lunes, 8 de enero de 2001

EL RECUERDO DE ARMANDO DISCEPOLO Arquetipo de hombre de teatro

Hoy se cumplen treinta años de la muerte del padre del grotesco criollo quien, misteriosamente, dejó de escribir a los 47. El autor de Mateo, al que se lo sigue estudiando en Europa, también fue un genial director.

Son 30 años de la muerte de una figura esencial del teatro argentino: Armando Discépolo. En enero de 1971 también hacía mucho calor. Don Armando, operado días atrás, murió en su casa de la calle Paraguay a las 20.30 del día 8. Se lo veló en la Casa del Teatro, y recién el 10 se lo sepultó, en el Panteón de Actores de la Chacarita (la demora fue para permitir que llegara desde Chile Otilia, la única que quedaba con vida de los cinco hermanos Discépolo). Fotos de época muestran un cortejo no muy numeroso (gran parte de la colonia artística estaba haciendo temporadas de verano en la costa o las sierras), con tantas mangas de camisa como sacos y corbatas, y sin flores, por expreso pedido de la viuda, Amanda Sportelli; en él se alcanza a divisar a su gran amigo Edmundo Guibourg, al director Roberto Durán, al actor Norberto Aroldi y al crítico Luis Ordaz. Estos eventos nunca guardan la debida proporción, ya se sabe. Debieron haber estado presentes muchos más.

Buenos Aires y el país estaban sepultando al creador del grotesco criollo, al autor de incomparables retratos de la inmigración, rebotados en sus caricaturas sobre el crisol de razas (el monólogo de Babilonia, 1925), de la miseria y el llamado "progreso" (Mateo, 1923), de las ilusiones perdidas y el fracaso (Stefano, 1928) y hasta del paso del tiempo encajado en la versión local de la "gran depresión" (Relojero, 1934).

También, a uno de los personajes más populares y queridos de la ciudad. Y, finalmente, estaban echando tierra a uno de los misterios más llamativos de la dramaturgia local: en los últimos 37 años de su vida el autor Armando Discépolo se llamó a silencio y no escribió una sola obra más, dejando sólo conjeturas en relación a semejante misterio.

Había nacido en una cuadra "teatrera", Paraná a metros de Corrientes, el 18 de setiembre de 1887. Sus otros hermanos se llamaban Amalia, Rodolfo y, desde luego, Enrique Santos. Sus padres eran Luisa Delucchi y Santo Discépolo, un trabajador joven napolitano que recaló en el Río de la Plata a los 20 años y, aparte de su célebre prole, llegó a dirigir la Banda Municipal y a escribir un tango (No me arrempujés, caramba).

Ese ambiente, y las lecturas —entre tantas otras, de su admirado Luigi Pirandello— lo van formando. El resultado reconoce distintas fuentes, pero es intransferiblemente argentino y porteño.

Es una señal que Armando Discépolo llegue en 1910, cuando en Milán muere Florencio Sánchez. Entre el hierro, que estrena Pablo Podestá, es un drama hecho y derecho. Escribirá otros (La torcaz, 1911; El vértigo, 1919), gran cantidad de comedias, sainetes y hasta una opereta, muchas veces en colaboración (El movimiento continuo, La ciencia de la casualitat, ambas de 1916, El chueco Pintos, 1917, La espada de Damocles, 1918, y El clavo de oro, 1920, con R. De Rosa y M. Folco; El organito, de 1925, sería la última en coautoría, con el inolvidable Discepolín). Allí va perfeccionando su estilo y definiendo su búsqueda. Mateo, que estrena en 1923 la compañía de Pascual Carcavallo, es la primera rotulada expresamente como "grotesco".

La expresión grottesco, que viene de grotta, aparece en Italia cuando, en el siglo XV, son descubiertas ciertas cavernas en cuyo interior se destacaban pinturas licenciosas y muy ridículas. El término permanece, es adoptado por el teatro y su rebrote en estas playas resulta notable.

El grotesco criollo es ácido, corrosivo, desesperanzado. Con personajes angustiados cuyos sueños, desilusiones y padecimientos el propio Armando Discépolo conoció y compartió. El detalle es que en el grotesco deriva hacia lo patético lo que en el drama convencional desembocaría en la tragedia.

En Relojero, canto de cisne que estrena Luis Arata en el viejo San Martín en el 34, el protagonista Daniel le dice a su mujer, que sufre con los brazos en cruz: "Estás parada a las nueve y cuarto. Date cuerda." Pero en todos los grotescos de Discépolo se encuentran situaciones del mismo dramatismo tratadas en esa clave: en Mateo (su protagonista don Miguel despotrica contra ese "vehículo diavólico, máquina repuñante", el automóvil); en El organito, también estrenada por Carcavallo; en Stefano, en 1928, por Arata, o en Cremona, que Olinda Bozán da a conocer en 1933.

Es entonces cuando su pluma se llama a silencio. Queda el gran puestista, trabajando prácticamente hasta el final, no siempre haciendo escuela pero sí dejando una prueba tras otra de su sabiduría, ya sea convirtiendo en un acontecimiento el estreno de Un guapo del 900, de su amigo Samuel Eichelbaum, en 1940, como siendo uno de los primeros teatristas en poner una ópera en el Teatro Colón (El cónsul, de Giancarlo Menotti) o, luego de montar La fierecilla domada y Julio César, manifestar públicamente que sentía que ni él ni los intérpretes argentinos estaban preparados para Shakespeare.

Fue un grande, y lo fue en una medida que pocos igualan.

Por eso sigue vigente. En Europa estudian su obra cada vez con mayor ahínco. Y esta temporada, el Teatro San Martín presentará, dirigida por Roberto Villanueva, la antepenúltima y menos conocida de sus piezas, Amanda y Eduardo, que Camila Quiroga estrenó en Barcelona en 1931.


Fuente: Clarín





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