Por IRENE BIANCHI
La Sra. Bell (Nora Oneto) "pierde" a su hijo (Ernesto Meza) en la Plaza Moreno. Mientras el niño corretea, se hamaca y juega a las escondidas, su madre "se distrae" leyendo los nombres de las autoridades grabadas en la Piedra Fundamental. También le llaman la atención los vestidos de organiza de las novias que posan en los jardines del Palacio Municipal o en las escalinatas de la Catedral.
Años más tarde, la Sra. Bell concurre a un programa de televisión, cuyo objetivo es poner en contacto a niños encontrados con sus supuestos padres, corroborar el vínculo y festejar el reencuentro con bombos y platillos.
En este caso en particular, el niño buscado ya es un hombre barbado, y a ninguno de los dos les resultará fácil reconocerse. Tampoco la mujer es la jovencita que era. El tiempo transcurrido les juega en contra. Hay detalles que se les escapan, escenas desdibujadas, zonas grises, contradicciones.
El bizarro conductor (Rodolfo Balvidares), a la sazón una suerte de director de escena, los somete a un despiadado careo; propone una reconstrucción de los hechos, cotejando ambas versiones.
"Un hijo es una función a ejercer", reza el subtítulo de la obra de Mallach, y la Sra. Bell no la ejerció. Menos aún el Sr. Bell (Julio Salerno) ("El padre no busca; la que busca es una madre."), quien se ha desentendido del tema, preocupado como está por los agapantos de su jardín.
En cuanto a la pizpireta secretaria (Jorgelina Pérez), huérfana de toda orfandad (como todos los otros personajes), ansía quedarse con el Premio Mayor, para armar un proyecto propio y liberarse de su despótico jefe.
Si bien el tema de la obra de Mallach es ciertamente sórdido, con ribetes trágicos, la puesta en escena de Alicia Durán y Daniel Gismondi apunta al disloque y despierta carcajadas en la platea, aunque -en el fondo - el espectador sabe que no hay de qué reírse. El uso del espacio es integral, y resultan muy efectivas las escenas en off, que aprovechan la funcionalidad y versatilidad de la sala.
El ritmo es vertiginoso y no da respiro. Las puertas se abren y se cierran todo el tiempo, como en un vodevil. Todo es frenético, desenfrenado, inesperado. Más que encontrarse y acercarse, los personajes se alejan y desencuentran, terminando todos más solos y desesperanzados que en un principio.
Hay claros elementos del teatro del absurdo: diálogos repetitivos, atmósfera onírica, saltos en la secuencia dramática, el humor como herramienta.
La labor actoral es impecable, con interpretaciones ricas en matices, que hacen que los personajes pasen de siniestros a desopilantes en contados segundos.
La iluminación (operada por el propio "conductor"), la musicalización y la proyección de imágenes, son claros aliados de esta impactante puesta.
"El niño perdido": no siempre el que busca, encuentra.
Fuente: El Día
No hay comentarios:
Publicar un comentario