Por JORGE MONTELEONE
El escenario tiene una austeridad calculada, y su decorado evita cuidadosamente todo efecto ficcional: parece un salón impersonal con unas cuantas sillas baratas y una mesita con café, vasitos de plástico y cucharitas. Nada especial, salvo la luz rabiosa de las candilejas, evoca un escenario de teatro. O en todo caso es una escena teatral pura, del mismo modo en que Lars von Trier proyectó en su film "Dogville" un puro espacio cinematográfico. Llega Gabriel, y acomoda las sillas para que otros las ocupen a medida que lleguen. Todo parece trivial, anecdótico y manso, salvo que extrañamente Gabriel saca una pistola, controla la carga y la guarda. Poco a poco arriban Julia, Sofía, Ana, Maya y Jorge. Van a confesarse, a manifestar sus debilidades y sobre todo a reconocer cuanto tiempo llevan sin recaer en su adicción. De pronto el público comprende que, en efecto, se trata de una reunión de adictos anónimos, esas típicas reuniones de autoayuda con la cual todos los que padecen una crónica dependencia tratan de liberarse en una comunidad solidaria. ¿Serán alcohólicos, drogadictos u obesos? ¿Habrá algún tipo de psicoterapia, algún saber que sancione y salve? El teatro de Dalmaroni es impiadoso y cuando todo parece entrar en un marco de normalidad, hace estallar el cristal en pedazos: es una reunión de adictos, es verdad, pero su inclinación es bastante violenta. Son asesinos seriales. Aquí comienza la verdadera máquina teatral que lleva el costumbrismo a su confín delirante: ¿Cómo se comportaría un grupo de "asesinos seriales anónimos"?
En un crescendo interminable cada personaje revela su historia de crímenes y su oculta violencia, hasta que acaban por exterminarse entre sí. El tránsito hacia ese aquelarre ominoso es completamente cómico y provoca en el espectador la risa de salvaje complicidad que pueden provocar esos asesinos de celuloide de las películas de clase B que Tarantino suele homenajear del mismo modo: con chorros de sangre de utilería que se lanza como aguaflorida en carnaval. Por eso Dalmaroni llama a su pieza una "comedia nacional clase B". Y no agota aquí la tradición cinéfila: "splatter" se refiere a esos films del terror llamado "gore" que basa su efecto en el uso abundante de la sangre y hasta las vísceras como una forma estética extrema y que pone en primer plano la vulnerabilidad del cuerpo sometido a una violencia criminal. En esa línea los maestros indiscutidos fueron George A. Romero y Darío Argento (uno de cuyos títulos fue precisamente "Rojo profundo"), pero su lejano antecedente fue teatral: el "Grand-Guignol" francés con escenas sangrientas a la vista del público. La originalidad de Dalmaroni reside en recrear estilizadamente esa tradición en una línea de humor grotesco donde otra vez aparece su sarcástica crítica social, tan desarrollada en su dramaturgia: ante la evidencia de una verdad brutal los personajes de la clase media argentina practican una estupidez calculada en el ejercicio retórico del encubrimiento. Se trataría de la miniaturización del "algo habrán hecho": los personajes se empeñan en olvidar sistemáticamente que en efecto algo han hecho y son socialmente responsables -y ese olvido puede incluir la muerte. Allí el crimen no suele ser, como en la tragedia, la asunción del destino, heroísmo o condena, sino la huida de la verdad, el silencio más cerrado, su solución final: aquello a lo que inexorablemente conduce la monomanía, el delirio, el mal como una provincia de la estupidez.
Sería injusto destacar una interpretación por sobre otra: todos los actores cumplen con estricta justeza su papel y con un sentido del ritmo que acentúa el paso de comedia. Así, Gabriel Kipen, Julia Odelli Craig, Sofía Palomino, Maya Kerschen, Ana Granato y Jorge Brambati llevan todo el peso de la acción física con una gracia hecha de excesos, de beligerancia risible, de tonos cuya naturalidad se quiebra en la locura que desborda. Dalmaroni siempre sostuvo que la mayor eficacia de una puesta descansa mayormente en los actores y en este caso el acierto es completo por la paradójica credibilidad de sus asesinos en serie, cuyas candorosas manías espantan sin remedio. La antigua catarsis regresa en "Splatter rojo sangre" bajo la forma de una rara felicidad, un risueño goce tremebundo que así fiscaliza las taras sociales.
Fuente: Diario El Día 19/04/2009
Teatro Beckett (Guardia Vieja 3556). Reservas: 4867-5185
Jueves a las 22 hs.
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