Por Ernesto Schoo
En los tiempos heroicos del teatro independiente, entre los decenios del treinta y del cincuenta, los elencos procuraban instalarse en el radio céntrico. La Máscara estaba en Maipú 28; el Instituto de Arte Moderno, en Florida entre Viamonte y Tucumán; el Candilejas, en Rivadavia entre Perú y Chacabuco; el ABC, en Esmeralda y Lavalle; el Teatro del Pueblo (el primero de todos en adquirir rango profesional), en el predio donde hoy se alza el San Martín, en Corrientes al 1500, y después en Diagonal Norte; Los Independientes, creado por Onofre Lovero, que se convertiría en el Payró de Jaime Kogan, en San Martín entre Córdoba y Viamonte, dentro de la estructura de las Galerías Pacífico. Ya en los años sesenta, y con rasgos que lo alejaban de lo que se entendía por independiente, pero respondiendo en lo esencial a ese criterio, el Di Tella, en Florida entre Marcelo Alvear y Paraguay.En esa última calle, con otra salida a Suipacha, Eduardo Eurnekian ubicó el Planeta, más tarde ocupado por Nuevo Teatro, dirigido por Alejandra Boero y Pedro Asquini, que en su momento de esplendor tuvo tres salas: la recién mencionada, la del Lorange, en Corrientes entre Uruguay y Talcahuano, y otra -la sala madre, digamos- en la calle Corrientes al dos mil y pico, adentrándose en el Once. El Teatro 35, de Aurelia Patrón de Olivari, estaba en Callao y Corrientes.
Los lugares preferidos eran sótanos y galpones en desuso, cuyos alquileres estaban al alcance de los grupos conformados, casi siempre, por actores que de día desempeñaban trabajos modestos en oficinas estatales o en empresas privadas y desde el atardecer se consagraban a su vocación, que implicaba no sólo actuar sino también construir la escenografía, hacer de boleteros y limpiar los baños.
El panorama cambió sustancialmente desde mediados de los años sesenta, cuando los remezones políticos fueron acompañados de las correspondientes turbulencias en la cotización del peso. Los alquileres más o menos accesibles se volvieron prohibitivos: en un contexto de inseguridad económica y frente a los magros ingresos de las salas pequeñas (éxitos como la "Medea", de Anouilh, en Nuevo Teatro, eran muy raros), los propietarios de los locales exigieron seguros y anticipos casi imposibles de satisfacer. El teatro independiente languidecía, y un emprendimiento como el de El Picadero, en el entonces pasaje Rauch, fue excepcional.
Con el apelativo de "off", pedido en préstamo a la jerga neoyorquina y que alude a la distancia respecto del corazón del teatro comercial, la calle Corrientes, los conjuntos independientes o vocacionales (ya no "de aficionados" o "de amateurs", como solía denominárselos en sus primeras épocas) desarrollan hoy sus actividades -las más interesantes, originales y audaces de la cartelera porteña- en barrios alejados. Palermo Viejo parece ser el favorito: allí están, entre otros, el Sportivo Teatral, de Ricardo Bartís, en Thames al 1400, y El Doble, de Lorenzo Quinteros, en Uriarte al 700. No muy lejos, tirando más a Villa Crespo, El Excéntrico de la 18, de Cristina Banegas, en Lerma al 400.
En los tres casos mencionados se trata de hermosas, amplias casas antiguas recicladas, donde no sólo se ha habilitado el espacio (generoso, casi siempre) para actuar, o sea, la sala propiamente dicha, sino que conviven el taller de aprendizaje, de investigación y experimentación, el estudio del director y hasta la vivienda familiar de éste. Un criterio, como se ve, unificador y centralizador.
Se agregan Babilonia, El Callejón de los Deseos y El Galpón del Abasto, en el barrio homónimo, en vías de una transformación asombrosa. En el Barrio Sur, el Margarita Xirgu (en El Casal de Cataluña), y La Scala de San Telmo. Y una buena noticia: el arquitecto Osvaldo Giesso se apresta a reabrir sus legendarios Teatros de San Telmo, en la calle Cochabamba, con los espacios multiplicados hasta dimensiones, se dice, prodigiosas. El teatro, en Buenos Aires, no sólo no está agonizando sino que, felizmente, demuestra una vitalidad a toda prueba.
Fuente: La Nación