Entubado décadas atrás, el Arroyo Maldonado es un arroyo invisible que pasa por nueve barrios porteños y cada tanto se desborda. De 21,3 kilómetros de largo, viaja por debajo de la avenida Juan B. Justo y va a desaguar al Río de la Plata. Aquí, un recorrido por sus entrañas.
Diego Heller
El cielo es de hormigón, o la pesadilla de un claustrofóbico. La oscuridad manda. Agua arriba o abajo, mil tonos de pardo. Humedad, y ese plaf plaf es el quejido de las botas multiplicado por diez, milagro del eco. Un aroma nuevo, inclasificable. ¿A sudor rancio o a basura mojada? El tiempo suspendido, una única inquietud –no ver lo que se va a pisar –y al cabo algo parecido a la paz. El sonido del agua anestesia los sentidos, y el extraño se adapta a este mundo en el que poco sirve la vista. Uno se relaja, a menos que se venga la sudestada.
Las entrañas del invisible arroyo Maldonado no son el infierno (salvo que diluvie), pero no es posible recorrerlas sin la guía de un buen baqueano. Adrián Quaini –ingeniero hidráulico, flamante padre primerizo– es nuestro Virgilio. Será su sexta vez bajo tierra. “Se puede entrar por una boca de Liniers, pero es mucho más peligrosa. Desde acá pueden andar lo que quieran”, avisa una vez finiquitadas las presentaciones de rigor. Su “acá” es la esquina de Santa Fe y Bullrich: un montacarga averiado es la puerta de entrada al túnel. Allá vamos, a la oscuridad. Un tanto ridículos, con capote amarillo (a tono con el casco del mismo color) y botas hasta la entrepierna.
La escalera de mano es precaria, pero temblequeante y todo cumple con su función. Once escalones, un resbalón y uno ya se ve en las profundidades de la ciudad, chapoteando sobre el tajo invisible que supo partirla en dos. El agua acaricia las rodillas. Flotan objetos varios: cáscaras de naranja, un envase de alfajor, un palito de helado... Nada del otro mundo, si se compara con las fantasías que se traen del otro lado del asfalto. No se ven ratas amenazantes, y brillan por su ausencia las cucarachas de porte kafkiano. Campea la decepción. Un par de centenares de metros y el paisaje que alumbra el haz de luz de la linterna es de lo más monótono. Sólo se ve un riacho de agua turbia, y una, dos, tres, mil columnas de cemento…
Cascadas subterráneas
Cuesta creer que estas aguas hoy calmas cada tanto se salgan de su cauce, embravecidas. Cuesta creer que este arroyo le deba el nombre a una española que llegó a lo que hoy es Buenos Aires en 1536, con Pedro de Mendoza. La Maldonado, cuenta la leyenda, no quiso morir de hambre sitiada por los indios, y burló el cerco preventivo que habían impuesto los conquistadores en torno a la aldea. Caminó kilómetros hasta llegar a una cueva junto a un arroyo; allí, cansada y hambrienta se desmayó. Una puma compartió con ella un trozo de carne, y la mujer ayudó a la fiera a sortear un parto difícil. Desde entonces, la Maldonado y el felino fueron inseparables.
El arroyo de la leyenda hace rato que no es el hábitat de animales salvajes. Hoy, el Maldonado es un riacho domado que cada tanto muestra sus fauces pero luce cansado. Un curso de agua que atraviesa la ciudad llevando encima su olor a viejo (nunca a podrido). Aquí abajo el agua corre hacia el Río de la Plata, y el arroyo tiene medio metro de profundidad a lo sumo. El túnel luce limpio, o casi. Lo afean apenas las bolsas de basura, enredadas entre las mil y un columnas. Un ruido viene de lejos, desde más allá de un recodo del recorrido. Es un desagüe pluvial; una cascada de dos metros de diámetro que trae el agua de lluvia de las calles aledañas a la avenida Juan B. Justo, techo del arroyo. El sonido engaña; si uno cierra los ojos, puede imaginarse con Brooke Shields en aquella laguna azul o en un manantial cordillerano.
Pero no. El fotógrafo grita y hace trizas la ilusión. Quiere un dúo de linternas iluminando el desagüe, y guay de no hacerle caso. Las voces rebotan en las paredes mientras él da órdenes y contraórdenes: sólo un poeta de la luz puede mostrar algo entre tanta oscuridad.
Seguimos cuesta arriba, hacia el lejano oeste, contra la corriente. A las columnas las reemplazan unos paredones interminables. “En el 98 se empezaron a sacar las columnas –dice el ingeniero Quaini–, y hoy el arroyo está entabicado desde Alvarez Thomas hasta Libertador. El agua corre mejor porque se eliminaron los grandes remolinos de aire que se formaban alrededor de las columnas.” Ahora pasamos por debajo de lo que eran las Bodegas Giol. Aquí arriba, si hubiese prosperado el proyecto presentado por una asociación vecinal, hoy habría un lago en el que desagotaría el arroyo en días de inundación. “El lago –explica Quaini– sólo beneficiaría a los vecinos de Palermo Viejo, que están en la cuenca baja del Maldonado. El proyecto no era malo ni bueno, pero dejaba afuera a los vecinos de otros barrios que también sufren con cada crecida del arroyo.”
La leyenda del indomable
Es que el tema de las inundaciones no es nuevo. Allá por 1865, si no era tiempo de sequía, el Maldonado sólo se podía cruzar arriesgando la vida en puentes endebles. Los más sólidos –el de la avenida Santa Fe o el del Camino de Moreno, actual avenida Warnes– apenas si resistían una lluvia torrencial.
