NESTOR TIRRI
Porque este alemán nacido en Baviera se servía, aquí y allá, de argumentos preexistentes, tomados de la historia o de la literatura. Un procedimiento al que Shakespeare apeló en todas sus obras (salvo en la última, La tempestad); sin ir más lejos, del desdichado destino de Romeo Montesco y Julieta Capuleto -cuyo proceso de creación como tragedia deforma deliberadamente el filme Shakespeare apasionado- parece que ya existían unas cinco o seis versiones anteriores, compuestas entre el 1200 -época en que ocurrieron los lamentables hechos de Verona- y el final del siglo XVI, cuando lo toma Shakespeare. Brecht, por su parte, entre 1919 y 1956 y a lo largo de sus casi 60 títulos de piezas teatrales y radiofónicas, trabajó de ese modo. Ya en sus comienzos, en 1923, adaptó la Vida de Eduardo II de Marlowe. Después, la Beggars Opera de John Gay (La ópera de tres centavos), Las aventuras del soldado Schweyk (novela del checo Jaroslav Hásek) y tantas otras fábulas preexistentes, incluidas las tradiciones orientales, como El círculo de tiza caucasiano. Es poco lo que en el plano de los asuntos creó Brecht. Pero inventó un teatro.Se suele discurrir acerca de si el Brecht teórico tuvo primacía sobre el dramaturgo o si éste se impuso al director de escena, pero se diría que las tres dimensiones se desarrollaron paralelamente en él.
En 1926 (Brecht tiene entonces 28 años y hace siete que milita en la escena) traba amistad en Berlín con el sociólogo Fritz Sternberg, quien lo impulsa a estudiar marxismo; en este período sus ideas teatrales comienzan a tomar consistencia teórica y despunta en su horizonte estético el concepto de teatro épico. Unos años más tarde, en 1933 (al día siguiente del incendio del Reichstag por los nazis), Brecht comienza su largo periplo por el exilio; Praga, Viena y Zurich le deparan encuentros con otros exiliados: Anna Seghers, Heinrich Mann, Walter Benjamin. En 1935 recala en Moscú; allí conoce a dos personas que gravitarán tanto en el Brecht teórico cuanto en el hombre de teatro inquieto: uno es el actor chino Mei Lan-fang y el otro es el teórico ruso Serguei Tretiakov, a través de quien conoce los ensayos del formalista Viktor Schklovski. Del chino le quedarán ciertas técnicas y modos de presentar (y no representar) en escena; de los rusos aprenderá una nueva manera de concebir la percepción: la extrañación, que Brecht traducirá en su famoso Verfremdungseffekt o efecto de distanciamiento.
El muchacho alemán en el exilio tenía inquietudes de avanzada que en la URSS de los duros años treinta caían muy mal: el contagio de esos intelectuales heterodoxos explica la alergia que Brecht produjo en el aparato cultural stalinista, que rotuló su teatro de formalista e impidió el estreno de sus piezas en idioma ruso durante años. El click de extrañamiento en la percepción, que Schklovski estudiaba en Tolstoi (la cotidianidad de un terrateniente narrada por un caballo, que hacía ver las cosas desde un ángulo nuevo, raro), llevado al teatro, propone un cambio en la relación emocional del espectador con lo que ocurre en escena, cifrada en la catarsis o en la proyección sentimental o empatía (einfühlung).Para lograr su efecto Brecht revitaliza formas poco frecuentadas: la parábola china, los misterios medievales y la modulación épica a través de coros. La música, con rasgos del cabaret y del teatro callejero serán fundamentales: compositores como Kurt Weill y Hanns Eissler compartirán con el dramaturgo varios títulos capitales.
Pero el proceso de extrañamiento ha de iniciarse con el actor. Brecht propone un nuevo criterio de actuación y lo ejemplifica con su trabajo junto a Charles Laughton para el montaje de Galileo... en los Estados Unidos en 1945. Le pide que en el escenario no personifique a nadie, que siga siendo Laughton y muestre cómo representa a Galileo: Nunca ha de transformarse el actor en su personaje, lo que no significa que, al asumir personajes pasionales, permanezca impasible. Para evitar esta atrofia el actor tiene que lograr hacer artístico el mismo acto de mostrar.La temporaria desactualización de Brecht en la segunda mitad del siglo tiene que ver con su esperanzado discurso acerca del despertar del ojo crítico en el hombre común, a fin de intentar la transformación de la sociedad. Este objetivo no habría de tener espacio en la crisis de la modernidad y en la ruptura de la idea de progreso, intrínseca al concepto tradicional de la Historia, concebida como una realización progresiva de la humanidad. Confrontarse en esta dura posmodernidad con Brecht en Buenos Aires (será en el Teatro San Martín, dirigido por Rubén Szuchmacher, desde el 21 de abril) tal vez depare la comprobación, además, de que ciertas dicotomías teatrales se han disipado.
