En el Día del Maestro (y la maestra), Las12 invitó a tres autoras de reconocida trayectoria –Laura Yusem, Liliana Bodoc y Ana Alvarado–, quienes en algún momento de sus carreras decidieron dar talleres, coordinar grupos, transmitir lo que saben. ¿Cómo es la relación entre maestras y discípulas cuando la creación está de por medio? Se sumaron a la conversación tres discípulas suyas –Maricel Alvarez, Carolina Ruy y Silvia Aira– para aportar la otra mirada.
Por Laura Rosso
Ellas no decidieron ser maestras, cada una tiene su profesión, y si llegaron a enseñar no fue como respuesta a un llamado temprano de una vocación docente. A su vez, quienes luego se convirtieron en sus alumnas no estaban buscando cualquier maestra. El encuentro entre estas tres reconocidas artistas y sus discípulas tiene algo de mágico y a la vez algo atávico: llega un momento en que para algunas personas resulta necesario transmitir lo que se sabe, hacer escuela, armar grupos de trabajo, ampliar el diálogo hacia aquellos que preguntan y cuestionan. A su vez, cuando una se enfrenta con una obra, puede quedarse mirándola, criticarla, disfrutarla o también tratar de entrar en el mundo de ese autor o autora para “sacar” algo, para aprender por dónde es el camino.
Entre tantos estereotipos con los que carga la mujer, se encuentra esa figura angelical y etérea de la segunda mamá, y también la de la colega envidiosa, hipercompetitiva, egoísta, que nunca ayuda y espera el momento oportuno para dar el zarpazo. Ambas figuras aparecen desmentidas aquí en estas historias de tres mujeres que, teniendo una trayectoria en sus especialidades, decidieron un día transmitir sus conocimientos. Y por el otro lado, aquellas que comenzaron como alumnas y que se han convertido en colaboradoras en algunos casos, colegas siempre, figuras con vuelo propio. ¿En qué consiste la experiencia de enseñar a personas adultas los propios gajes del oficio? ¿Hasta cuánto se puede transmitir sin marcar el camino del o la alumna? Clases particulares y talleres han sido el denominador común donde algo especial sucedió. Laura Yusem, Ana Alvarado, Liliana Bodoc y sus alumnas Maricel Alvarez, Carolina Ruy y Silvia Aira, maestras y discípulas respectivamente, entablaron un compromiso mutuo. Conflictos y frustraciones, la convicción de continuar, más alegrías que tristezas y sentimientos a flor de piel tejieron, como las distintas hebras de una trama, un vínculo que hoy se agradece y se enriquece en el reconocimiento de la propia subjetividad. Para realizar esta nota, las maestras eligieron, por alguna razón particular, a alguna alumna que pasó por sus talleres. Luego, en el transcurso de la conversación, las razones y sinrazones de estos encuentros fueron saliendo a la luz.
La duda como guía
Laura Yusem y Maricel Alvarez, directora y actriz
¿Cuándo decidiste comenzar a enseñar?
L. Y.: –Comenzar a enseñar no fue una decisión mía. En el año ’80, aunque ya hacía diez años que dirigía, era totalmente ignota. Pero ese año tuve un éxito, que fue Boda Blanca, todo un acontecimiento en un momento en que había poco teatro. Me empezaron a pedir, gente que se acercaba al teatro, que diera clases. Entones dejé mi trabajo de periodista. Con esa posibilidad se me armaba algo más integral en relación con mi trabajo de directora, así empecé a dar clases de actuación.
En el año 1991, Maricel Alvarez fue a ver Paso de dos, una obra de Eduardo Pavlovsky dirigida por Laura Yusem. Fascinada con el espectáculo, decidió estudiar con ella. Fue su alumna por casi una década.
¿Cómo fue el descubrimiento de Maricel?
