueva etapa escénica que animaba a sus miembros. Leónidas Barletta era el secretario. TEA llegó por fin a un escenario con "El nombre de Cristo", drama antibélico de Elías Castelnuovo, con escenografía de Abraham Vigo. A la vez, se anunciaba "Odio", drama de Leónidas Barletta que iba a llevar decorados de Facio Hebequer. Pero el grupo se disolvió y la obra de Barletta quedó sin estrenar.
Existen otros antecedentes al respecto que en ocasiones marchaban en forma paralela demostrando, como lo expresara Yunque, que en Buenos Aires existía ya la inquietud por un teatro popular de jerarquía, sin bastardeos de ninguna índole.
En la Biblioteca "Anatole France" se formó en 1929, La Mosca Blanca, grupo escénico en el que intervenían, como actores, Hugo D'Evieri y Pascual Naccati, entre otros. Se hablaba de que tenían entre manos dos obras: "Los bastidores del alma", de Evréinov, y "Cuando tengas un hijo", de Samuel Eichelbaum, autor dramático que pertenecía a la agrupación cultural. Sin embargo no llegó a concretarse ningún espectáculo. De este grupo, en 1930 se desprendió un nuevo elenco al que se denominó El Tábano (seguramente por la aseveración socrática popularizada por el diario Crítica) y se definía como Laboratorio de Teatro. A los intérpretes ya nombrados se agregaron Joaquín Pérez Fernández y la inquietud de Leónidas Barletta. Es con ellos y otras personas que, al disolverse también El Tábano, de vida muy corta, Barletta fundó, el 30 de noviembre de 1930, el Teatro del Pueblo, el cual desde los inicios, se declaraba "Agrupación al servicio del arte", y adoptará como lema la frase de Goethe: "Avanzar sin prisa y sin pausa, como la estrella".
Por todo lo dicho, cuando Barletta apareció al frente del Teatro del Pueblo en el cuchitril de la calle Corrientes al 400, además de poeta -lo testimonian "Canciones agrias", de 1924. y narrador vigoroso y tierno a la vez -bastaría recordar "Vientres trágicos", "Vidas perdidas" y algo que siempre le preocupó, "Los pobres"-, además de ese bagaje, repito, que definía su actitud frente al ser humano y la literatura, había cumplido una preciosa experiencia en los grupos escénicos principales que antecedieron al Teatro del Pueblo y lo contaron en sus filas en primerísimos puestos de orientación.
Barletta no era, pues, un improvisado. Sabía bien lo que pretendía y por lo que habría de luchar con tenacidad y con talento. Se vivían momentos sumamente difíciles por la crisis sociopolítica, con profundas incidencias económicas, que había provocado la revolución reaccionaria de septiembre de 1930 que quebró, por primera vez, el desarrollo institucional. Desastre que, como sabemos, generó consecuencias trágicas que llegan hasta estos días. Empero, Barletta se proponía "realizar experiencias de teatro moderno para salvar el envilecido arte teatral y llevar a las masas el arte general, con el propósito de propender a la elevación cultural de nuestro pueblo". Esa era su cartilla y para imponerla, ofrecía toda su capacidad y su dedicación.
Jacques Copeau, al crear en París su Vieux Colombier, allá por 1913, reaccionaba contra "la industrialización frenética, más cínica cada día, que está degradando la escena francesa", al ser acaparada " la mayor parte de los teatros por un grupito de comicastros pagados por comerciantes deshonestos". Barletta, por su parte, aseveraba que "ir al teatro aquí, en Buenos Aires, no es una fiesta del espíritu, como cualquier ejercicio intelectual, es, cuando mucho, una fiesta de los bajos instintos". Se proponía contrarrestar, con un repertorio de calidad indudable -en el que cabían todos los géneros, estilos y tendencias dramáticas, unidos clásicos y modernos- la labor funesta que estaban cumpliendo los escenarios porteños comercializados. Fue desde ese momento que empezaron a imponerse y flamear al tope, las tres banderas típicas de la escena libre: independencia de los empresarios, independencia de divas y capocómicos de turno, e independencia del rendimiento de la boletería.
Si bien Barletta, como quedara dicho, era poeta y narrador muy preocupado por desentrañar y captar, hasta la minucia a veces, las angustias, los dolores y los pobres ensueños de los seres humildes, sentía una gran atracción por el espectáculo dramático, así como por las resonancias populares que descubría en él.
Además de participar, muy activamente, en las agrupaciones teatrales que se habían ido formando a partir de 1926, en procura de un nuevo teatro y de la dignificación de nuestra escena, él tenía ya escrita como lo he registrado, una obra dramática "Odio", dispuesta para ser estrenada. En la noticia previa que colocó al editar su farsa satírica "La edad del trapo", en 1956, certificaba: "En los treinta años de mi actividad literaria he escrito también una decena de piezas dramáticas". Añadía: "No las he llevado a escena en el teatro que dirijo para dar oportunidad a colegas que esperaban su turno; no he propuesto su estreno a otras compañías de teatro de arte, para que no se pensase que no confiaba en la que dirigía". Hacía otras consideraciones y, al aludir a la celebración de los 25 años de "la fundación del primer teatro independiente que sustenta una teoría de arte moderno" (eran sus palabras), señalaba que dedicaba el esfuerzo y los logros "a quienes sacrificaron parte de sus vidas en la atrevida empresa, vivos y muertos y, también, a quienes, con su inconsecuencia, destacaron más la nobleza de quienes constituyeron el habitual servirse a sí mismos, por el desinteresado servir al pueblo". Se trataba de una propuesta ética, a la que Barletta seguía aferrado, trazando una "conducta" (palabra ésta de su predilección y que dio nombre a una de sus publicaciones teatrales más perdurables que se mantuvo batallando a lo largo de varios años).
La referencia me lleva directamente a la condición autoral de Barletta. No todos conocían sus inquietudes de dramaturgo. La primera obra, "Odio", que quedara pendiente desde Teatro Libre pudo haber llegado, a comienzos de 1933, al pequeño tinglado de Corrientes 465, como se había programado. Pero un día de ese año, al pasar frente al teatro ví como el propio Barletta escribía la noticia referida a que, había decidido no estrenarla, dando las razones que después publicó al frente de la edición de la obra en abril del mismo año. La verdad es que me sentí muy conmovido ante la acción tan serena como responsable del propio Barletta. En dicha edición se explicaba: "De esta obra se dio una versión en privado el 10 de febrero de 1933, considerando su autor y sus amigos presentes que no debía ocupar el escenario de un teatro de vanguardia". A mi juicio las razones eran muy válidas. La obra iba a ser interpretada con escenografía de Manuel Aguiar, por Amelia Díaz, Catalina Asta, Josefa Goldar, Carlota González, José Veneziani, Pascual Naccarati, José Pétriz, Mecha Martínez y Nelida Peucelli. Los nombro como reconocimiento y homenaje hacia todos aquellos que, por entonces, tenían a su cargo los espectáculos del Teatro del Pueblo.
