El autor de Perder la cabeza se encuentra en Buenos Aires para dictar un curso de iniciación a la dramaturgia en la sede del Celcit y escribir una nueva obra a modo de intercambio entre autores de México y Argentina, cuyo tema es el abuso sexual.
Por Hilda Cabrera
Sus primeras lecturas fueron Las aventuras de Arthur Gordon Pym, una historia de terror en los hielos del sur escrita por Edgar Allan Poe, y La isla del tesoro, del escocés Robert Louis Stevenson. Estas fantasías que alimentaron los años más jóvenes de Jaime Chabaud Magnus incidieron en una de las facetas de su variada dramaturgia. Nacido en México, licenciado en letras, autor y editor, se encuentra en Buenos Aires para dictar un curso de iniciación a la dramaturgia en la sede del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (Celcit)*, participar del VI Congreso Argentino de Historia del Teatro Universal que finaliza el domingo en el Centro Cultural de la Cooperación y escribir una nueva obra a modo de intercambio entre autores de México y Argentina, cuyo tema es el abuso sexual.
Del interés que despierta en este dramaturgo la historia de su país y el gusto por la aventura nacieron, entre otros títulos, ¡Que Viva Cristo Rey!, Perder la cabeza, El ajedrecista y Divino Pastor Góngora, monólogo que cuenta las peripecias de un comediante acosado por la Inquisición, que el actor y director argentino Rubén Ballester proyecta estrenar la próxima temporada en Buenos Aires. Premiado y con obras traducidas a varios idiomas, Chabaud, director de la revista Paso de gato, cuenta que hoy no se puede hablar de una estética dominante o de una escuela única instaurada por los grandes maestros. “Eso se ha ido dinamitando”, sostiene en diálogo con Página/12. México atravesó desde los años ’50 un realismo que tuvo sus recesos. Se habló incluso de “la muerte del dramaturgo” y hubo desinterés por llevar a la escena a autores de su país: “Como los maestros no tenían acceso a los teatros oficiales comenzaron a crear talleres, y como no había dinero se pusieron obras en semimontado de autores jóvenes y no tanto. Gente que nadie conocía y seguía la línea del realismo y el naturalismo con temas públicos costumbristas, los del campo mexicano y de la ciudad en crecimiento con esas viviendas populares que se veían en las películas protagonizadas por los cantantes y actores Pedro Infante y Jorge Negrete”. Una estética que se abandonó ante el avance de “un teatro más under referido a la violencia citadina, el narcotráfico y el ejército, temas que antes no se tocaban”, apunta Chabaud.
–¿La política influyó en los cambios?
–Sí, además de que todo teatro es político, por mención u omisión, aparecieron autores rememorando la protesta estudiantil de 1968 que exigía una mayor democratización y fue sofocada con la masacre del 2 de octubre, por ejemplo, y otros hechos que en la década del ’70 se debían mantener en silencio. En ese período los dramaturgos adquirieron fuerza. Casi todos venían de ser autores solitarios en su escritorio y no de escuelas de teatro. No eran directores ni actores. A esa dramaturgia de los ’80 pertenecen Víctor Hugo Rascón Banda, Jesús González Davila, Sabina Bergman y Oscar Liera, mi favorito, que ya entonces era director. La gente de mi generación surge a finales de esa década, formada en las escuelas y decidida a no atarse a cánones tan rígidos como los de nuestros predecesores.
–¿Cómo incidió el teatro estadounidense?
–El aprendizaje basado en los géneros teatrales nos vino de los dramaturgos estadounidenses. Ellos inventaron los casilleritos del drama, la comedia... Nuestra generación reaccionó contra esos encasillamientos y las instituciones oficiales nos dieron más cancha. David Olguín, Flavio González Mello, Jorge Zelaya y Antonio Serrano son algunos de los autores más conocidos de mi generación. Se produjeron confrontaciones: el tema ése de “quiero matar a papá”. De hecho se da con mis alumnos de dramaturgia.
–¿Cuál es hoy la tendencia?
–El teatro mexicano evoluciona hacia un “no realismo” que todavía está por ser estudiado y criticado por gente con mente abierta.
–¿Semejante al cine?
–El cine es más figurativo, porque tiene que vender. En la década del ’90, nuestro teatro se abre al mundo, se traduce a autores alemanes, austríacos, franceses y se frecuenta la producción de la nueva dramaturgia española. Autores como David Mamet y Jean-Luc Lagarce despiertan a las generaciones menores a la mía y aparecen obras frescas, alejadas de la tradición aristotélica o figurativa. El abanico se abre por completo.
–¿Qué significa en la dramaturgia más reciente romper con el realismo a nivel de los temas?
–En parte, dejar de mirar sólo los temas nacionales. Por un lado se tocan asuntos como el narcotráfico, la represión y la corrupción política, pero por otro crece la tendencia a alejarse de todo eso. Los jóvenes admiradores de los nuevos formatos parecen no interesarse por la realidad contemporánea ni por la política. Se los ve desilusionados. Esa actitud de evasión es una respuesta. Lo cierto es que comienzan a escenificar historias no figurativas como narraciones.
