Más allá de loables iniciativas oficiales, los profesionales de la danza llevaron adelante su tarea lidiando con problemas de toda clase. Fue un año de grandes aportes en el terreno contemporáneo, poca danza clásica y mucho aire español.
Por Alina Mazzaferro
La danza es la hermana menor de las artes, la que siempre anda detrás de sus parientes –la ópera y el teatro–, buscando un lugar en las apretadas programaciones de las salas, reclamando visibilidad, persiguiendo subsidios y festejando si es que alguna vez el número de funciones estipuladas supera a las que se pueden contar con los dedos de una mano. Lo cierto es que en los últimos tiempos, a pesar de las dificultades que debe sortear, que son mayores a las del teatro local, la danza –especialmente la contemporánea– ha sabido desmentir algunos prejuicios: también tiene una gran afluencia de público, especialmente cuando las obras se ofrecen dentro de determinado circuito por el que transita el espectador especializado o se reúnen en eventos especiales como encuentros o festivales; también llena salas y, de hecho, funcionan bien algunos pequeños teatros dedicados especialmente a esta disciplina (como El Portón de Sánchez que dirige Roxana Grinstein o Pata de Ganso, el espacio de María José Goldín). Así, 2009 fue, una vez más, una temporada de mucha danza contemporánea –oficial, de propuestas autogestivas de menor escala (solos, dúos, tríos, en pequeños teatros) y de creadores extranjeros que visitaron el país–, poca danza clásica y algo de danzas españolas, cuyo interés por sus distintos estilos ha resurgido, lo que se suma a la movida flamenca ya existente hace tiempo en Buenos Aires.
La danza contemporánea local encontró dos nuevos recintos oficiales donde instalarse: el nuevo Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino de La Plata que dirige Martín Bauer, que presentó obras de Juan Onofri Barbato, Luis Garay y Diana Szeinblum, y el teatro Cervantes, que inauguró un ciclo de danza contemporánea (en él participaron, entre otros, Iñaki Urlezaga y su Ballet Concierto, dejando en evidencia la confusa concepción de “contemporáneo” que maneja este teatro nacional). Allí se destacó Happy Hour, de la compañía Tangokinesis de Ana María Stekelman, quien se mostró muy agradecida con la gestión de Rubens Correa por brindarle un espacio a la danza contemporánea, ya que, según confesó a Página/12 en su momento, de no haber sido por esta propuesta, ella se habría visto obligada, por motivos de índole económica, a disolver esta compañía que sostiene desde hace dieciséis años. El Centro de Experimentación del Teatro Colón, que solía ser un lugar de referencia, presentó una sola obra de danza contemporánea pero de gran impacto: Four Walls o la niña del enfermero, en la que Carlos Trunsky revisitó una antigua pieza de Merce Cunningham. El Ballet del San Martín, por su parte, brindó tres programas impecables, aunque esta vez fueron menos los coreógrafos jóvenes invitados –Edgardo Mercado, Gustavo Lesgart– y más las piezas de su director, Mauricio Wainrot, que abundaron (Wainrot repuso Las ocho estaciones y participó de los otros dos programas, el último de ellos junto a otro histórico de la danza: Oscar Araiz). Sea por una cuestión presupuestaria, sea porque a Wainrot le encanta seguir creando, la compañía oficial, compuesta por nuevos y muy jóvenes integrantes, demostró que lleva cada vez más el sello de su director.
Mientras tanto, aquellas exquisitas figuras expulsadas en 2008 del Ballet del San Martín, cuando reclamaron por sus condiciones laborales, tuvieron en 2009 su revancha: Ernesto Chacón Oribe, Pablo Fermani, Victoria Hidalgo, Bettina Quintá, Wanda Ramírez y Jack Syzard obtuvieron el apoyo oficial y desde febrero conforman la Compañía de Danza Contemporánea Cultura Nación, que realizó periódicamente funciones gratuitas en el Centro Nacional de la Música y la Danza. Para estos maravillosos ex integrantes del Ballet del San Martín, la ventaja de pertenecer a este nuevo equipo consistió en poder dirigirse a sí mismos de forma colectiva y, además de bailar, incursionar en la coreografía. Asimismo, el nuevo grupo convocó a otros jóvenes y talentosos coreógrafos; sin embargo, el principal recinto oficial que promovió a los nuevos trabajadores de la coreografía siguió siendo, como es desde hace algunos años, el Centro Cultural Rojas. Es que el área de danza de esta institución está dirigida desde 2004 por Alejandro Cervera, que este año recibió el máximo galardón de la danza local, el Premio María Ruanova, por su labor en el campo. En su vigesimoquinto aniversario, el Rojas brindó un espacio para que coreógrafos menores de veinticinco años (Emanuel Ludueña, Soledad Mangia, Exequiel Barreras y Pablo Lugones) desplegaran su creatividad. También retornó el ciclo Puentes, que permitió, una vez más, que estudiantes de danza tuvieran su primera experiencia profesional de la mano de Silvina Grinberg y Luciana Acuña, proyecto que obtuvo muy buenos resultados. Dos integrantes históricas del área de danza del Rojas –Brenda Angiel y Adriana Barenstein– regresaron con retrospectivas y nuevas propuestas con motivo del cumpleaños de la institución y otras dos de las más reconocidas del mundillo del contemporáneo, Gabriela Prado y Ana Garat, fueron convocadas para crear nuevas obras inspiradas en La bailarina de Edgar Degas. Además, el Uballet, la compañía de danzas folklóricas y tango de la UBA que tiene su sede en el Rojas, festejó a lo grande sus veinte años.