En Barletta hubo un largo silencio como autor dramático. Sólo muchos años más tarde, el Taller de Teatro Cincel, de Santa Fe, estrenó "La edad del trapo", con dirección de Israel Wisniak y comentarios musicales de Astor Piazzolla. Luego se conocieron otras dos obras suyas, en la nueva salita del Teatro del Pueblo de Diagonal Norte 943. Se titulaban: "A las 6.20 de la mañana", en 1968, y "Sálvese quien pueda!", en 1974. La última subió a escena un año antes del fallecimiento de Barletta, y fue repuesta en la temporada siguiente por el elenco, como homenaje póstumo al autor y director de la obra, y fundador y orientador del conjunto a lo largo de 45 años.
A partir del Teatro del Pueblo, y bajo su ejemplo, fueron formándose numerosos grupos escénicos como el "Juan B. Justo", que dirigía Enrique Agilda, y "La Máscara", que conducía Ricardo Passano, entre tantos otros núcleos que crearon un "movimiento" arrollador que desbordó la Capital Federal y sus aledaños, se extendió por todo el país y, saltando fronteras, alentó a realizar una tarea artístico-cultural, semejante a agrupaciones de países hermanos como Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay y Perú.
En su carácter de director y de maestro de actores, Barletta dejó testimonios de su saber y de sus preocupaciones en tres libros: "Viejo y nuevo teatro", de 1956; "Manual del actor", de 1961; y "Manual del director", de 1969. En ellos pueden encontrarse sus conceptos, algunos de ellos manifestados previamente de manera fragmentada; particularmente en lo que se refería a que, según lo afirmaba como un reto, él podía hacer de cualquier individuo un actor. Tal vez en algún momento de su lucha, y sobre todo en los últimos tiempos, se habría visto obligado a ello; pero ése no era su pensamiento más hondo y total. En "Manual del actor", antes del tramo que dedica a la "preparación", señala: "Joven principiante: yo puedo hacer de usted un actor, pero sólo de usted depende llegar a ser un artista". Esta era la idea completa de Barletta y por ella sabemos lo que en realidad pensaba, y ayuda a que supongamos todo lo que tuvo que bregar -en ocasiones sin resultado- para que sus actores fueran convirtiéndose en artistas. En el volumen que comento, dedica cortos capítulos a distintos aspectos del futuro actor, desde los problemas de la "puntualidad", las técnicas para "maquillarse" y "demaquillarse", correctamente, hasta proponer, con gráficos, una especie de "Cursillo del lenguaje de las manos". Pueden leerse allí recomendaciones sumamente curiosas. Se advierte al actor que tenga mucho cuidado al afeitarse, y que debe hacerlo con agua tibia. Puntualiza: "Primero, lavarse la cara con jabón, frotando con las yemas de los dedos las partes más tupidas del mentón y bozo". Añade: "Enseguida, una jabonada con la brocha que no dure menos de un minuto". Y un detalle por demás candoroso. "Si la navajita tira -indica- y no hay otra de repuesto, se puede asentar en el interior de un vaso ancho, pasándola en vaivén con dos dedos, unas veinte veces". Otro consejo que sorprende, al referirse al aseo de los camarines y al comportamiento, es que el actor debe "tener la ropa de escena colgada del revés, para que se airée". Habría más detalles para destacar el "método" que Leónidas Barletta había ido componiendo, mezclando lo teórico y lo práctico, lo trascendente con lo meramente superficial, a lo largo de los años.
Leónidas Barletta, lo reitero, ofreció en su Teatro del Pueblo, las obras de la dramática universal más significativas de todos los tiempos -desde los clásicos griegos hasta lo más moderno del repertorio contemporáneo universal-, sin olvidar, en ningún momento, a los poetas y narradores nacionales, a quienes ofrecía su escenario y los invitaba para que se convirtieran en autores dramáticos. Así ocurrió, aparte de los ya nombrados, con Octavio Rivas Rooney y Roberto Mariani, con Raúl González Tuñón, Luis Cané y Nicolás Olivari y muchos más pero, muy particularmente, con Roberto Arlt. De no haber alcanzado lo que logró con tanta brega, el Teatro del Pueblo hubiera merecido figurar, igualmente, en la historia de nuestra escena, por haber incitado y apoyado a Roberto Arlt para que escribiera su teatro. Pues si del Teatro del Pueblo parte una de las etapas más significativas e importantes del desarrollo escénico nacional, cuyos resultados permanecen, con las obras de Roberto Arlt se inició la revolución, específicamente dramática, la etapa renovadora que llega hasta estos días. Sin el talento y el desenfado de Arlt no podrían concebirse los cambios fundamentales operados en la materia.
A Barletta y al Teatro del Pueblo se les debe, asimismo, las primeras representaciones orgánicas efectuadas en Buenos Aires al aire libre, durante la época veraniega. En una islita de los lagos de Palermo se estrenó "Myrta", el poema de Pedro Calou y, sobre el tabladillo levantado en una feria, se presentó "La isla desierta", la joyita escénica de Roberto Arlt.
Leónidas Barletta realizó con su Teatro del Pueblo una labor en verdad ciclópea. Desde el cuchitril de la calle Corrientes al 400 -para 120 espectadores posibles, sentados sobre toscos bancos de madera y telón de arpillera-, llegó hasta una sala teatral ya perfectamente conformada, como era la de Corrientes 1530, después de pasar por locales provisorios como los de Carlos Pellegrini 340 -donde nació el celebrado "teatro polémico", y Corrientes 1741, al que se llamó Corral de la Pacheca, y en cuyo patio se animó una versión singular de "Juan Moreira", de Gutiérrez.