–¿De tipo intimista?
–Sí, pero ubican la historia en alguna ciudad de Alemania, Estados Unidos o de cualquier otro país, negándose a dar devolución de lo que reciben de la realidad mexicana. Esta es una forma de evasión, pero también de manifestar inconformidad. En esto del nuevo formato despiertan admiración algunos dramaturgos argentinos, como Rafael Spregelburd, Daniel Veronese y Javier Daulte. En este momento la dramaturgia argentina es muy conocida en mi país. No sucede lo mismo acá con nuestra dramaturgia. El “teatro narrativo” les ha encantado tanto a los mexicanos que comenzaron a utilizar la expresión narraturgia.
–¿Qué supone esto?
–Dejar los cánones aristotélicos figurativistas del teatro para darle espacio a otro formato. La gran revolución que trajo Harold Pinter respecto del tratamiento de la fábula, el hecho de no permitir al espectador que se entere del todo de la historia sino que se lo invite a convertirse en dramaturgo de la pieza y otras propuestas que a México llegaron tardíamente, no interesa a los más jóvenes.
–¿Cuál fue el motivo que lo llevó a escribir Rashid 9/11, sobre el ataque del 11 de septiembre a las Torres Gemelas?
–Me indignó ver cómo nos vendían una historia de la que –por evidencias– se duda que fuera realmente un ataque. La escribí entre 2005 y 2006, después de investigar sobre los hechos puntuales y las dudas de numerosos intelectuales estadounidenses. ¿Fue un autoataque? Y si no lo fue, cómo es que sabiendo qué ocurriría lo permitieron. ¿Nos comieron la cabeza difundiendo una verdad que ellos querían que fuera aceptada? Infinidad de preguntas daban vueltas en mi cabeza. Decidí entonces crear una obra con una estructura semejante a la de Traición, de Pinter, y armar una historia que fuera contándose desde el final hacia el principio. Esto me sirvió, además, para ir experimentando con algunas “costumbres dramatúrgicas” de mis alumnos.
–¿Qué relación con México tiene ¡Que Viva Cristo Rey!?
–Esa fue mi primera obra histórica. Después de la Revolución (1910 a 1919) se produce la Guerra Cristera (entre 1926 y 1929), donde se manipuló al pueblo anunciando que el gobierno mandaría cerrar las iglesias. Eso para el pueblo era como quitarle a Dios. La siguiente en esa línea fue En la boca de fuego, una obra por encargo en homenaje a Vicente Guerrero, un militar revolucionario, héroe de la independencia. Me sabía mal que me pagaran por escribir sobre un héroe, pero andaba sin dinero y ya estaba abrochando el cinturón de mi pantalón en el último agujerito. Cuando releí la historia de Guerrero me di cuenta de que podía ser una historia de bucaneros. Me propuse que nunca entrara Guerrero en la obra, que el hilo lo llevara un cómico de la legua, un actor que al comenzar la guerra era un prisionero más de la Inquisición. Este cómico recibe una oferta: le dicen que será más útil si representa obras en contra de los insurgentes. Así lo hace hasta que cae en manos de los rebeldes, a los que les propone trabajar como actor, pero a favor de ellos. El eje en esta obra es el cómico y no el héroe. La historia está en el fondo, como en El ajedrecista, un triángulo amoroso que situé entre 1880 y 1890. Es un homenaje al romanticismo mexicano. Perder la cabeza es un asunto de gangster que ubiqué en el Distrito Federal en los años de la Segunda Guerra Mundial, con espías alemanes, japoneses... Con esa obra pasó algo curioso. Utilicé apellidos que son nombres de una gran tienda, Salinas y Rocha, y los protagonistas son un periodista y un policía que buscan la cabeza de un hombre que apareció decapitado y son ayudados por una médium. Perder la cabeza se desarrolla en tiempos en que era presidente Manuel Avila Camacho (entre 1940 y 1946), quien tenía un hermano incómodo, Maximino, del que se decía que estaba en el negocio del narcotráfico. Cuando se estrena la obra estalla el escándalo de los hermanos Carlos Salinas de Gortari (que fue presidente entre 1988 y 1994), y el incómodo Raúl Salinas. En eso matan a José Francisco Ruiz Massieu, entonces secretario general del Partido Revolucionario Institucional (PRI), y vinculan a Raúl y a Manuel Muñoz Rocha, del que después se divulgó la noticia de que su cadáver fue hallado con ayuda de una vidente. (Luego se sabrá que Muñoz Rocha no fue cadáver, sino que se lo protegió y escapó de México.) Salinas, Rocha, el cadáver, la vidente... Quiera o no la realidad mexicana se mete en mi dramaturgia.
* El taller Iniciación a la dramaturgia, dictado por Jaime Chabaud Magnus, se realizará entre el 7 y 11 de septiembre, de lunes a viernes, de 14.30 a 18.30, en el Celcit, Moreno 431. Por informes llamar al teléfono 4342-1026 (de lunes a sábado, de 10 a 13, y de lunes a jueves, de 18 a 21) o escribir al e-mail correo@celcit.org.ar
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