L. Y.: –En esos años, Maricel era la alumna que yo más miraba, porque me interesaba su manera de actuar, su pasión, su intensidad, su decisión. Hicimos algunos trabajos juntas, aparte de las clases. Primero fue mi asistente de dirección en una puesta en la Hebraica, Antes del retiro, de Thomas Bernhard, una experiencia terrible porque fue en el momento de la bomba de la AMIA. Entonces ahí, más que ensayar, lo que hacíamos era resistir. El debut profesional de Maricel fue con la obra Trátala con cariño, de Oscar Viale, que dirigí en 1995. La obra no anduvo muy bien pero nosotros la pasamos bárbaro. Después, cuando yo inauguro Patio de Actores, presenté una versión de Prometeo encadenado que se llamó Prometeo olvidado y allí también participó Maricel como actriz. Después ya tomó su propio camino, del cual yo estoy muy orgullosa.
¿Por qué te enorgullece el camino propio?
L. Y.: –Porque he tenido muchos alumnos muy buenos, pero no todos hicieron su propio camino. Maricel, sí. A mí me enorgullece ver lo que mis alumnos hicieron después, cuando ya nuestro vínculo, de alguna manera, se disipó o terminó con las clases. Eso me da mucho placer.
¿El ojo del maestro no se equivoca?
L. Y.: –No siempre, porque además, una como maestra no sabe muy bien lo que transmite, y el teatro encima es una cosa tan inasible... Como yo digo siempre, cualquiera puede actuar pero no cualquiera es artista. Creo que lo que yo veía en Maricel era esto, era una artista. Y esto es lo que más me importa de mis alumnos, cuando vislumbro que hay un mundo detrás de ejercicios que pueden servir o no servir.
Maricel, ¿qué es para vos lo más característico del “método Yusem”?
M. A.: –Para mí, lo fascinante fue que Laura me ayudó a construir subjetividad. Me apuntaló para que pudiera relacionarme con los materiales y con el oficio, en términos generales, desde una propia mirada. Eso es invaluable. No hubo prepotencia de su parte, esto es, no hubo una imposición de una mirada sino un alentar a que vos construyas tu propia subjetividad. Invaluable. Porque normalmente se insiste en dejar en el otro una huella personal. Es un lugar del que no se vuelve. Es muy difícil después romper.
¿Se puede evitar la tentación de dejar tu sello?
L. Y.: –Eso a mí no me gusta nada, me parece que es lo contrario de la docencia. Cuando yo veo marcadamente el sello de un maestro en alguien que puede tener talento, eso no me gusta.
¿Eso lo aprendiste de alguien?
L. Y.: –Yo de alguna manera sigo los pasos de mi gran maestra que fue Ana Itelman, que tenía esa capacidad. Ella me enseñó a enseñar. Me enseñó muchas cosas, pero también me enseñó a enseñar.
Maricel, si tuvieras que quedarte con lo mejor de aquellas clases, ¿qué rescatarías?
M.A.: –A mí me encantaban los “no sé” de Laura cuando una le preguntaba. “No sé, hay que seguir buscando”, decía. Entonces sus clases nunca eran concluyentes, una no se iba con ninguna certeza y, a la vez, muy estimulada para continuar en la búsqueda. Laura viene de la danza y por eso puede manejar conceptualmente algo muy abstracto, propio de ese lenguaje. No concluye, no cierra. Las clases eran un desafío y eso es algo muy valioso en el período de formación, que una se sienta desafiada por su maestro. Entonces, al exigir, al demandar, al no concluir, al no cerrar, lo que estaba haciendo era provocar en el otro constantemente una reacción, y un deseo de búsqueda, de superación personal. Ante el desafío hay personalidades que se sienten avasalladas y otras se sienten potenciadas.
¿Y vos cómo te sentías?
M. A.: –Recuerdo esos años de taller como de mucho intercambio, de mucha fluidez, pero también de mucho conflicto y mucha trabazón. De ninguna de las dos situaciones salís indemne, siempre salís modificada. En mi caso particular, me interesaba apostar a la formación y no caer en la tentación de cambiar o buscar algo que me fuese más cómodo. El espacio de aprendizaje que genera Laura nunca es cómodo, y bienvenido sea.
¿Coincidís en que ese estilo es lo que seduce a tu alumnado?