La sala de Corrientes 1530 -que anteriormente había llevado los nombres de Corrientes y Nuevo-, en 1937 se denominó Teatro del Pueblo, transformándose, desde ese momento, en una auténtica Facultad de Humanidades, entrañablemente popular, sin exámenes de ingreso ni entrega de diplomas, pues los "cursos" que se dictaban eran abiertos y libres, y no concluían nunca. En ella, con capacidad para 1550 espectadores -y a menudo hubo que colocar en la boletería el cartelito de "No hay más localidades"-, no sólo se ofrecieron espectáculos teatrales y danza, sino también conciertos, exposiciones de variada índole, ciclos de conferencias y se editaron obras de teatro de autores nacionales y una revista: Conducta.
A pesar de todo ello (o por todo ello, más exactamente), tras la Revolución de 1943, funcionarios reaccionarios se hicieron cargo de la Comuna Municipal porteña y, una de sus primeras tareas fue desalojar a Barletta y a su gente de la sala que, a partir de entonces, se llamó Teatro Municipal de la Ciudad de Buenos Aires y, una vez demolido el viejo edificio, y muy ampliado el predio, se construyó el modernísimo Teatro Municipal General San Martín de estos días.
Barletta y los suyos defendieron como tigres su teatro, hasta que finalmente sus puertas fueron forzadas por piquetes de policías y bomberos, cargándose en camiones municipales de basura, a granel, cuatro pisos de elementos -trajes, muebles, cuadros, focos, libros, etc- que habían sido utilizados para ofrecer arte y cultura. Como no podía bajar los brazos y entregarse, Barletta se cobijó con su gente en el subsuelo de la Diagonal Norte 943, en cuyo frente, hasta hace muy poco tiempo, había un pequeño cartel que anunciaba: Teatro del Pueblo. Al fallecer Barletta, la salita fue dedicada a exposición de artistas plásticos argentinos y, como ya lo indicara en el intróito de esta charla, funciona actualmente el Teatro de La Campana. Ustedes saben ahora bien por qué, y todo lo que significa ese rótulo. Es una bandera que rinde homenaje a la capacidad y al tesón de Leónidas Barletta.
Podría hablarles de mis propias emociones como autor presentado en dos oportunidades -"Maternidad" y "Sobre los escombros"- por el elenco de Barletta, ya en Corrientes 1530, y durante las bulliciosas funciones de "teatro polémico", y hasta leerles párrafos de una carta que me enviara Barletta a raíz del conflicto que se planteó allí, por fallas que se produjeron en el montaje y la interpretación de mi segundo estreno. Carta escrita con su inconfundible letra grande, clara, y colmada de redondeces, en la que se me daban explicaciones que yo no me hubiera atrevido a pedirle, y que guardo con gran cariño.
Como muchos de mi generación -y de las posteriores, pues ha transcurrido más de medio siglo desde el punto de partida- vengo del Teatro del Pueblo; me sentí enfervorizado por su brega e incitado por su obra y, por lo tanto, es para mí un orgullo que me conmueve, aportar esta noche algunos datos apenas, sobre la personalidad vigorosa y tan alerta en lo que a nuestro teatro concierne, de Leónidas Barletta, ese ser duro y generoso, violento y reflexivo, todo a la vez, que creyó en las posibilidades enormes del hombre y de la mujer para trabajar con responsabilidad y a conciencia -con "conducta", diría él- por sus vidas y sus sueños, en libertad, con justicia y en paz.
Veo ante mí (¿cómo borrar la imagen?) a Leónidas Barletta, con su cara de luna llena y gesto de bonanza -a pesar de la firmeza que denunciaba su mentón poderoso-, dando campanazos frente a la puerta de su teatrito de la angosta calle Corrientes 465. Veo ante mi al "fundador mitológico del teatro independiente argentino", como lo calificara ese otro batallador de nuestra escena libre y siempre en la brecha que es Onofre Lovero.
Felizmente, Leónidas Barletta tiene ya una salita -su antigua salita, renovada con autores y directores jóvenes- que recuerda su lucha, y un libro estupendo, dedicado al "campanero mayor", escrito con gran comprensión y enorme afecto, por mi tan admirado y querido Raúl Larra.
Ya como cierre quiero leerles unos párrafos del capítulo inicial de dicho libro que se titula, precisamente, "El hombre de la campana". Es una "acuarelita porteña", digna del Roberto Arlt que también aparecerá en ella y, ayudará a comprender mejor un ámbito -en su tiempo, en su clima y en su propio jugo-, y el accionar de Leónidas Barletta cuando, allá por 1931, y el comienzo de uno de sus espectáculos. He aquí unos cuantos párrafos de cómo lo cuenta Raúl Larra.
Así eran Leónidas Barletta y su Teatro del Pueblo, con la intervención en vivo de Roberto Arlt, según Raúl Larra, allá por 1931. Acababa de nacer y empezaba a echar a andar nuestra "escena libre" o "independiente", y se iniciaba la nueva etapa renovadora de nuestro teatro nacional, en todos sus niveles, que llega hasta estos días. ¡Y menudo es el mérito!
Fuente: teatrodelpueblo
En dicha ocasión, y para dar una muestra, apenas, de la dedicación sobresaliente e incansable de Barletta, se conformó un programa durante el cual Sebastián Ávalos Noguera se refirió a Barletta "periodista"; Raúl Larra, su amigo y biógrafo, destacó "el hombre"; el fiscal de la Nación Ricardo Molinas, "el ser político"; Onofre Lovero, "el creador de Nuestro Teatro Independiente", y yo me ocupé, en pocos trazos, de "Barletta y el teatro". Teniendo como presentador a Mario Giusti, el acto se completó con Inda Ledesma, quien leyó un cuento de Barletta y, entre otros participantes, Osvaldo Dragún señaló que el recién creado Teatro de la Campana retomaba la lucha artístico-cultural del veterano Teatro del Pueblo, rememorando su histórico logotipo y ocupando su antiguo local en el subsuelo legendario de la Diagonal Norte 943, de nuestra ciudad.
En esta circunstancia, y aprovechando la cordial invitación de esta Fundación "Cesar Pennetti", alentada y conducida por ese trabajador de nuestra cultura popular con inquietud y jerarquía que es el buen amigo Clemente, podré extenderme algo más.
De cualquier manera, la elección de esta charla tiene para mi dos motivaciones. La primera es que en el día de mañana, de tenerlo entre nosotros, Leónidas Barletta cumpliría 90 años, dado que había nacido en una "casa pobre de barrio rico" (eran sus palabras), allá por Libertad y Arenales, en la zona Norte, el 30 de agosto de 1902, y falleció en nuestra ciudad de Buenos Aires, el 15 de marzo de 1975.
