Repuso la obra que estrenó en 1981, al volver del exilio. Aquí, habla de sus criterios estéticos y anticipa sus proyectos.
Laura Gentile
Una obra muy modesta, hecha para montarla en cualquier lado, muy de feria". Así describe el director Roberto Villanueva a El resucitado, que repuso en Andamio 90, estrenada en Argentina en 1981 y basada en el cuento "La muerte de Oli vier Becaud", de Emile Zola.
Casi texto puro, esta versión vuelve a ser protagonizada (como en los 80) por Lorenzo Quinteros. "Una obra tiernamente divertida —agrega Villanueva—. Y muy llena de cariño", enfatiza.
El resucitado fue montada desde su exilio en España a pedido de Quinteros (también radicado allí) que quería volver al país con una obra dirigida por Villanueva. "Era como mandar un mensaje en una botella", recuerda el director, que todavía no estaba listo para regresar. "Me había costado mucho irme; allá ya tenía mi casa, era otro desgarramiento".
Después unas pocas funciones en Madrid, Quinteros la trajo a Buenos Aires, funcionó muy bien y ganó muchos premios.
Cada intento de ahondar en El resucitado topa con la misma resistencia. A Villanueva le gusta soltar su obra y no facilitar planos indicativos de interpretación. "Cuando termino algo lo que más quiero es ensayar lo siguiente, más que disfrutar de la reflexión —explica—. Se trata de un proceso, no un objeto. Esta visión de objeto es la que está privilegiada hoy en día, ¿por qué? porque un objeto se vende. Picasso es mejor pintor ahora porque es más caro que cuando vivía. Es la educación que recibimos. Por ejemplo, para publicitar una película, Hollywood difunde la plata que costó, la taquilla que vendió, la ganancia que dejó".
Esa idea de proceso puede llevarse hasta las últimas consecuencias. Villanueva cuenta que no guarda nada, ni papeles, ni fotos. "Yo tiro todo, soy la negación de mi historia. No quedan rastros. Las cosas tienen que quedar en el corazón de la gente. Si no, queda en un papel guardado en una caja muerta, su ataúd".
Eso, asegura, es lo más específico del teatro: ser efímero. "Muchas veces me encuentro con alguien que me habla de una obra mía y me comenta detalles que yo no recordaba o ni creí que estaban. Es una de las cosas que más me gustan, ver que eso alguien lo guardó vivo. Generalmente esa cualidad efímera del teatro siempre se vive mal, incluso yo la vivía así hasta que un día me di cuenta dónde quedaba".
En un escrito sobre El resucitado del que ya no se hace cargo Villanueva cita a Roland Barthes, "se diría que el teatro le tiene miedo al texto". Dice que eso era algo propio de la época en que se montó la obra pero que ahora vuelve a suceder algo parecido.
¿Ese miedo se ve en el teatro joven?
Te diré que a mí los jóvenes me decepcionan. A veces lo que veo me parece muy antiguo, creo que sigue habiendo la sospecha del texto. Sé que con esto me voy a ganar la antipatía y el epíteto de arcaico. Habría que hacer otra cosa; hay que volver a los grandes textos. Claro que una vez que se haya hecho ayuno de texto.
¿El miedo al texto es miedo a lo que pueda salir de ese encuentro?
Es el miedo de recorrer senderos nuevos, de internarnos en la selva a ver si hay frutos nuevos. Es el miedo a lo misterioso, eso que no se ha dicho nunca o que no se puede decir. Es algo casi místico, ese balbuceo del que hablaba San Juan de la Cruz.
Fuente: Clarín
Laura Gentile
Una obra muy modesta, hecha para montarla en cualquier lado, muy de feria". Así describe el director Roberto Villanueva a El resucitado, que repuso en Andamio 90, estrenada en Argentina en 1981 y basada en el cuento "La muerte de Oli vier Becaud", de Emile Zola.
Casi texto puro, esta versión vuelve a ser protagonizada (como en los 80) por Lorenzo Quinteros. "Una obra tiernamente divertida —agrega Villanueva—. Y muy llena de cariño", enfatiza.
El resucitado fue montada desde su exilio en España a pedido de Quinteros (también radicado allí) que quería volver al país con una obra dirigida por Villanueva. "Era como mandar un mensaje en una botella", recuerda el director, que todavía no estaba listo para regresar. "Me había costado mucho irme; allá ya tenía mi casa, era otro desgarramiento".
Después unas pocas funciones en Madrid, Quinteros la trajo a Buenos Aires, funcionó muy bien y ganó muchos premios.
Cada intento de ahondar en El resucitado topa con la misma resistencia. A Villanueva le gusta soltar su obra y no facilitar planos indicativos de interpretación. "Cuando termino algo lo que más quiero es ensayar lo siguiente, más que disfrutar de la reflexión —explica—. Se trata de un proceso, no un objeto. Esta visión de objeto es la que está privilegiada hoy en día, ¿por qué? porque un objeto se vende. Picasso es mejor pintor ahora porque es más caro que cuando vivía. Es la educación que recibimos. Por ejemplo, para publicitar una película, Hollywood difunde la plata que costó, la taquilla que vendió, la ganancia que dejó".
Esa idea de proceso puede llevarse hasta las últimas consecuencias. Villanueva cuenta que no guarda nada, ni papeles, ni fotos. "Yo tiro todo, soy la negación de mi historia. No quedan rastros. Las cosas tienen que quedar en el corazón de la gente. Si no, queda en un papel guardado en una caja muerta, su ataúd".
Eso, asegura, es lo más específico del teatro: ser efímero. "Muchas veces me encuentro con alguien que me habla de una obra mía y me comenta detalles que yo no recordaba o ni creí que estaban. Es una de las cosas que más me gustan, ver que eso alguien lo guardó vivo. Generalmente esa cualidad efímera del teatro siempre se vive mal, incluso yo la vivía así hasta que un día me di cuenta dónde quedaba".
En un escrito sobre El resucitado del que ya no se hace cargo Villanueva cita a Roland Barthes, "se diría que el teatro le tiene miedo al texto". Dice que eso era algo propio de la época en que se montó la obra pero que ahora vuelve a suceder algo parecido.
¿Ese miedo se ve en el teatro joven?
Te diré que a mí los jóvenes me decepcionan. A veces lo que veo me parece muy antiguo, creo que sigue habiendo la sospecha del texto. Sé que con esto me voy a ganar la antipatía y el epíteto de arcaico. Habría que hacer otra cosa; hay que volver a los grandes textos. Claro que una vez que se haya hecho ayuno de texto.
¿El miedo al texto es miedo a lo que pueda salir de ese encuentro?
Es el miedo de recorrer senderos nuevos, de internarnos en la selva a ver si hay frutos nuevos. Es el miedo a lo misterioso, eso que no se ha dicho nunca o que no se puede decir. Es algo casi místico, ese balbuceo del que hablaba San Juan de la Cruz.
Fuente: Clarín
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