“Ustedes son el mejor público que tuvimos esta noche”, rezaba la frase repetida una y otra vez en el entreacto del Hamlet escrito por Luis Cano. Quien fuera su director, Emilio García Wehbi, ha elegido desarrollar esa pequeña idea en este espectáculo, proyecto de graduación del I.U.N.A. Un grupo de actores recibe al público con la más exagerada amabilidad. Pero la sonrisa petrificada y el gesto exacerbado resultan sospechosos. Poco a poco, el grupo de condescendientes actores se transforma en un conjunto de enlutados clowns que comienzan a propinarle a la platea todo tipo de rebuscados insultos, porque, tal como sucedía con la gorgona griega de peinado aberrante, para destruir al monstruo hay que mostrarle su propia imagen en el espejo.
El espectáculo propone una atractiva reflexión metateatral acerca del lugar de los actores y los espectadores en una representación. La misma se basa en nueve actores que hacen todo aquello que no deben hacer en relación al público. Comienzan adulándolo de manera invasiva para terminar insultándolo con total impunidad, parapetados en un espacio escénico inviolable. La sala se transforma en un combate unilateral en el que unos ejercen el poder de la palabra mientras otros los escuchan, dejándolos hacer.
El respeto de la convención teatral y la conservación de la denegación como posibilitadora del espectáculo no están cuestionados, constituyendo la plataforma en la que se ubican los insultadores e insultados para mantener su rol. De hecho, ninguno se pasa de bando. En primer lugar, porque el pacto es aceptado por todos. En segundo lugar, porque la estructura del espectáculo no lo permite (en la función a la que se ha asistido, una espectadora insinuó una tímida respuesta que no fue tomada desde la escena). De esta manera, el público nunca llega a sentirse amenazado por un comportamiento que se salga de los cauces, en parte porque el insulto nunca es singularizado (quizá porque eso desembocaría en otro tipo de propuesta, que no es la elegida por el director).
Con estas salvedades, la idea resulta interesante y se desarrolla mediante cierta cadencia rítmica que comienza con el surgimiento de una individualidad del coro, que inicia una parrafada de insultos intertextuales (que incluyen aportes de Artaud, Dante, Groucho Marx y Peter Handke, entre otras tantas luminarias), hasta compenetrarse de manera tal en su actividad, que se desata la emoción violenta. Esto se reitera con cada uno de los actores. Los mismos están correctos en sus roles, más allá de los “vicios” presentes en las residencias, que hacen que los actores muestren todo aquello que son capaces de hacer con los recursos expresivos que han afinado a lo largo de sus estudios, como cierta tendencia al llanto o una fuerte inclinación al grito. En este sentido, la propuesta más interesante, porque tematiza esta práctica, es el tratamiento del desnudo, dado que al tiempo que se lo practica de manera parcial, se le recrimina al espectador su voyeurismo.
Por otro lado, es acertada la elección del vestuario y escenografía dado que contribuyen a la construcción del negro que domina el espectáculo. También son negras las narices de payaso cuya utilización provoca un interesante juego entre sinceridad e impostura.
La Balsa de la Medusa es una propuesta que apela a un distanciamiento del espectador respecto a los insultos recibidos. Este distanciamiento lo lleva a pensar en lo que ve, más que a sentirse agredido. Es como si las injurias pasaran por encima de su cabeza y rebotaran contra la pared del fondo. El público es insultado de forma general, de manera tal que nadie puede sentirse inseguro en su rol de espectador. Este rol no es cuestionado mediante lo sensible, sino interpelado mediante lo racional. Pero acaso, ¿hay posibilidades de irritar a un público preparado para resistirlo (casi) todo?
Finalmente, como en cualquier representación, el espectáculo termina y todo vuelve a la normalidad. Los actores saludan de lo más educados y el público se retira de la sala, no sin antes abrigarse para protegerse de auténticas agresiones: las del inclemente clima nocturno.
Por Karina Mauro
Fuente: alternativateatral
El espectáculo propone una atractiva reflexión metateatral acerca del lugar de los actores y los espectadores en una representación. La misma se basa en nueve actores que hacen todo aquello que no deben hacer en relación al público. Comienzan adulándolo de manera invasiva para terminar insultándolo con total impunidad, parapetados en un espacio escénico inviolable. La sala se transforma en un combate unilateral en el que unos ejercen el poder de la palabra mientras otros los escuchan, dejándolos hacer.
El respeto de la convención teatral y la conservación de la denegación como posibilitadora del espectáculo no están cuestionados, constituyendo la plataforma en la que se ubican los insultadores e insultados para mantener su rol. De hecho, ninguno se pasa de bando. En primer lugar, porque el pacto es aceptado por todos. En segundo lugar, porque la estructura del espectáculo no lo permite (en la función a la que se ha asistido, una espectadora insinuó una tímida respuesta que no fue tomada desde la escena). De esta manera, el público nunca llega a sentirse amenazado por un comportamiento que se salga de los cauces, en parte porque el insulto nunca es singularizado (quizá porque eso desembocaría en otro tipo de propuesta, que no es la elegida por el director).
Con estas salvedades, la idea resulta interesante y se desarrolla mediante cierta cadencia rítmica que comienza con el surgimiento de una individualidad del coro, que inicia una parrafada de insultos intertextuales (que incluyen aportes de Artaud, Dante, Groucho Marx y Peter Handke, entre otras tantas luminarias), hasta compenetrarse de manera tal en su actividad, que se desata la emoción violenta. Esto se reitera con cada uno de los actores. Los mismos están correctos en sus roles, más allá de los “vicios” presentes en las residencias, que hacen que los actores muestren todo aquello que son capaces de hacer con los recursos expresivos que han afinado a lo largo de sus estudios, como cierta tendencia al llanto o una fuerte inclinación al grito. En este sentido, la propuesta más interesante, porque tematiza esta práctica, es el tratamiento del desnudo, dado que al tiempo que se lo practica de manera parcial, se le recrimina al espectador su voyeurismo.
Por otro lado, es acertada la elección del vestuario y escenografía dado que contribuyen a la construcción del negro que domina el espectáculo. También son negras las narices de payaso cuya utilización provoca un interesante juego entre sinceridad e impostura.
La Balsa de la Medusa es una propuesta que apela a un distanciamiento del espectador respecto a los insultos recibidos. Este distanciamiento lo lleva a pensar en lo que ve, más que a sentirse agredido. Es como si las injurias pasaran por encima de su cabeza y rebotaran contra la pared del fondo. El público es insultado de forma general, de manera tal que nadie puede sentirse inseguro en su rol de espectador. Este rol no es cuestionado mediante lo sensible, sino interpelado mediante lo racional. Pero acaso, ¿hay posibilidades de irritar a un público preparado para resistirlo (casi) todo?
Finalmente, como en cualquier representación, el espectáculo termina y todo vuelve a la normalidad. Los actores saludan de lo más educados y el público se retira de la sala, no sin antes abrigarse para protegerse de auténticas agresiones: las del inclemente clima nocturno.
Por Karina Mauro
Fuente: alternativateatral
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