Porque en la práctica escénica argentina la concepción brechtiana se vio empalidecida por la devoción local en torno al método Stanislavsky. En el fin del siglo, estas cosas otrora enfrentadas, respiran el sosiego de lo que tiende a ser clásico, y ya casi nadie acomete una puesta en escena sin apelar en algún momento al extrañamiento, así como el actor que recita a Brecht no prescinde de un mínimo de verdad stanislavskiana.Lo permanente de Brecht, pues, reside en el legado de varios textos monumentales (Galileo... es uno de ellos), ya convertidos en clásicos. También, en el formidable sincretismo de disciplinas que logró fundir en el fenómeno teatral y en la síntesis de géneros, donde lo épico sostiene a lo dramático y, a través del canto, la lírica lo envuelve todo. Porque Brecht, además, fue uno de los grandes poetas en lengua alemana que sucedieron a Stephan George. Fue, en fin, alguien que desde la escena se identificó con la sentencia de Rilke: Gesang ist dasein. Esto es, cantar es existir.
En 1926 (Brecht tiene entonces 28 años y hace siete que milita en la escena) traba amistad en Berlín con el sociólogo Fritz Sternberg, quien lo impulsa a estudiar marxismo; en este período sus ideas teatrales comienzan a tomar consistencia teórica y despunta en su horizonte estético el concepto de teatro épico. Unos años más tarde, en 1933 (al día siguiente del incendio del Reichstag por los nazis), Brecht comienza su largo periplo por el exilio; Praga, Viena y Zurich le deparan encuentros con otros exiliados: Anna Seghers, Heinrich Mann, Walter Benjamin. En 1935 recala en Moscú; allí conoce a dos personas que gravitarán tanto en el Brecht teórico cuanto en el hombre de teatro inquieto: uno es el actor chino Mei Lan-fang y el otro es el teórico ruso Serguei Tretiakov, a través de quien conoce los ensayos del formalista Viktor Schklovski. Del chino le quedarán ciertas técnicas y modos de presentar (y no representar) en escena; de los rusos aprenderá una nueva manera de concebir la percepción: la extrañación, que Brecht traducirá en su famoso Verfremdungseffekt o efecto de distanciamiento.
El muchacho alemán en el exilio tenía inquietudes de avanzada que en la URSS de los duros años treinta caían muy mal: el contagio de esos intelectuales heterodoxos explica la alergia que Brecht produjo en el aparato cultural stalinista, que rotuló su teatro de formalista e impidió el estreno de sus piezas en idioma ruso durante años. El click de extrañamiento en la percepción, que Schklovski estudiaba en Tolstoi (la cotidianidad de un terrateniente narrada por un caballo, que hacía ver las cosas desde un ángulo nuevo, raro), llevado al teatro, propone un cambio en la relación emocional del espectador con lo que ocurre en escena, cifrada en la catarsis o en la proyección sentimental o empatía (einfühlung).Para lograr su efecto Brecht revitaliza formas poco frecuentadas: la parábola china, los misterios medievales y la modulación épica a través de coros. La música, con rasgos del cabaret y del teatro callejero serán fundamentales: compositores como Kurt Weill y Hanns Eissler compartirán con el dramaturgo varios títulos capitales.
Pero el proceso de extrañamiento ha de iniciarse con el actor. Brecht propone un nuevo criterio de actuación y lo ejemplifica con su trabajo junto a Charles Laughton para el montaje de Galileo... en los Estados Unidos en 1945. Le pide que en el escenario no personifique a nadie, que siga siendo Laughton y muestre cómo representa a Galileo: Nunca ha de transformarse el actor en su personaje, lo que no significa que, al asumir personajes pasionales, permanezca impasible. Para evitar esta atrofia el actor tiene que lograr hacer artístico el mismo acto de mostrar.La temporaria desactualización de Brecht en la segunda mitad del siglo tiene que ver con su esperanzado discurso acerca del despertar del ojo crítico en el hombre común, a fin de intentar la transformación de la sociedad. Este objetivo no habría de tener espacio en la crisis de la modernidad y en la ruptura de la idea de progreso, intrínseca al concepto tradicional de la Historia, concebida como una realización progresiva de la humanidad. Confrontarse en esta dura posmodernidad con Brecht en Buenos Aires (será en el Teatro San Martín, dirigido por Rubén Szuchmacher, desde el 21 de abril) tal vez depare la comprobación, además, de que ciertas dicotomías teatrales se han disipado.
Porque en la práctica escénica argentina la concepción brechtiana se vio empalidecida por la devoción local en torno al método Stanislavsky. En el fin del siglo, estas cosas otrora enfrentadas, respiran el sosiego de lo que tiende a ser clásico, y ya casi nadie acomete una puesta en escena sin apelar en algún momento al extrañamiento, así como el actor que recita a Brecht no prescinde de un mínimo de verdad stanislavskiana.Lo permanente de Brecht, pues, reside en el legado de varios textos monumentales (Galileo... es uno de ellos), ya convertidos en clásicos. También, en el formidable sincretismo de disciplinas que logró fundir en el fenómeno teatral y en la síntesis de géneros, donde lo épico sostiene a lo dramático y, a través del canto, la lírica lo envuelve todo. Porque Brecht, además, fue uno de los grandes poetas en lengua alemana que sucedieron a Stephan George. Fue, en fin, alguien que desde la escena se identificó con la sentencia de Rilke: Gesang ist dasein. Esto es, cantar es existir.
Fuente: Revista Ñ