viernes, 29 de enero de 2010

Mundo Bauhaus

Revolucionaron la arquitectura, el arte, el diseño. Formaron parte de un mismo territorio, no físico sino temporal: la modernidad. Europa no fue la misma desde luego esta escuela.

Por Antonio Muñoz Molina

Antes de llegar por las escaleras mecánicas a la sexta planta del MOMA, donde está la exposición dedicada a la Bauhaus, uno ya habita el mundo modelado por ella. El edificio mismo del museo, aun después de su ampliación de hace unos años, con sus muros blancos y sus ángulos rectos, con su ascetismo visual que se mantiene a pesar del cambio de escala, pertenece a una escuela de modernidad que viene en línea recta de Weimar y Dessau: los espacios diáfanos, el juego de la racionalidad y la transparencia; también el propósito de integrar la arquitectura y las artes visuales en una ejemplaridad ilustrada, entre el utopismo y el sentido práctico. Unas plantas más abajo, en la sección admirable dedicada al diseño industrial, el ejemplo de la Bauhaus es todavía más poderoso, en parte porque en ella hay un cierto número de sus objetos más celebrados, y sobre todo porque cuando se ve la secuencia de las formas cotidianas que han ido acompañando y facilitando la vida a lo largo del último siglo se comprende hasta qué punto la Bauhaus se ha infiltrado en el tejido mismo de las cosas, nos ha enseñado a mirarlas y a juzgarlas. Los ojos se nos abren gracias a su ejemplo; las manos se nos vuelven expertas al palpar un teclado o la curvatura justa de un rotulador o de una taza; la tipografía en el título de un libro o en un cartel nos está diciendo tanto como lo que significan las palabras; apreciamos una belleza que reside en la correspondencia justa entre la forma y su función y muestra honradamente el material del que están hechas las cosas; y recelamos de manera instintiva de lo decorativo y de lo muy vernáculo.

A nosotros la estética y la ética de la Bauhaus nos dan una impresión de comienzo radical, un mundo entero surgiendo de la nada, con la asepsia de las formas puras, como los proyectos de edificios en el espacio en blanco de grandes hojas de cuadernos. Pero de donde viene tanta armonía un poco helada es del paisaje de matanza y ruinas de una guerra recién terminada, de la derrota, el sobresalto y el caos provocados por una bárbara cultura de militarismo y nacionalismo, de borrachera de esencias germánicas. Sólo viéndolas en esta exposición me doy cuenta de que las tipografías limpias de Herbert Bayer, tan familiares después de casi un siglo que casi no nos fijamos en ellas, son una negación de la letra gótica de los diplomas y de las proclamas imperiales, una rebeldía contra el tenebroso romanticismo de cuernos de caza y guardarropías medievales y wagnerianas que había enfermado a un país entero alentándolo a lanzarse al desastre. En nombre de glorias primigenias y de lealtades de terruño y de sangre millones de hombres habían muerto para nada en el corazón civilizado de Europa: en la apelación de la Bauhaus a la racionalidad como valor supremo hay un saludable despojamiento de rasgos locales, una resuelta negativa a perpetuar tradiciones sofocantes.

En las fotos, los hombres y las mujeres que se reunieron en la escuela tienen el aire de pertenecer a un solo país, no del espacio sino del tiempo, el país abierto y a veces escandalosamente joven de la modernidad: los hombres con chaquetas y corbatas modernas, afeitados, con las manos en los bolsillos; las mujeres con las faldas cortas y las blusas sueltas de mil novecientos veintitantos, con prácticos zapatos de tacón, con el pelo corto, con cigarrillos en las manos. Podían estar participando en una fiesta con música de jazz y licor clandestino en una novela de Scott Fitzgerald. Vienen de muchos lugares de Europa pero a ninguno lo distingue un rasgo nacional. Paul Klee posa fumando un puro y tiene en los ojos un brillo de travesura infantil. Laszlo Moholy-Nagy se hace retratar no como un artista de la antigua escuela, sino como un ingeniero o el gerente de una fábrica: el pelo revuelto a pesar de la brillantina, el mono bien planchado, las gafas de aplicar a las artes una mirada de escrutinio científico. Las viejas academias en las que pintores y escultores se formaban copiando las escayolas heredadas de un pasado decrépito ahora serían talleres en los que se restablecería la unión entre el trabajo manual y la educación estética, en los que el aprendizaje de las artes se sustentaría sobre el dominio de las herramientas y los materiales.

Despojado de hojarascas decorativas lo común revela su nobleza: un plato de barro, una lámpara, una silla, un pupitre, una página impresa, una tetera, una cuna de niño, una tela tejida con arreglo a patrones geométricos que tal vez proceden de un dibujo de Paul Klee. Las casas burguesas del pasado son como pantanos de objetos pomposos e inútiles, con cortinajes, con recovecos de polvo, con pomposos retratos de familia, con estampas religiosas y horrendas figurillas de porcelana: en las viviendas modelo inventadas en la Bauhaus lo inunda todo una claridad que entra por anchas ventanas rectangulares, y los muebles, en vez de gravitar sobre el suelo como torvos catafalcos, se adelgazan en paneles lisos, en tubos de metal cromado, en superficies fáciles de limpiar en las que nunca anidará el polvo. Sentarse en una silla de Marcel Breuer es casi como sentarse en el aire. En vez de con atroces muñecas de ojos de porcelana y tirabuzones de estopa las niñas, igual que los niños, jugarán con bloques de madera de colores elementales que les permiten construir un barco de vela, un tren, un automóvil, un puente, una casa. Mujeres jóvenes se recuestan en divanes diseñados para adaptarse a la forma del cuerpo y leen revistas ilustradas bajo lámparas de cuello extensible, fumando cigarrillos.

Pero en tanta perfección se va filtrando poco a poco un principio de antipatía, un sentimiento de amenaza benévola. La proscripción de lo innecesario, de lo casual, de lo decorativo, ¿no acaba imponiendo espacios con una antipatía de oficina o de clínica? Una casa blanca aislada, una escuela de ventanales luminosos y grandes campos de deportes, nos atraen con su promesa racional de mejora del mundo y derecho personal a la felicidad: pero de pronto ve uno el diseño de centenares de casas idénticas alejándose en una perspectiva inflexible y comprende que algunos de los espantos del urbanismo de ahora proceden de aquellos repertorios de buenas intenciones. En la Bauhaus, sospecha uno, está ya el autoritarismo de una modernidad tan segura de sí que se considera autorizada a ignorar todo lo que no sean sus propios principios inmutables, lo mismo el paisaje natural que los testimonios del pasado, los saberes constructivos que no podían declararse universalmente válidos porque estaban adaptados a un cierto clima, a una manera peculiar de vivir, a la disponibilidad de los materiales.

Miro de nuevo la foto de Moholy-Nagy y ahora me alarma su arrogancia, que es la del experto que lo sabe todo y no tolera disidencia porque tiene de su parte la razón. Prefiero la cara de asombro y burla de Paul Klee, que de vez en cuando perdía el tiempo en la Bauhaus fabricando con cualquier cosa títeres de cachiporra para que jugaran sus hijos.

Bauhaus 1919-1933: Workshops for Modernity. MOMA. Nueva York. Hasta el 25 de enero. www.moma.org/.

Fuente: Crítica

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