L. Y.: –No necesariamente, hay otras personas que con esta modalidad mía se sienten defraudadas. Porque el “no sé” que dice Maricel, que yo lo digo mucho, hay gente a la que no le cierra, porque quieren certezas, y yo no las tengo. Puedo transmitir conceptos de vida, conductas de vida vinculados a la profesión, por supuesto. Creo que es eso lo que sostiene la permanencia en el medio.
¿Hay algo que te sigue sorprendiendo de las clases?
L. Y.: –El intercambio cultural, antropológico, con otras creencias, el hecho de estar siempre muy acompañada. Los alumnos son un poco tu familia. A mí me pasa que yo siempre vengo con un poco de prevención a la clase y después salgo feliz.
¿Qué te provocó que Laura haya pensado en vos para esta nota?
M. A.: –Una alegría inmensa porque en el fondo, durante todos mis años de formación, lo que una anhelaba –como una criatura– era eso básicamente, que ella me adorara, que me quisiera por sobre todas las cosas. Lo digo desde un lugar muy infantil pero que también me constituye como persona. Yo me sentí muy honrada porque creo que es una persona que no hace nada si no es desde el compromiso y la seriedad, entonces, dije, “Bueno, qué honor”.
L. Y.: –Maricel es una de las mejores actrices jóvenes que tenemos, entonces a esta altura es un honor mutuo.
Cadena de transmisión
Liliana Bodoc y Silvia Aira, escritoras
La distancia impidió reunir a maestra y alumna. Liliana Bodoc vive ahora en la zona serrana de San Luis. “A unos treinta kilómetros de la ciudad, en un pueblo muy chiquito. Y muy bello”, escribe en el intercambio vía e-mail que comienza con entusiasmo. “La tarea de educar y enseñar me parece tan importante como esto: ‘Un maestro puede hacer la diferencia en la vida de una persona’.”
Comenzó a enseñar en Mendoza, hace ya unos cinco o seis años.
¿Por qué enseñás?
L. B: –Lo hago, ante todo, porque muchos otros lo hicieron conmigo. No me refiero necesariamente a la acción voluntaria y metódica de enseñar y aprender a través de cursos o talleres. Digo que todos los escritores que leí, a lo largo de mi vida, me enseñaron. Creo que eso de “mi” escritura. “mis” conocimientos, “mi” experiencia es un exceso de individualismo. Y de mala memoria. Todo eso es resultado de una maravillosa cadena de transmisión de saberes y de errores. Si no transmitimos, nos quedamos al margen del proceso básico de la vida.
¿Fue una decisión difícil de tomar?
L. B: –Al principio, cuesta creer que haya alguien que desee que una le enseñe. Y hay una instancia de pudor que superar. ¡Si es que se puede! La cosa es que, frente al interés demostrado por algunas personas que deseaban algo de tutela o de compañía en su trabajo de escritura literaria, decidí intentarlo.
¿Qué pondrías en el balance de tu trabajo de tallerista?
L. B: –Decirte que todas y cada una de las clases fueron momentos luminosos, excelsos y reveladores sería mentirte descaradamente. Decirte que pude acoplarme a las necesidades y las expectativas de todos los alumnos sería volver a mentir. Como siempre, cal y arena. Ratos de enorme alegría y de orgullo cuando ves el crecimiento de quien escribe a tu lado. Ratos de fastidio. ¡Admito que la urgencia por los resultados y la dificultad para aceptar la crítica me pone de mal humor! Todos tenemos una llaga... El que no está dispuesto a que le pongan el dedo, va a tener dificultades para crecer en su aprendizaje.
Silvia Aira conoció a Liliana Bodoc a través de una nota que salió en este mismo suplemento en el momento de la publicación de su novela La saga de los confines y, por esas cosas que tienen que ocurrir, “alguien llega y te afecta de alguna manera que no lo hace otra persona”, recuerda Silvia. Fue para un cumpleaños de su mamá que decidió comprarle ese libro con la secreta intención de leerlo ella después. “Lo leí y me atrapó. Me ha pasado con pocos libros, creo que así no me pasó con ninguno. No era sólo lo ideológico, lo bien que estaba escrito, lo poético, era todo eso y era una conexión muy fuerte con la persona que lo había escrito.” Silvia decidió mandar un mail, sin saber muy bien adónde. “Hice un rastreo por Internet y mandé un mail al aire que le llegó.” Y Liliana respondió. En ese momento no estaba la posibilidad de tomar clases con ella. Luego Silvia fue a escucharla a la Feria del Libro 2005 y le dijo sin titubeos que ella había sido la del mail y que la sentía su maestra. Intercambiaron teléfonos y finalmente se encontraron en un café. “Yo le llevé lo que había escrito y empezamos a trabajar.”
