Nuevos sentidos renacen con cada puesta en escena de una obra. El lugar elegido propone un ambiente determinado, con una iluminación y sonoridad particular. La ubicación de las piezas de arte, el laberinto de posibilidades a la hora de recorrerlo construyen sentido, pero sobre todo son los visitantes los que completan la muestra. Están los que se acercan específicamente a encontrarse con la obra o aquellos que, con otros fines, caen rendidos o espantados con el valor agregado de la sorpresa.
La sala Pettoruti del Teatro Argentino es amplia y moderna. Tiene un desnivel que conecta con el auditorio en donde se brindan espectáculos de artes escénicas. Una señora de unos 75 años espera sentada en un banco frente a la obra de Fernando Bedoya. “Un espanto, esto es un horror”, exclama indignada refunfuñando, mirando el reloj insistentemente que le indicará el fin del calvario, justo cuando los acomodadores abran la puerta del salón Piazzolla debido al inicio del concierto de cuerdas.
Lo que la anciana no advirtió es que el arte hace rato que dejó de ser sólo lo “bello” y que afortunadamente la exploración de los sentidos y de técnicas trascienden el mero placer estético. El arte abre posibilidades, genera interrogantes, incomoda, cuestiona. Precisamente, las serigrafías de Bedoya, el artista peruano y radicalizado en Buenos Aires desde hace 30 años, son representantes del arte comprometido con la realidad social y política.
En sus obras, Bedoya sintetiza la militancia y lucha contra las distintas represiones que han azotado a América Latina. Ha sido integrante de agrupaciones artístico políticas como Huayco y Paréntesis en Lima, durante los años ‘70, y luego en Argentina participó de experiencias colectivas como el Siluetazo, organizado por las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos de derechos humanos, hacia fines de la dictadura militar (1983).
Su arte es colectivo, participativo, genera movilidad social en los sectores más olvidados y marginados. Fernando realiza talleres de serigrafía en cada lugar a donde muda su obra. “¡Prácticas abiertas para que la acción de arte sea hecha por todos (los que quieran)!”, aclama el anuncio de este artista que además, actualmente, dirige un taller de arte y sensibilización, La Estampa, en una prisión de mujeres en Ezeiza. “El grabado es un trabajo colectivo, y eso permite discutir la obra en vivo y es una técnica barata. Una mesa de serigrafía puede producir una comunicación masiva y social”, afirma el artista que denominó a esta muestra Clase ve.
La muestra inaugurada por el Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires es un recorrido por los últimos 30 años de trabajo del artista. Colores contrastantes se ponen en juego en la serie Pobre burro, bruto torpe (1996), en donde las imágenes se mezclan con palabras que estigmatizan y condenan en un vaivén de colores estridentes envueltos en una estética de afiche noventoso. Fotos de la memoria hechas serigrafías que, traídas a la actualidad, despiertan la conciencia adormilada.
La mirada crítica e irónica de Bedoya también existe en relación al arte. Sostiene que en los últimos veinte años el espectáculo invadió el espacio del arte vaciándolo de sentido. Fue su experiencia en las prisiones lo que le hizo pensar que “lo que está en reclusión es el arte”.
“Espantoso”, continuaba la señora que, sin embargo, seguía sentada en el banco frente a la llamativa muestra del artista. No se acercó a observar, a leer, a pensar de qué está hablando, de qué trata, qué quiere decir Bedoya con esto. Mientras Fernando llama a terminar con la frivolidad en el arte, la mujer mira con prejuicios la exposición sin abrirse a experimentar. No le gustó, ¿acaso era esa la intención? Pero algo es seguro: difícilmente pueda olvidarla.
La muestra estará en exhibición hasta el 13 de septiembre y podrá ser visitada de martes a domingo entre las 10 y las 20. La entrada es libre y gratuita.
Leticia Lozano
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