La segunda motivación parte de algo sumamente personal. Por tareas realizadas sobre la historia de nuestro teatro, he recibido varios lauros que estimo y valoro mucho, pero ninguno tiene para mí -y lo confié cuando me lo entregaron- la trascendencia entrañable del que, a fines del año pasado, me otorgó la Fundación Cultural Universitaria Nacional que lleva el nombre, precisamente, de Premio Leónidas Barletta.
Y, ahora sí, entro en el tema.
En 1931, luego de presentarse en la sala de la Wagneriana (Florida 936), el Teatro del Pueblo, fundado por los últimos días del año anterior, se instaló en un cuchitril de la calle Corrientes angosta 465, número que, en la actualidad, corresponde a un edificio moderno de más de diez pisos.
Por ese mismo tiempo y durante los tres años siguientes, en una lechería que existía a pocos pasos del local, por la misma vereda hacia el bajo, me reunía habitualmente con algunos amigos desbordantes de ensoñaciones líricas -varios se sentían poetas- con los que, finalmente, organizamos el "grupo claridad" (en minúscula, en nuestra ingenua rebeldía), bajo la incitación del "grupo" creado en París por Henri Barbusse, nada menos. Nos encontrábamos allí porque varios de los amigos eran "mensajeros en bicicleta" de la Western Unión, empresa telegráfica internacional que se hallaba muy cerca (creo que aún se encuentra en dicho lugar), en la calle San Martín, entre Corrientes y Sarmiento. Sólo uno de esos pichones de poeta -el recordado José Rodriguez Itoíz, ser angelical que nos dejara en plena madurez- vivía en Lanús Oeste, y todos los demás eramos de la Capital Federal. Sin embargo, una vez constituído el "grupo" establecimos nuestra sede en la casa de Rodriguez Itoíz (Bueguerestain 3725, en pleno despoblado) y haci allí viajábamos en tranvía todos los sábados, y algún domingo, para realizar actos artísticos y culturales por toda la zona de Lanús, este y oeste, en los clubes de barrio, agrupaciones vecinales, etc., en donde se desarrollaban programas con conferencias, recitados de poemas, debates, exposiciones de pintura, etc.
Fue en aquella lechería porteña de la calle Corrientes angosta, al promediar el 400 que, por la cercanía, fuimos entrando en contacto e intimando con los integrantes del Teatro del Pueblo y, por supuesto, con Leónidas Barletta quien, no como leyenda pintoresca sino como realidad, y doy fe de ello, se colocaba en la puerta del teatro agitando una gran campana de bronce mientras hablaba. En ocasiones, la gente se acercaba para oir lo que proclamaba el pregonero a campanazo limpio. Otras veces, por el contrario, se veía a los transeúntes abandonar asustados y presurosos la vereda donde se hallaba el "mancebo compañero" -como pudo habérsele ocurrido decir a nuestro Roberto Arlt- , para esquivar a quien, entre los tañidos, invitaba a penetrar en el sucucho y asistir al espectáculo teatral que estaba por comenzar, por sólo veinte centavos. O gratis, si al candidato, al que se tomaba del brazo con toda campechanía, insinuaba algún reparo por el importe.
El caso fue que los integrantes del "grupo claridad" lanusense nos convertimos en fieles asistentes a sus funciones. Recuerdo, a lo largo de esos tres primeros años de lechería a las actrices Rosita y Celia Eresky, Josefa Goldar, Ana Grinspun (luego Anita Grin), y a los actores Joaquín Pérez Fernández, Pascual Naccarati, José Veneziani, Hugo D'Evieri, Juan Eresky y Tomás Migliacci (que figuraba como auxiliar), entre otros. Recuerdo, asimismo, a Alvaro Sol, novelista y autor teatral; a Manuel Aguiar, que creaba escenografías estupendas para el reducido tabladillo; a los plásticos Facio Hebéquer y Abraham Vigo; a los ya por entonces maestros a nuestros ojos el sereno y patriarcal Alvaro Yunque y el narrador vigoroso Elías Castelnuovo.
Por la frecuentación que teníamos con los artistas del Teatro del Pueblo, logramos que un sábado el elenco fuera en pleno, generosamente, hasta Lanús, con Leónidas Barletta al frente, para hablar y ofrecer su espectáculo en uno de nuestros actos artísticos-culturales. Nos identificábamos tanto con la brega del Teatro del Pueblo, hasta hacerla nuestra, que cuando en abril de 1934 conseguimos editar, con mucho sudor y la credibilidad de un imprentero bohemio de la zona, un periódico al que llamamos "fibra" -también en minúscula, claro-, mi primer artículo, no ya sólo de ese número inicial sino también de mi labor periodística, lo dediqué por entero al Teatro del Pueblo. Lo titulé "Arte y voluntad" y lo encabezaba un agudo y hermoso pensamiento de Alvaro Yung que decía: "El diamante es un vidrio con voluntad". En el número siguiente publicamos un trabajo del propio Barletta sobre "El arte y nuestras ideas sociales".
Vuelvo a aquel primer artículo periodístico mío, en el que, al reseñar la labor que estaba cumpliendo el elenco de Barletta, registraba los espectáculos que se habían ido ofreciendo. Allí figuraban desde "Mientras dan las seis", de los poetas Eduardo González Lanuza y Amado Villar, y "Títeres de pies ligeros", del recio ensayista Ezequiel Martínez Estrada, hasta "El humillado", de Roberto Arlt (que era un capítulo de su novela recientemente laureada, "Los siete locos") y "Temístocles en Salamina", sátira política de Román Gómez Masía, entre los autores nacionales; y desde "Aulularia", del latino Plauto; "Los bastidores del alma", del ruso Nicolás Evréinov, e "Intimidad", del francés Pellerin, hasta "El horroroso crimen de Peñaranda del campo", del español Pío Baroja y "El Emperador Jones", del norteamericano Eggenio O'Neill, en lo referido al repertorio universal de todas las épocas.
Los pocos títulos consignados y sus autores pueden ir dando una idea de cuales eran los propósitos que se perseguían al luchar por un teatro popular que revalorizara nuestra escena, subalternizada por la explotación comercial de la que estaba siendo objeto.