¿Una escritora aprende al tratar de enseñarle a otros?
L. B.: –Enseñar a escribir literatura es un trabajo delicado, donde debe imponerse el respeto hacia el otro, tanto en sus decisiones genéricas como en sus decisiones estéticas y éticas. Tenemos la obligación de pensar más allá de nuestros propios gustos o inclinaciones. Y aceptar aquellas cosas que nos resultan “lejanas” y “antipáticas”. Yo, en función de maestra, tengo que hacer a un lado mis gustos. Y debo leer todos los textos y las propuestas con la objetividad y la grandeza necesarias, sin teñirlo de mis propias falencias. A tu pregunta, puedo responder que, dando clases, aprendí a no desechar por propia minusvalía, a no degradar por soberbia, a no desestimar por ignorancia. En todo caso, a detener a tiempo aquello que no proviene de la rigurosidad necesaria de un maestro, sino de cuestiones más íntimas y oscuras.
¿Cómo se puede enseñar a escribir?
L. B.: –Yo intento brindar lo que considero esencial para un escritor. Asuntos que no siempre tienen que ver con técnicas o con teorías. Asuntos relacionados con lo que implica la decisión de ser un artista. Creo que nadie puede ser un artista si no se apasiona. Nadie puede ser un artista si pretende no perder nada. Hay un momento en que debemos aceptar que no alcanza con dedicarle al arte el tiempo que nos queda, después de hacer todo lo demás. Hay un momento en el que debemos tomar un riesgo. Nadie puede ser artista si ama sólo los resultados. El proceso, las búsquedas, eso es lo que debemos amar con toda el alma.
¿Qué viste en tu alumna, qué te hizo pensar que era una escritora?
L. B.: –Vi nacer su primera novela. La vi crecer, hacerse y deshacerse. Creo que nos hacemos escritores cuando escribimos, y no cuando nos editan. Nos hacemos escritores cuando nos desvelamos, nos dormimos y nos despertamos pensando en nuestra obra. A Silvia le sucede todo eso. Y además, claro, tiene el pulso y el talento.
Silvia, ¿te sentís elegida por Liliana?
S. A.: –Cuando me llamó por teléfono y me contó que me había nombrado para esta nota yo no lo podía creer. Le dije: “¿No será mucho?”. Creo que es mucho. No por el cariño que le tengo y sé que me tiene. Es una gran responsabilidad, claro que sí. Además, decíamos “qué loco que nos haya unido de nuevo Las12”.
¿Por qué la elegiste?
L. B.: –Porque le hace honor a aquella célebre frase de Roberto Arlt: Silvia tiene una sola prepotencia, la del trabajo.
Lugares no tan comunes
Ana Alvarado y Carolina Ruy, titiriteras
“Carolina fue alumna mía hace varios años y ahora trabajamos juntas. Es la persona que yo elegí para que trabajara conmigo en el taller que doy de formación en Teatro de Objetos, es mi asistente y cada vez da más clases. Hoy ocupa el lugar de colega. Tiene su obra propia, Deshilar el tiempo, que es un espectáculo maravilloso, y compartimos proyectos de trabajo. Terminó la Escuela de Títeres en el San Martín, y es además escenógrafa y percusionista, así que viene con un montón de objetos a cuestas, y ahora es una titiritera notable.” Así presenta Ana Alvarado a su alumna Carolina Ruy.
¿Cómo te hiciste maestra?