Otra que estuvo de festejos fue Teresa Duggan, que celebró sus veinticinco años con la danza durante todo 2009, con varias propuestas para grandes y chicos, pero especialmente con Wu Wei, su última creación, con la que ocupó cada rincón del British Art Centre. Y sin acontecimientos ni fechas especiales, muchísimos coreógrafos emprendieron sus tareas, en muchos casos heroicamente, sin subsidios ni apoyos de ningún tipo, en los teatros de todos los rincones de la ciudad porteña. Sin ánimos de nombrar a todos –algo imposible en un balance de este tipo–, algunos de los que se destacaron fueron Maneries, de Luis Garay, que reveló a Florencia Vecino como una exquisita y enérgica intérprete; 124, que puso a actores y bailarines –Cecilia Blanco, Javier Drolas, Agustín Repetto y Fernando Tur– a trabajar juntos sobre el movimiento; Octubre, de Luis Biasotto, que causó polémica y reabrió el debate en torno del “deber ser” de una obra de danza; Tualet, la vertiginosa propuesta de Juan Onofri Barbato; Ramos Generales, de Mónica Fracchia, una de las pocas que sigue apostando a la masa de bailarines en escena desde un perfil independiente. También hubo propuestas coreográficas de Roxana Grinstein, Diana Theocaridis, Andrea Cervera, Oscar Araiz, Gabriela Romero, Noemí Cohelo y Rodolfo Olguín, entre otros; los más jóvenes y novatos obtuvieron mayor visibilidad en algunos encuentros y festivales independientes como Buenos Aires Endanza, que organizó Liliana Cepeda, o el Festival Cambalache.
Por supuesto que los festivales oficiales tuvieron mayor repercusión y afluencia de público; en 2009 volvió Ciudanza, organizado por Brenda Angiel con el apoyo del gobierno porteño, que se propuso invadir los distintos rincones de la ciudad con el arte del movimiento. También tuvo lugar la onceava edición del Festival de Videodanza, una iniciativa que viene creciendo año tras año debido a la constante labor y el empeño de Silvina Szperling. Del VII Festival Internacional de Buenos Aires participaron Pilar Beamonte, Ana Garat, Leticia Mazur, Margarita Molfino, Pablo Castronovo y Juan Onofri Barbato, además de cuatro propuestas extranjeras de danza: dos muy interesantes –Patchagonia, de Les Ballets C de la B de Bélgica y Are you really lost? del mexicano Octavio Zeivy– y otras dos con poco vuelo (Velada con Stravinsky, del finlandés Tero Saarinen, y ATP de la compañía uruguaya Perro rabioso). Además, hubo otras visitas internacionales de jerarquía: la Compañía Nacional de Danza de España que dirige Nacho Duato, que trajo dos exquisitos programas al Teatro San Martín; los franceses Claude Brumachon y Benjamin Lamarche, que vinieron a mostrar varios dúos de su producción y a brindar clases magistrales; la catalana María Rovira, que mostró El salto de Nijinsky; el francés Xavier Le Roy, el sueco Mårten Spångberg y la portuguesa Vera Mantero, que se presentaron en el marco de las III Jornadas de Investigación en Danza organizadas por el IUNA.
En cuestión de festivales, es llamativo que en 2009 se lanzaran dos nuevos eventos dedicados a las danzas españolas. Porque luego de la primera Bienal Flamenca, que a principios de año organizó el gobierno de la ciudad, el país tuvo su Primer Festival Nacional de Danza Española, a partir de la iniciativa de la bailarina Sibila, que reunió a artistas y escuelas de danza de toda la Argentina con el objetivo de promover la conservación del patrimonio nacional de danza española en sus cuatro estilos: flamenco, folklore, la escuela bolera y la danza estilizada. Además, Soledad Barrio y Rafael Amargo volvieron al país, fieles al público del flamenco que ha demostrado ser amplio. Por supuesto, el tango no se quedó atrás: fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y reunió a 427 parejas de baile de veinticinco países en el VII Mundial de tango, al que asistieron 138.000 personas.
Ante la prolífica actividad de la danza contemporánea, el interés popular por el tango y el incipiente avance del español, la danza clásica parece haberse quedado en la penumbra, al menos en la ciudad porteña. Los sabidos conflictos del Colón, la mudanza debido a las obras en el edificio, las poquísimas funciones (este año el Ballet Estable realizó tres programas de tres funciones cada uno, cuando en el mundo los coliseos de este tipo brindan alrededor de cien funciones anuales); los abruptos cambios de directores de la compañía (Guido de Benedetti había sido designado para la tarea con la llegada del actual gobierno porteño e inesperadamente fue relevado del cargo; lo sucedió Olga Ferri por un breve lapso y este año fue Lidia Segni la responsable) y los problemas de siempre, que obstaculizan el buen funcionamiento del ballet (la alta edad de las jubilaciones, la falta de nombramientos), hicieron que la danza clásica brillara por su ausencia, poniendo en riesgo la conservación del repertorio clásico (hasta la biblioteca del Colón fue disuelta) y de un ballet que tristemente y a duras penas se mantiene en pie, opacado por el brillo de lo que solía ser en otras épocas, cuando había funciones para abonados y funciones extraordinarias con invitados internacionales de primer nivel.
Fuente: Página 12
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