Al llegar a este punto, creo oportuno rebobinar y proponer un par de preguntas que puedan ser claves para poder seguir adelante. ¿De dónde salía el Teatro del Pueblo? y ¿Quién era Leónidas Barletta?. Procuraré hilvanar los tramos de historia que desembocan en el "movimiento de teatros independientes", a partir de la cuarta década del siglo que renovó y revitalizó nuestra escena, en todos los niveles hasta, a través de varias etapas, singulares todas ellas, llegar sus resultados e influencias hasta estos días.
Todo empezó con el grupo llamado de "Boedo" (porque ocupaba un cuartucho en dicha barriada sur de la ciudad) que entró en conflicto, o no, con el denominado grupo "Florida" (por tener su refugio literario en esa arteria elegante y central de la urbe), Los dos núcleos presentaban actitudes que podían estimarse igualmente como revolucionarias. La diferencia, fundamental para el caso, estribaba en que mientras los de "Florida" eran rebeldes en estética y se sentían ocupando una avanzada estrictamente literaria, los de "Boedo", eran disconformes ideológicos y se empeñaban en impulsar la Revolución Social, ya triunfante, por entonces, en la antigua Rusia de los Zares. Las diferencias no desaparecerían nunca, pero algunas aristas cortantes se irían limando con los años, y los integrantes de ambos grupos se encontrarían precisamente compartiendo las carteleras del Teatro del Pueblo. Mientras los de "Boedo" creían firmemente y bregaban por un teatro popular, los de "Florida", cuando asomaba en ello la inquietud escénica, sólo aspiraban a lograr un escenario de arte, aunque sospechando, que por el momento, y debido a supuestas carencias en la materia, no podía ni pensarse en ello. La opinión aparecía en la revista Martín Fierro que editaba el grupo "Florida". En el número 17, de mayo de 1925, Sandro Piantanida publicó un artículo titulado "Teatro de poesía", en el que daba cuenta de las experiencias que se estaban cumpliendo en Europa ("desde hace treinta años, en Mónaco, Berlín, Ginebra, Moscú y Roma") y, como síntesis, descartaba que, a corto plazo, pudieran ser interpretados los autores clásicos por elencos nuestros con tal capacidad. ¿Podéis imaginar -puntualizaba y se preguntaba- un drama griego o una comedia de Plauto desenvolviéndose sobre las tablas de cualquiera de nuestras escenas?" Además, y para ir a lo sustancial, según el citado Piantanida sólo podía pensarse en un tablado de arte para satisfacer las necesidades de cierta elite intelectual. En cambio, los del grupo "Boedo" mostraban desde el comienzo, gran interés por un teatro de calidad, crítico y con fuertes resonancias populares. Por eso bien pronto, y mucho antes de que hubiera podido imaginarlo Piantanida, Barletta, en su Teatro del Pueblo, llevó a escena no sólo a Sófocles y a Plauto, sino también a Shakespeare, entre los aportes que he reseñado algo más arriba.
En el grupo "Florida" se encontraban intelectuales como Evar Méndez, Eduardo González Lanuza, Oliverio Girondo y Jorge Luis Borges, entre las figuras capitales; en el de "Boedo" participaban los ya nombrados Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo y Leónidas Barletta, los poetas y narradores, y contaba con un núcleo de plásticos modernos a cuyo frente se encontraban los también ya nombrados Guillermo Facio Hebequer y Abraham Vigo.
Hay quienes niegan que haya existido un conflicto -ni siquiera de índole literaria- entre los de "Boedo" y los de "Florida", y no vale la pena entrar ahora en la cuestión, pues otro es mi propósito al trazar el panorama que continúo.
En el número de enero de 1926 de la revista Los Pensadores, del grupo de "Boedo", se insertaba un artículo titulado "Ellos y nosotros". Allí se expresaba con total claridad, "La cuestión empezó con Boedo y Florida. El nombre y la designación es lo de menos. Tanto ellos como nosotros sabemos que hay algo más que nos divide". Se concretaba: "La literatura no es un pasatiempo de barrio o de camorra, es un arte universal cuya visión puede ser profética o evangélica". Castelnuovo a la vez testimoniaba con su firma: "Fuimos nosotros, indudablemente, los que sostuvimos la misión social del arte". ¿Cómo no iba a interesarles el teatro -añado yo-, arte social por excelencia, tanto por su forma como por sus contenidos y alcances?
Conviene ir destacando ya la participación en el grupo de Boedo del joven poeta y narrador Leónidas Barletta, pues será uno de los que, desde entonces, bregará tercamente por la organización de elencos experimentales y de avanzada teatral entre nosotros.
En 1903, Romain Rolland publicó en París su libro "Teatro del Pueblo", cuya segunda edición, también francesa data de 1913. Pero recién en 1927, se tradujo a nuestro idioma y apareció en Buenos Aires. Si bien no se disponía fácilmente, por entonces, de noticias respecto a las experiencias del "nuevo teatro", que se estaban cumpliendo en los paralelos de la vanguardia europea, no era extraño que a quienes le interesaba el tema supieran de los trabajos que estaba realizando Antoine, Lugné-Poé y Erwin Piscator, Jacques Copeau, en Francia; Bragaglia, en Italia; Otto Braham en Alemania; H.T.Grein en Inglaterra; Stanislawski y Nemérovich-Dánchenko, en Rusia; Rivas Sherif y Valle-Inclán, en España, entre otros luchadores, a distinto nivel, por un nuevo teatro. De Europa llegaban los rótulos de Teatro Libre, Teatro Independiente, Teatro de Arte, Teatro Político, etc.
Sin embargo, y resulta importante destacarlo para que no haya confusión, cuando entre nosotros se intentaba "un teatro distinto" al imperante en nuestro medio, no se partía precisamente de influencias ajenas, aunque los logros podían servir como reflexión y aliciente. Las motivaciones y propósitos eran otros, como se irá viendo.
En 1926, Octavio Palazzolo, que había sido agudo crítico teatral del diario La Vanguardia, era el director artístico de un elenco profesional con altas miras, pero que, al no resultar satisfactoria la recaudación, la empresa le exigía que cambiase el repertorio proyectado por obras de nivel menor para que fuera más rendidora la boletería. Palazzolo se negó y además, renunció a su puesto por entender, y así lo denunciaba en una nota, que "proseguir mis actividades en el teatro, aceptando una situación poco independiente, implicaba someterse a una claudicación vergonsoza y agotar un caudal de energías en una labor estéril". Es la primera vez que yo encuentro, en un documento referido a nuestro teatro, la palabra "independiente", con una significación que se irá definiendo y ahondando con el correr de la lucha.