A. A.: –Empecé muy joven a dar clases, hace casi treinta años; para cuando empecé a dedicarme al teatro ya era docente. Estudié Bellas Artes y fui durante diez años docente de Artes Visuales. Luego conocí a Ariel Bufano, estudié con él, entré al elenco y empecé mi carrera como titiritera. Después de ese tránsito empecé a particularizar esto de los objetos y a especializarme en ese sector con el grupo El Periférico de Objetos que abrió algo particular, y entonces empezamos a enseñar a partir de esa particularidad, como un recorte dentro de todas las opciones que había para los títeres.
¿Qué te ha brindado la experiencia de enseñar?
A. A.: –Yo aprendo enseñando. Aunque parezca un lugar común, no lo es. Es como una manera de aprender que tengo, probar cosas con los alumnos, por ejemplo. Pienso: “Ay, me encantaría hacer tal cosa” y la pruebo en el taller con mis alumnos, y no creo que sea un problema, en general ninguno lo siente así, al contrario, creo que se divierten.
Carolina, ¿cómo llegás a Ana?
C. R.: –Llegué por el Periférico. Me gustaba la estética y busqué alguien que me guíe en relación con eso para poder probar cosas desde lo visual, lo actoral, los objetos, y la encontré a Ana.
“La encontré a Ana”, con estas palabras Carolina transmite lo que su maestra representa. Porque además de encontrar el espacio donde aprender y experimentar, encontrar a Ana fue encontrar una persona-imán que la atraía hacia donde ella quería quedarse, o volver semana a semana.
¿Cómo hacés el paso de alumna a colaboradora?
C. R.: –Bueno, yo estudié con muchas otras personas y eso no me pasó. Con Ana buscaba la excusa para seguir, quería seguirla a donde sea. Yo le propuse ayudarla a reparar los objetos que se usaban en los talleres, siempre buscaba algo para estar ahí y poder continuar. Luego me convocaron como realizadora de objetos, máscaras y títeres para el Periférico y a partir de ahí se generó un vínculo más profesional, desde la realización y luego como escenógrafa en las obras de ella.
¿Es muy difícil separarse del camino que marca la maestra?
C. R.: –Para mí Ana es una constante referencia cuando me pregunto “¿y yo, cómo?”. La escucho y voy diciendo “a ver, ¿qué tomo de todo lo que me dice y para dónde voy yo?”. Es mirar el camino que hizo ella y decir “la acompaño tres pasos, y éste lo doy sola”. Todo el tiempo la consulto.
A. A.: –Rescato esa frase de Carolina: “¿Y yo, cómo?”. Creo que ésa es una gran pregunta. Cómo hago para diferenciarme, para hacer mi obra, instalarla. Obviamente, eso no tiene una respuesta, porque no se sabe, pero sí hay que tener algunas decisiones tomadas porque si no, de verdad, no pasa nunca.
¿Qué es lo más importante entre lo que tratás de transmitir?
A. A.: –Trato de hacer una síntesis entre lo que mi generación tiene de formación académica con cómo estimular la creatividad. Me interesa ver cómo juntar creatividad y técnica: que los alumnos se sientan muy libres de crear sus propios objetos pero con toda una serie de elementos que funcionen, como el sistema de la puesta, la dramaturgia, todo eso que por momentos es bastante angustiante porque da esa sensación de... “¿y ahora qué hago con esto”.
¿Qué fue lo particular que descubriste en Carolina?
A. A.: –Ella tiene una formación múltiple en lo visual, y entonces produce un cruce entre lo teatral que tienen los títeres con algo que parece casi animación. Es un tipo de persona para dedicarse a este tipo de teatro, muy detallista, con un nivel de concentración muy grande, puede sacrificar muchas cosas en servicio de eso otro que está adelante, le da el lugar al títere. Carolina tiene ese destino de hacer títeres para adultos. Yo siempre la jorobo con que “quiero más”, porque creo que es buenísima. Y estoy segura de que hay que hacerlo acá. La obra propia hay que desarrollarla en el territorio emocional e intelectual propio. Y ella va a tener una obra propia, no hay duda de eso.
¿Qué te produjo que Ana te haya elegido?
C. R.: –Escalofríos, un honor.