A fines del siglo XIX, el Maldonado era el límite natural entre la Capital y la provincia de Buenos Aires. Su curso era interrumpido por una decena de puentes a la romana –con arcos–: el más importante era el de la actual avenida Santa Fe. En Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires, Manuel Bilbao escribía: “Al cruzarlo, el viajero nocturno se encontraba con el rondín de la policía de la provincia, compuesto de un cabo y dos soldados, armados con sus largos sables al cinto, las carabinas cruzadas a la espalda, el quepís colorado con la P de la Policía en su frentera, el poncho oscuro por fuera y colorado forro, montados en sus caballos respectivos, para ejercer la vigilancia de la zona, siendo de notar que muy pocas veces tenían que intervenir, porque además de ser poca la población, era nulo el alumbrado, peor el camino y la gente pacífica”.
Por ese entonces, los osados que se aventuraban más allá solían tomar el Camino de las Cañitas –hoy Luis M. Campos– antes de dar con el último vestigio de civilización: la pulpería de Ambrosio, parador de carreteros y jinetes sedientos. En 1888, cuando por ley se amplió la Capital, el Maldonado dejó de ser el límite entre la ciudad y la provincia y los solares de su orilla norte se fueron valorizando.
Mientras, dejaba de ser un arroyo límpido para convertirse en el maloliente hábitat de ratas gigantes. Ya no era un límite en los mapas, pero sí una frontera entre la parte decente de la ciudad y sus arrabales más pecaminosos. El arroyo supuraba hedores a cielo abierto, y el futuro barrio de Villa Crespo era pródigo en boliches de mala nota, esquinas peligrosas, cuchilleros y conventillos sólo aptos para el lumpenaje.
En la década del veinte, las inundaciones del Maldonado ocasionaban enormes pérdidas y se estudiaban soluciones. Remigio Yriondo, concejal y vecino perjudicado, propuso canalizar el arroyo y unirlo con el Riachuelo. Otros pensaron en dragarlo y hacer del arroyo un río Sena sureño. Pero pudo más el deseo de domar las aguas, y así fue como el arroyo terminó entubado en cemento, invisible bajo el asfalto de la sinuosa avenida Juan B. Justo.
Las obras comenzaron poco antes antes de 1930 y el primer sector, de Córdoba a la costa, quedó concretado en tiempo récord. Siete años más tarde, no quedaba ni rastro del viejo arroyo. Jorge Luis Borges ya había avisado, en Evaristo Carriego, lo que implicaba el entubamiento: “Ese casi infinito flanco de soledad será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglisantes”, escribía.
Viaje al fin de la noche
Tenía razón el escritor, aunque no se internó jamás en este túnel. El lado de arriba del asfalto está hecho a imagen y semejanza de las desangeladas catacumbas del arroyo. El Maldonado es gris y resbaladizo, como puede descubrirse al tropezar con el canal central (que corre medio metro más profundo). Hay poco para declarar, salvo las primeras cucarachas del día: hay un nido en el techo, y huyen de la luz de la linterna.
Arriba, cada cincuenta metros, el círculo de luz de una boca de registro. Abajo, el piso con su capa de musgo y un tótem de cemento que bien podría pasar por una escultura no figurativa. “Es que algún camión mezclador lo virtió clandestinamente por un hueco de ventilación y se secó así”, explica Rubén, operario que lleva veinte años recorriendo el tubo.
Un desagüe pluvial gigante conecta varios sumideros. La cascada de agua que vierte se ve (y huele) limpia. “El arroyo es autolimpiante; lo arrastra todo. No hay problemas graves de suciedad, puede haber alguna conexión cloacal clandestina pero los análisis químicos dicen que es agua limpia. Arrastra la basura de la calle nada más”, dice Quaini, y se pone a describir cómo mejorará la capacidad de drenaje del arroyo cuando se termine una nueva megaobra. “Los dos canales nuevos que vamos a construir estarán quince metros más abajo que el arroyo –señala las profundidades– y nos permitirán duplicar la capacidad de escurrimiento que hoy tiene el Maldonado.”
Una marca en la pared muestra hasta dónde llegó el agua en la última gran lluvia: a centímetros del techo. “Si hay un temporal de los grandes se completan los cuatro metros y medio de altura que a lo sumo tiene el tubo, y si hay sudestada ni hablar”, cuenta el ingeniero.
Mientras él habla, vamos arroyo abajo: un gomón espera en el Río de la Plata, cosa de atisbar la desembocadura del arroyo, que está a metros de la pista de Aeroparque. Hay más bocas de acceso y registro, más oscuridad. Todo es igual, y uno ya se habituó al chapoteo de las botas y el sonido de los desagües: hay paz aquí abajo, aunque se escuchen de fondo los colectivos de arriba.
Llegando a la Avenida del Libertador, la correntada se hace más fuerte y ya no es posible seguir a pie. “Me parece que se viene el viento del río, pero no se preocupen. El efecto fuerte llega desde el río hasta aquí nada más”, dice nuestro guía. El ingeniero habla ahora de las máquinas tuneleras que se traerán para hacer los canales nuevos; dice que son como las que se usaron en el Canal de la Mancha y apabulla con datos técnicos de esos que sólo apasionan a los ingenieros.
Mientras el hombre habla de hormigón y cálculos, empezamos a desandar el camino hacia la salida. La batería de las linternas no da para más, y vamos a tientas: se refuerza la sensación de que este es un mundo para topos, y no para gente.
Salimos, y aunque está nublado, el resplandor de la tarde deslumbra. Rubén, el operario, se asombra de que no hayamos traído nada del túnel. “Raro, porque ahí abajo nosotros encontramos un montón de carteras y documentos. Lleno está... Las descartan los chorros, se ve. Podrían volver otro día, pero no ahora: se viene la sudestada y ahí sí que se pone jodido. Ves que se te viene el agua y no te dan las piernas para rajar.”
Fuente: Clarín
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