Al año siguiente (1927), Palazzolo se reunió con los escritores Alvaro Yunque, Elías Castelnuovo y Leónidas Barletta, y los artistas plásticos Facio Hebéquer y Abraham Vigo, -todos de "Boedo"- y conformaron el grupo denominado Teatro Libre. En la Declaración de Principios -inevitable, en estos casos-, se explicaba: "Aspiramos a crear un teatro de arte donde el teatro que se cultiva no es artístico; queremos realizar un movimiento de avanzada donde todo se caracteriza por el retroceso". Yunque, siempre fervoroso, señalaba en un reportaje: "En Buenos Aires, ya existe una cultura media que hace posible la subsistencia de un teatro que esté sobre la angurria del empresario, la vanidad de la actriz, la ignorancia del actor y la chatura del público burgués". Es de señalar cómo, a esta altura, iban asomando los conceptos que habrían de imponerse y serían bandera del ya inmediato "movimiento de teatros independientes".
Como es tan común entre nosotros, en Teatro Libre se produjeron desinteligencias y Palazzolo se retiró de la agrupación. El resto de los integrantes crearon entonces (1928), el Teatro Experimental Argentino, cuya sigla TEA subrayaba los propósitos de rebeldía y alumbramiento de la nueva etapa escénica que animaba a sus miembros. Leónidas Barletta era el secretario. TEA llegó por fin a un escenario con "El nombre de Cristo", drama antibélico de Elías Castelnuovo, con escenografía de Abraham Vigo. A la vez, se anunciaba "Odio", drama de Leónidas Barletta que iba a llevar decorados de Facio Hebequer. Pero el grupo se disolvió y la obra de Barletta quedó sin estrenar.
Existen otros antecedentes al respecto que en ocasiones marchaban en forma paralela demostrando, como lo expresara Yunque, que en Buenos Aires existía ya la inquietud por un teatro popular de jerarquía, sin bastardeos de ninguna índole.
En la Biblioteca "Anatole France" se formó en 1929, La Mosca Blanca, grupo escénico en el que intervenían, como actores, Hugo D'Evieri y Pascual Naccati, entre otros. Se hablaba de que tenían entre manos dos obras: "Los bastidores del alma", de Evréinov, y "Cuando tengas un hijo", de Samuel Eichelbaum, autor dramático que pertenecía a la agrupación cultural. Sin embargo no llegó a concretarse ningún espectáculo. De este grupo, en 1930 se desprendió un nuevo elenco al que se denominó El Tábano (seguramente por la aseveración socrática popularizada por el diario Crítica) y se definía como Laboratorio de Teatro. A los intérpretes ya nombrados se agregaron Joaquín Pérez Fernández y la inquietud de Leónidas Barletta. Es con ellos y otras personas que, al disolverse también El Tábano, de vida muy corta, Barletta fundó, el 30 de noviembre de 1930, el Teatro del Pueblo, el cual desde los inicios, se declaraba "Agrupación al servicio del arte", y adoptará como lema la frase de Goethe: "Avanzar sin prisa y sin pausa, como la estrella".
Por todo lo dicho, cuando Barletta apareció al frente del Teatro del Pueblo en el cuchitril de la calle Corrientes al 400, además de poeta -lo testimonian "Canciones agrias", de 1924. y narrador vigoroso y tierno a la vez -bastaría recordar "Vientres trágicos", "Vidas perdidas" y algo que siempre le preocupó, "Los pobres"-, además de ese bagaje, repito, que definía su actitud frente al ser humano y la literatura, había cumplido una preciosa experiencia en los grupos escénicos principales que antecedieron al Teatro del Pueblo y lo contaron en sus filas en primerísimos puestos de orientación.
Barletta no era, pues, un improvisado. Sabía bien lo que pretendía y por lo que habría de luchar con tenacidad y con talento. Se vivían momentos sumamente difíciles por la crisis sociopolítica, con profundas incidencias económicas, que había provocado la revolución reaccionaria de septiembre de 1930 que quebró, por primera vez, el desarrollo institucional. Desastre que, como sabemos, generó consecuencias trágicas que llegan hasta estos días. Empero, Barletta se proponía "realizar experiencias de teatro moderno para salvar el envilecido arte teatral y llevar a las masas el arte general, con el propósito de propender a la elevación cultural de nuestro pueblo". Esa era su cartilla y para imponerla, ofrecía toda su capacidad y su dedicación.
Jacques Copeau, al crear en París su Vieux Colombier, allá por 1913, reaccionaba contra "la industrialización frenética, más cínica cada día, que está degradando la escena francesa", al ser acaparada " la mayor parte de los teatros por un grupito de comicastros pagados por comerciantes deshonestos". Barletta, por su parte, aseveraba que "ir al teatro aquí, en Buenos Aires, no es una fiesta del espíritu, como cualquier ejercicio intelectual, es, cuando mucho, una fiesta de los bajos instintos". Se proponía contrarrestar, con un repertorio de calidad indudable -en el que cabían todos los géneros, estilos y tendencias dramáticas, unidos clásicos y modernos- la labor funesta que estaban cumpliendo los escenarios porteños comercializados. Fue desde ese momento que empezaron a imponerse y flamear al tope, las tres banderas típicas de la escena libre: independencia de los empresarios, independencia de divas y capocómicos de turno, e independencia del rendimiento de la boletería.
Si bien Barletta, como quedara dicho, era poeta y narrador muy preocupado por desentrañar y captar, hasta la minucia a veces, las angustias, los dolores y los pobres ensueños de los seres humildes, sentía una gran atracción por el espectáculo dramático, así como por las resonancias populares que descubría en él.
Además de participar, muy activamente, en las agrupaciones teatrales que se habían ido formando a partir de 1926, en procura de un nuevo teatro y de la dignificación de nuestra escena, él tenía ya escrita como lo he registrado, una obra dramática "Odio", dispuesta para ser estrenada. En la noticia previa que colocó al editar su farsa satírica "La edad del trapo", en 1956, certificaba: "En los treinta años de mi actividad literaria he escrito también una decena de piezas dramáticas". Añadía: "No las he llevado a escena en el teatro que dirijo para dar oportunidad a colegas que esperaban su turno; no he propuesto su estreno a otras compañías de teatro de arte, para que no se pensase que no confiaba en la que dirigía". Hacía otras consideraciones y, al aludir a la celebración de los 25 años de "la fundación del primer teatro independiente que sustenta una teoría de arte moderno" (eran sus palabras), señalaba que dedicaba el esfuerzo y los logros "a quienes sacrificaron parte de sus vidas en la atrevida empresa, vivos y muertos y, también, a quienes, con su inconsecuencia, destacaron más la nobleza de quienes constituyeron el habitual servirse a sí mismos, por el desinteresado servir al pueblo". Se trataba de una propuesta ética, a la que Barletta seguía aferrado, trazando una "conducta" (palabra ésta de su predilección y que dio nombre a una de sus publicaciones teatrales más perdurables que se mantuvo batallando a lo largo de varios años).
La referencia me lleva directamente a la condición autoral de Barletta. No todos conocían sus inquietudes de dramaturgo. La primera obra, "Odio", que quedara pendiente desde Teatro Libre pudo haber llegado, a comienzos de 1933, al pequeño tinglado de Corrientes 465, como se había programado. Pero un día de ese año, al pasar frente al teatro ví como el propio Barletta escribía la noticia referida a que, había decidido no estrenarla, dando las razones que después publicó al frente de la edición de la obra en abril del mismo año. La verdad es que me sentí muy conmovido ante la acción tan serena como responsable del propio Barletta. En dicha edición se explicaba: "De esta obra se dio una versión en privado el 10 de febrero de 1933, considerando su autor y sus amigos presentes que no debía ocupar el escenario de un teatro de vanguardia". A mi juicio las razones eran muy válidas. La obra iba a ser interpretada con escenografía de Manuel Aguiar, por Amelia Díaz, Catalina Asta, Josefa Goldar, Carlota González, José Veneziani, Pascual Naccarati, José Pétriz, Mecha Martínez y Nelida Peucelli. Los nombro como reconocimiento y homenaje hacia todos aquellos que, por entonces, tenían a su cargo los espectáculos del Teatro del Pueblo.
En Barletta hubo un largo silencio como autor dramático. Sólo muchos años más tarde, el Taller de Teatro Cincel, de Santa Fe, estrenó "La edad del trapo", con dirección de Israel Wisniak y comentarios musicales de Astor Piazzolla. Luego se conocieron otras dos obras suyas, en la nueva salita del Teatro del Pueblo de Diagonal Norte 943. Se titulaban: "A las 6.20 de la mañana", en 1968, y "Sálvese quien pueda!", en 1974. La última subió a escena un año antes del fallecimiento de Barletta, y fue repuesta en la temporada siguiente por el elenco, como homenaje póstumo al autor y director de la obra, y fundador y orientador del conjunto a lo largo de 45 años.
A partir del Teatro del Pueblo, y bajo su ejemplo, fueron formándose numerosos grupos escénicos como el "Juan B. Justo", que dirigía Enrique Agilda, y "La Máscara", que conducía Ricardo Passano, entre tantos otros núcleos que crearon un "movimiento" arrollador que desbordó la Capital Federal y sus aledaños, se extendió por todo el país y, saltando fronteras, alentó a realizar una tarea artístico-cultural, semejante a agrupaciones de países hermanos como Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay y Perú.
En su carácter de director y de maestro de actores, Barletta dejó testimonios de su saber y de sus preocupaciones en tres libros: "Viejo y nuevo teatro", de 1956; "Manual del actor", de 1961; y "Manual del director", de 1969. En ellos pueden encontrarse sus conceptos, algunos de ellos manifestados previamente de manera fragmentada; particularmente en lo que se refería a que, según lo afirmaba como un reto, él podía hacer de cualquier individuo un actor. Tal vez en algún momento de su lucha, y sobre todo en los últimos tiempos, se habría visto obligado a ello; pero ése no era su pensamiento más hondo y total. En "Manual del actor", antes del tramo que dedica a la "preparación", señala: "Joven principiante: yo puedo hacer de usted un actor, pero sólo de usted depende llegar a ser un artista". Esta era la idea completa de Barletta y por ella sabemos lo que en realidad pensaba, y ayuda a que supongamos todo lo que tuvo que bregar -en ocasiones sin resultado- para que sus actores fueran convirtiéndose en artistas. En el volumen que comento, dedica cortos capítulos a distintos aspectos del futuro actor, desde los problemas de la "puntualidad", las técnicas para "maquillarse" y "demaquillarse", correctamente, hasta proponer, con gráficos, una especie de "Cursillo del lenguaje de las manos". Pueden leerse allí recomendaciones sumamente curiosas. Se advierte al actor que tenga mucho cuidado al afeitarse, y que debe hacerlo con agua tibia. Puntualiza: "Primero, lavarse la cara con jabón, frotando con las yemas de los dedos las partes más tupidas del mentón y bozo". Añade: "Enseguida, una jabonada con la brocha que no dure menos de un minuto". Y un detalle por demás candoroso. "Si la navajita tira -indica- y no hay otra de repuesto, se puede asentar en el interior de un vaso ancho, pasándola en vaivén con dos dedos, unas veinte veces". Otro consejo que sorprende, al referirse al aseo de los camarines y al comportamiento, es que el actor debe "tener la ropa de escena colgada del revés, para que se airée". Habría más detalles para destacar el "método" que Leónidas Barletta había ido componiendo, mezclando lo teórico y lo práctico, lo trascendente con lo meramente superficial, a lo largo de los años.
Leónidas Barletta, lo reitero, ofreció en su Teatro del Pueblo, las obras de la dramática universal más significativas de todos los tiempos -desde los clásicos griegos hasta lo más moderno del repertorio contemporáneo universal-, sin olvidar, en ningún momento, a los poetas y narradores nacionales, a quienes ofrecía su escenario y los invitaba para que se convirtieran en autores dramáticos. Así ocurrió, aparte de los ya nombrados, con Octavio Rivas Rooney y Roberto Mariani, con Raúl González Tuñón, Luis Cané y Nicolás Olivari y muchos más pero, muy particularmente, con Roberto Arlt. De no haber alcanzado lo que logró con tanta brega, el Teatro del Pueblo hubiera merecido figurar, igualmente, en la historia de nuestra escena, por haber incitado y apoyado a Roberto Arlt para que escribiera su teatro. Pues si del Teatro del Pueblo parte una de las etapas más significativas e importantes del desarrollo escénico nacional, cuyos resultados permanecen, con las obras de Roberto Arlt se inició la revolución, específicamente dramática, la etapa renovadora que llega hasta estos días. Sin el talento y el desenfado de Arlt no podrían concebirse los cambios fundamentales operados en la materia.
A Barletta y al Teatro del Pueblo se les debe, asimismo, las primeras representaciones orgánicas efectuadas en Buenos Aires al aire libre, durante la época veraniega. En una islita de los lagos de Palermo se estrenó "Myrta", el poema de Pedro Calou y, sobre el tabladillo levantado en una feria, se presentó "La isla desierta", la joyita escénica de Roberto Arlt.
Leónidas Barletta realizó con su Teatro del Pueblo una labor en verdad ciclópea. Desde el cuchitril de la calle Corrientes al 400 -para 120 espectadores posibles, sentados sobre toscos bancos de madera y telón de arpillera-, llegó hasta una sala teatral ya perfectamente conformada, como era la de Corrientes 1530, después de pasar por locales provisorios como los de Carlos Pellegrini 340 -donde nació el celebrado "teatro polémico", y Corrientes 1741, al que se llamó Corral de la Pacheca, y en cuyo patio se animó una versión singular de "Juan Moreira", de Gutiérrez.
La sala de Corrientes 1530 -que anteriormente había llevado los nombres de Corrientes y Nuevo-, en 1937 se denominó Teatro del Pueblo, transformándose, desde ese momento, en una auténtica Facultad de Humanidades, entrañablemente popular, sin exámenes de ingreso ni entrega de diplomas, pues los "cursos" que se dictaban eran abiertos y libres, y no concluían nunca. En ella, con capacidad para 1550 espectadores -y a menudo hubo que colocar en la boletería el cartelito de "No hay más localidades"-, no sólo se ofrecieron espectáculos teatrales y danza, sino también conciertos, exposiciones de variada índole, ciclos de conferencias y se editaron obras de teatro de autores nacionales y una revista: Conducta.
A pesar de todo ello (o por todo ello, más exactamente), tras la Revolución de 1943, funcionarios reaccionarios se hicieron cargo de la Comuna Municipal porteña y, una de sus primeras tareas fue desalojar a Barletta y a su gente de la sala que, a partir de entonces, se llamó Teatro Municipal de la Ciudad de Buenos Aires y, una vez demolido el viejo edificio, y muy ampliado el predio, se construyó el modernísimo Teatro Municipal General San Martín de estos días.
Barletta y los suyos defendieron como tigres su teatro, hasta que finalmente sus puertas fueron forzadas por piquetes de policías y bomberos, cargándose en camiones municipales de basura, a granel, cuatro pisos de elementos -trajes, muebles, cuadros, focos, libros, etc- que habían sido utilizados para ofrecer arte y cultura. Como no podía bajar los brazos y entregarse, Barletta se cobijó con su gente en el subsuelo de la Diagonal Norte 943, en cuyo frente, hasta hace muy poco tiempo, había un pequeño cartel que anunciaba: Teatro del Pueblo. Al fallecer Barletta, la salita fue dedicada a exposición de artistas plásticos argentinos y, como ya lo indicara en el intróito de esta charla, funciona actualmente el Teatro de La Campana. Ustedes saben ahora bien por qué, y todo lo que significa ese rótulo. Es una bandera que rinde homenaje a la capacidad y al tesón de Leónidas Barletta.
Podría hablarles de mis propias emociones como autor presentado en dos oportunidades -"Maternidad" y "Sobre los escombros"- por el elenco de Barletta, ya en Corrientes 1530, y durante las bulliciosas funciones de "teatro polémico", y hasta leerles párrafos de una carta que me enviara Barletta a raíz del conflicto que se planteó allí, por fallas que se produjeron en el montaje y la interpretación de mi segundo estreno. Carta escrita con su inconfundible letra grande, clara, y colmada de redondeces, en la que se me daban explicaciones que yo no me hubiera atrevido a pedirle, y que guardo con gran cariño.
Como muchos de mi generación -y de las posteriores, pues ha transcurrido más de medio siglo desde el punto de partida- vengo del Teatro del Pueblo; me sentí enfervorizado por su brega e incitado por su obra y, por lo tanto, es para mí un orgullo que me conmueve, aportar esta noche algunos datos apenas, sobre la personalidad vigorosa y tan alerta en lo que a nuestro teatro concierne, de Leónidas Barletta, ese ser duro y generoso, violento y reflexivo, todo a la vez, que creyó en las posibilidades enormes del hombre y de la mujer para trabajar con responsabilidad y a conciencia -con "conducta", diría él- por sus vidas y sus sueños, en libertad, con justicia y en paz.
Veo ante mí (¿cómo borrar la imagen?) a Leónidas Barletta, con su cara de luna llena y gesto de bonanza -a pesar de la firmeza que denunciaba su mentón poderoso-, dando campanazos frente a la puerta de su teatrito de la angosta calle Corrientes 465. Veo ante mi al "fundador mitológico del teatro independiente argentino", como lo calificara ese otro batallador de nuestra escena libre y siempre en la brecha que es Onofre Lovero.
Felizmente, Leónidas Barletta tiene ya una salita -su antigua salita, renovada con autores y directores jóvenes- que recuerda su lucha, y un libro estupendo, dedicado al "campanero mayor", escrito con gran comprensión y enorme afecto, por mi tan admirado y querido Raúl Larra.
Ya como cierre quiero leerles unos párrafos del capítulo inicial de dicho libro que se titula, precisamente, "El hombre de la campana". Es una "acuarelita porteña", digna del Roberto Arlt que también aparecerá en ella y, ayudará a comprender mejor un ámbito -en su tiempo, en su clima y en su propio jugo-, y el accionar de Leónidas Barletta cuando, allá por 1931, y el comienzo de uno de sus espectáculos. He aquí unos cuantos párrafos de cómo lo cuenta Raúl Larra.
Así eran Leónidas Barletta y su Teatro del Pueblo, con la intervención en vivo de Roberto Arlt, según Raúl Larra, allá por 1931. Acababa de nacer y empezaba a echar a andar nuestra "escena libre" o "independiente", y se iniciaba la nueva etapa renovadora de nuestro teatro nacional, en todos sus niveles, que llega hasta estos días. ¡Y menudo es el mérito!
Fuente: teatrodelpueblo
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